Generalmente, cuando uno va a ver a su banda de cabecera local, esa de la que es devoto hasta los riñones y que banca a morir a pesar de los repetidos tracklists en cada fecha o alguna promesa incumplida de disco nuevo (para qué adentrarnos en nimiedades de ánimo delator); decía, uno sabe lo que se va a encontrar: el tema favorito en el clímax, en el tema cuatro te van a hacer mierda en el pogo, llevar zapatillas cómodas, nada de abrigo, remera sin mangas y mucho desodorante. Soy fanática de lo conocido.
Pero cuando se trata de escuchar una banda en vivo por primera vez, el ritual bien memorizado ya no existe. No importa cuántas veces haya escuchado sus discos, en vivo siempre es distinto. Para bien o para mal.
Cuando fui el sábado 18 a ver a los Peligrosos Gorriones en Niceto, tuve la sensación que se tiene cuando a uno le hablan maravillas de alguien a quien, sin embargo, no se muere por conocer, dado que su corazón pertenece ya a otra persona (genial e insuperable).
Expectante y tarareando un hit que no tocaron, especulaba la relación banda-público en la que me introduciría. De camisa y corbata mental, salí de mi casa dando por sentado que la magnitud de Los gorriones merecería tal formalidad. Será que la imagen acústica que me remite la voz de Bochatón es la de un gentleman de traje.
Esa voz se impuso, desfachatada y etílica, en cada tema que tocaron. Y a medida que iba reconociendo las canciones y sintiéndome menos novata y ajena a todo, la corbata mental se iba aflojando, las mangas de la camisa arremangándose y los botones, desabrochándose impunemente.
Al igual que los gritos del cantante, inquietos y desaforados, la banda acompañó y armonizó (problemas de sonido recurrentes aparte) el ímpetu esencial característico de sus canciones de letras melancólicas, viscerales, borrachas y malditas. Aunque ese tema no sonó, no quisiera golpearle a usted. Más bien, volveré a escucharlo en vivo.
(Fotografías por Candela Gallo)