¿Cómo es que un ordenador intervenido por un grupo de nerds universitarios para crear el primer videojuego en sus ratos libres fue el germen de lo que décadas después sería una industria cultural millonaria, superior a la de la música y el cine? En seis capítulos, High Score repasa con ánimo celebratorio los inicios de ese recorrido alucinante que se fue cimentando a ciegas, sin manual ni reglas. A fuerza de experimentación e ingenio, un puñado de visionarios supieron generar revoluciones permanentes e infinidad de primeras veces para abrir de la nada un espacio y un medio donde hacer negocios y expresarse técnica y artísticamente. Los testimonios de estos protagonistas, una gran diversidad entre programadorxs, artistas, empresarixs y gamers, se multiplican en relatos corales rematados por unas simpáticas animaciones 8-bit y la narración de Charles Martinet, ni más ni menos que la voz de Mario. Los recursos estéticos -por supuesto también hay mucho material de archivo de la época- son tan atractivos como la cantidad de voces tirando data y anécdotas increíbles. Por momentos puede parecer un poco abrumador pero es que hay mucho por contar, y todo es oro puro.
Con una cronología saltarina, los primeros episodios van y vienen entre Japón y Estados Unidos sobre los hitos que hicieron despegar -y también casi fundir- la flamante pero volátil industria de los videojuegos, y cómo las compañías fueron irrumpiendo disputándose el mercado en Norteamérica.
En los inicios se describe la explosión de los salones de arcade de la mano de Space Invaders -Tomohiro Nishikado muestra cómo diseñaba los bichitos en modo bit, a mano y en hojas cuadriculadas- y Pac-Man, que resulta que fue ideado por Toru Iwatani como un juego para atraer mujeres a las salas y, efectivamente, las chicas enloquecieron con la bolita amarilla. Las consolas llegaron a nivel masivo con Atari, la primera gran flor corporativa que brotó del campo de ciruelas que era Silicon Valley en 1972, y su furor de cartuchos intercambiables. Hasta que Howard Warshaw se hace el guapo con las fechas de entrega y desarrolla a las apuradas el infame E.T., el peor videojuego de la historia, dando inicio a una crisis en 1983 que casi extingue el negocio de las consolas.
Nintendo ingresa a EE.UU. y salva la situación, previa americanización de la consola japonesa Famicom, en una grisácea y más occidental NES (en Latinoamérica disfrutamos a bajo costo del Family Game, clon pirata de la versión nipona blanca y bordó, gentileza de China y Taiwán). Shigeru Miyamoto expande el Mario de Donkey Kong con su propia saga y se convierte en la híper famosa mascota de la marca, que rápidamente concentra la venta de consolas. Hasta que aparece Sega con su Genesis de 16 bits para disputarle el trono. Se crea un personaje fuerte para opacar al dulce y barrigón Mario: Sonic y su rebeldía adolescente será el caballito de batalla en una disputa que duraría toda la década de los 90.
De la PC claro que no se olvidan. Los capítulos dedicados a los juegos de rol y el desarrollo del 3D se centran en la computadora y su propia evolución en materia de videojuegos. De los antiquísimos juegos de aventura de texto, donde se tomaban decisiones sobre una pantalla negra, se pegó un gran salto con Mystery House (1980), el primer videojuego con gráficos para PC, gracias al ingenio del matrimonio Williams -de la compañía Sierra- para aprovechar el limitado espacio de almacenamiento de 360 KB. Este avance le permitió a Richard Garriot volcar su amor por Calabozos y dragones del tablero y los dados poliédricos a la pantalla, programando Última, el primer videojuego de rol para PC. Crear un personaje, mejorarlo y salir a explorar un mundo abierto, todo eso que en los juegos de hoy es tan común, fue posible gracias al entusiasmo de ese hombre excéntrico al que le gusta disfrazarse y contar historias.
Una década después, ya en los albores de los 90, en una pocilga oscura y con heavy metal de fondo, John Romero y John Carmack venían gestando una nueva revolución para PC. Doom fue el primer shooter en primera persona multijugador que abrió una nueva era para toda la industria, además de hacer colapsar los precarios servidores de internet de la época: todos querían jugarlo ni bien fue liberado.
Uno de los tantos toques de color lo aporta el interés por mostrar la evolución de lo que hoy son los eventos multitudinarios de eSports. Su origen se remonta hace 40 años, en una competencia final de cinco televisores gigantes y vetustos que dan ternura, donde Rebecca Heineman (en ese entonces William Salvador, hoy importante programadora del sector) ganó al Space Invaders en el primer campeonato nacional de videojuegos organizado por Atari en 1980. En episodios siguientes, hacen su aparición y narran con emoción nostálgica los ya crecidos campeones de una especie de triatlón -con Super Mario Bros., Rad Racer y Tetris– en la final del mundial de Nintendo de 1990, y de la espectacularmente noventosa definición de Rock the Rock, el mundial de Sega de 1994. La prisión isleña de Alcatraz se llenó de fichines de Sonic y el evento fue transmitido por MTV con la conducción de Daisy Fuentes. Las imágenes de archivo son tan elocuentes que resumen a la perfección toda una década.
Esta historia empezó en un mundo analógico, sin internet ni celulares, y eso implica anécdotas muy cómicas que hoy parecen inverosímiles. A falta de YouTube, el ejército de consultorxs de videojuegos de Nintendo que se arrancaban los pelos atendiendo una línea telefónica que no paraba de sonar para ayudar a lxs gamers de EE.UU. a avanzar con trucos y consejos. O cómo la maña de un grupo de estudiantes y sus “kits de mejoramiento” hackeando placas gigantes de arcades, para hacerlos más desafiantes y recaudar más fichas, fueron las actualizaciones de la época. De repente Atari corría detrás de ellos con acciones legales. Porque esta también es una historia entre jóvenes informáticxs mano a mano contra las grandes empresas, logrando muchas veces que las demandas que les caían se convirtieran en contratos de CEOs babeando ante la transgresión de esas mentes brillantes.
El relato oficial, ese que todxs más o menos conocen, está cubierto pero además es abordado desde los laterales con datos y anécdotas jugosas y entrevistados anónimos desde una mirada a favor de la diversidad. Un gran acierto de la miniserie que enriquece y le da valor histórico, no solo desde lo tecnológico sino que también desde lo humano y social, a un material de por sí muy atractivo. Se reconoce el papel fundamental de las mujeres desde el primer momento, con los testimonios de Roberta Williams, la madre de la aventura gráfica, y de Gail Tilden, del área de marketing de Nintendo of America, responsable de la exitosa campaña que introdujo la marca en aquel país. Hay lugar para casos como el de Gayblade, el primer juego de rol LGBT, programado por Ryan Best en épocas difíciles de HIV como catarsis y protesta contra la derecha que culpaba a la comunidad. O el de Gordon Bellamy, que después de jugar por años logró entrar a trabajar en EA e incorporar diseños de jugadores de futbol americano negros en el Madden 95, para sentirse representado y hacerle justicia a la liga real. O el rescate del olvido de Jerry Lawson, programador afroamericano -el único en Silicon Valley- que inventó la pionera Fairchild Channel F, el primer sistema de cartuchos intercambiables. La Atari 2600 llegaría un año después, en 1977.
La responsable de esta miniserie, France Costrel –chequear su otro trabajo en Netflix, la interesante Dark Net– ya venía de producir una breve serie de documentales sobre videojuegos pero en High Score termina de sellar su evidente amor, respeto y compromiso con la cultura gamer. Del otro lado de la pantalla, la respuesta quizás sea generacional. Para algunxs, High Score parecerá una curiosidad de carácter arqueológico, para otrxs se tratará simplemente de la propia educación sentimental: hábitos y personajes que acompañaron e hicieron felices a las infancias y adolescencias de las últimas décadas del Siglo XX.