El que avisa no traiciona así que primero lo más importante: esta serie no es para cualquiera. Personas muy sensibles o impresionables abstenerse. Incluso alguien que no está pasando por un buen momento o tuvo un mal día, o simplemente no tiene ganas de soportar altas dosis de tensión y angustia. Porque El juego del calamar es violencia sádica pura y dura. Hay sangre y muertes a rolete y todo bajo una lógica perversa que -y esto es lo mejor de todo- no tiene nada de gratuito. Cada detalle responde a la premisa que la serie quiere instalar: ¿hasta qué está dispuesto un grupo de personas en las últimas, tapados de deudas, para ganar un premio millonario, saldar sus cuentas y enderezar sus vidas? La respuesta les sorprenderá.
La idea de base no es nueva. Las novelas y sus adaptaciones cinematográficas de El señor de las moscas (1954, William Golding), Battle Royale (1999, Koushun Takami) y la trilogía de Los juegos del hambre (2008, Suzanne Collins) vienen reactualizando una visión distópica donde la naturaleza humana siempre puede caer un poco más bajo. Una competencia en la que se enfrentan todos contra todos, todo vale y solo unx sobrevive. Así de simple, así de terrible y así de morboso, el placer culposo del lector/espectador en su máximo esplendor.
La novedad de El juego del calamar es que, a diferencia de esos antecedentes, los participantes no son niños o adolescentes, aquí hay hombres y mujeres adultos, incluso ancianos. Una variedad interesante que permite reflexionar sobre la desigualdad de condiciones ante el juego según edad o género, lo que provoca -para más indignaciones- machismos y discriminaciones.
Lo que sí es de niños son los seis juegos que los y las participantes deben superar para llevarse el gran premio. Además de no morir, claro. Que una horda de desesperados juegue a la versión coreana del “un, dos, tres miro” a riesgo de ser fusilados sin piedad (solo revelaré el primer juego, que además se muestra en el tráiler), convirtiendo el patio infantil de colores pastel en una masacre sanguinolenta ya da una noción del nivel de perversidad que maneja el guion jugando con estos contrastes. Para colmo, los cuerpos caen en ralenti en una escena tremenda musicalizada con un jazz a lo Frank Sinatra, de esos ideales para amenizar una plácida velada de cócteles. Después del shock y del espanto inicial, llega el regocijo enfermizo y paga con creces. Para algunos, a otros capaz les parecerá mucho y apaguen la tele, o a lo mejor más adelante, porque eso es solo el comienzo. Con cada juego, la tensión y el dramatismo escalarán a niveles casi insoportables, algo muy poco usual para la pantalla de Netflix.
Ahora, no importaría demasiado quiénes zafan y avanzan y quiénes se quedan en el camino sin una buena construcción de personajes. Entre los más de 400 participantes se irán armando alianzas y algunos se irán introduciendo a lo largo de los capítulos muy brevemente, pero con la profundidad suficiente para generar empatía o rechazo. Distinto es el tratamiento del protagonista, a quien se le dedica media hora del primero de los nueve episodios para presentarlo de manera muy amena y efectiva: Seong Gi-hun (el actor Lee Jung-jae se come la pantalla) tiene más de 40, vive con la madre y no tiene dinero ni para invitar a comer a su hija por su décimo cumpleaños. Es un bardo y todo le sale mal, pero no deja de ser gracioso y encantador. Cuando acepta participar de los juegos y es reclutado, ya no hay forma de no quererlo. Y ya sabemos también que la vamos a pasar horrible por su culpa.