El viernes 9 de noviembre, en la previa a la tormenta del siglo, la banda mexicana Zoé presentó Aztlán, su sexto álbum de estudio en un Niceto Club con entradas agotadas. La expectativa era enorme y tenía sentido: meses antes, su presentación en el Lollapalooza 2018 había sido suspendida debido al aguacero que inundó el Hipódromo de San Isidro y terminó cancelando el tercer día del festival.
En esta revancha en Palermo, algo debió fallar en términos organizativos considerando que la entrada estaba anunciada para las 20 y una hora más tarde la banda seguía probando sonido. La cola de gente doblaba Humboldt y llegaba casi hasta Avenida Córdoba. Todo hacía pensar que el show se iba a demorar bastante, pero las cosas se acomodaron como en un Tetris. El público entró para el set solista y de corte spinetteano de Bruno Albano (Banda de Turistas), vestido con una túnica digna de una película de Jodorowsky. Para las 22 h, su set ya había terminado y los mexicanos estaban a punto de irrumpir.
La cantidad de instrumentos en el escenario resultaba llamativa: dos teclados, dos baterías acústicas, una electrónica, una guitarra, un bajo y varios micrófonos. El del líder, adornado con plumas de colores en composse con una estética tradicional indígena. Zoé es una banda que necesita demasiados elementos para llevar a cabo su show. Entonces viene a la memoria el unplugged editado en 2011, Música de fondo, en el que demostraron que también pueden lograr un sonido orgánico con una economía de recursos distinta a la que están acostumbrados.
La banda aparece y la euforia de las personas se los devora; incluso en sus rostros, mientras se acomodan, persiste la sorpresa de recibir un cariño inesperado y materializado en forma de gritos. León Larregui aparece al final con cara de diablito, como tiene que ser según el manual del líder, y los aullidos se triplican. Primera impresión: sí, es fachero; bueno, muy fachero, pero quizás lo sea más en las redes sociales y con filtros. Segunda: con una pizca de imaginación Larreguí es una versión estilizada de Felipe Pigna. Tercera: a lo largo de toda la presentación advierto que no tiene mucha onda con el público. Cuarta: sus falsetes parecen los de Ale Sergi pero mucho más refinados; los integra con elegancia a su timbre natural. Última: su swing es una deuda pendiente; en el escenario se mueve de forma dispar, aleatoria, dando pasos perdidos como un alcohólico en el pico de su desconcierto (en un momento del show incluso reconoció que estaba demasiado bebido en su anterior visita a Buenos Aires años atrás). Pero esto no impidió que contagie una energía magnética. Su figura impone presencia, autoridad y seducción. Y lo sabe. Juega con ese papel como si fuera un Diego Luna más fornido, como el capo que trafica la tensión sexual de sus fans que se desesperan cada vez que se arrima al escenario, como si fuera un hechicero que convierte deseos en melodías encantatorias.
El show se basó principalmente en la última placa, Aztlán (palabra que en lengua nahuatl alude a un lugar sagrado de los aztecas), pero la lista de temas alternó los clásicos “Labios rotos”, “Vía láctea”, “Paula”, “Nada”; con nuevas, “Azúl”, “Oropel”, “Hielo”, con esa base sintética que parece un outtake de la intro de Stranger Things. En vivo Zoé suena como una verdadera banda de rock, potente, llena de recursos. Por momentos incluso llega a registros que las cálidas canciones de estudio no logran transmitir. Pero el sonido no estuvo a la altura de la banda ganadora de dos Grammys: varios acoples le jugaron en contra a Larregui, que se alejaba del micrófono con cada uno, como si se hubiera electrificado. La voz –eufórica- de las calaveritas del público tapó a lo largo de casi todo el show la voz del cantante que nunca advirtió ni pidió un ajuste de volumen. Algunas melodías saturaban y la voz terminaba mezclada con todos los instrumentos. “Reptilectric”, por ejemplo, empezó a sonar tan recargada de sonidos que hasta la mitad de la primera estrofa no se podía percibir qué tema era. Y otra vez el unplugged vuelve a erigirse como una obra de referencia, porque menos es más y en ese álbum uno puede saborear y distinguir instrumento por instrumento. En Niceto, en su versión enchufada (enchufadísima), todo parecía perderse. Salvo por estos desajustes de sonido, demostraron ser dueños de un estilo impecable y denotar un crecimiento notable. Su madurez los ubica a la vanguardia de los mejores grupos de la actualidad, peleando el trono con Molotov por convertirse en la banda más importante del rock mexicano de exportación, luego de Café Tacvba.
Cada canción tuvo su correspondiente video que complementaba de una manera muy eficaz ese universo temático plasmado por alegorías espaciales que representan la cosmovisión de Zoé. Los reflectores acompañaban los movimientos impredecibles de Larregui, aunque la luminosidad elegida fue más bien tenue a lo largo de su presentación, lo que le aportó mayor protagonismo a las visuales.
15 minutos antes de las 12 de la noche, Zoé se despidió del escenario y otra vez Larregui, micrófono en mano, agradeció la masiva convocatoria. En Twitter, horas más tarde escribieron: “¡Gracias por un impactante sold out y toda su energía, Buenos Aires!”. Al día siguiente tenían pautada una presentación en el marco del Personal Fest (de hecho este recital en Palermo era su sideshow), pero el servicio meteorológico presagiaba alertas que pondrían en peligro la realización del evento. ¿Qué posibilidades existen de que una tormenta arruine dos presentaciones en una misma ciudad en el mismo año? Posiblemente pocas… pero Zoé estaba a horas de certificar el misterio indescifrable de la mala suerte.
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Foto principal: Lucas Mangi.