La icónica estructura piramidal del Louvre va a ser violada. Un plano aéreo del museo parisino es lo primero que vemos y en menos de 10 minutos de serie ya sabemos todos los detalles del plan de atraco: hay que hacerse con el collar de la reina María Antonieta en el mismo momento en que se subasta a precios desorbitados. Pero éste no es sólo un golpe espectacular. Es una venganza personal y el inicio de una serie de pasos para esclarecer una tragedia del pasado, provocada por las mismas injusticias de siempre en donde los poderosos aplastan a los más débiles, inmigrantes de Senegal en este caso.
Assane Diop (Omar Sy) va a alterar por completo esa gala extremadamente presuntuosa -una palabrita que conoce desde muy chico gracias a los patrones de su padre- donde se ofertan por la joya real millones de euros como si fuesen caramelos. Hay algo del espíritu de Robin Hood en el regocijo que puede producir ver multimillonarios corriendo despavoridos por culpa de la mente maestra de un tipo negro y grandote que vive (y padece vivir) en París. Pero no es en el arquero del Bosque de Sherwood en quien se inspira para hacer carrera y perfeccionarse en sus variadas tretas. Él es más sofisticado y, como a fin de cuentas no deja de ser francés, su modelo a seguir y obsesión geek es Arsène Lupin.
¿Quién es Lupin?
La pregunta es válida porque no se trata de un personaje literario mundialmente conocido como Sherlock Holmes, pero se podría decir que es un reverso galo de éste. Su creador, Maurice Leblanc, fue contemporáneo de Arthur Conan Doyle y el furor de su brillante detective así que en 1905 se largó con su propia saga protagonizada por un “caballero ladrón” con similares niveles de elegancia, ingenio, manejo del disfraz y de los puños (Sherlock boxea, Lupin practica artes marciales y, en efecto, Assane sabe cómo defenderse). Para el momento de su muerte en 1941, Leblanc ya había expandido el universo de Lupin durante casi medio siglo con más de 20 obras, entre novelas, volúmenes de cuentos y obras de teatro.
Y tal como en el caso inglés, se convirtió en un clásico indiscutido en su país: el personaje sobrevivió a su autor y se salió del canon a través de pastiches y obras apócrifas escritas por las nuevas camadas de escritores. Los franceses no podían ser menos así que tuvieron su propio antihéroe, su propio rufián ilustre y encantador. Hasta el estreno de Netflix, por fuera de Francia no pegó tanto, con la curiosa excepción de Japón, que supo crear y apropiarse de Lupin III, nieto del original, con su propia saga de manga y anime. El mismísimo Hayao Miyazaki debutó en el largometraje con El Castillo de Cagliostro (1979) narrando sus aventuras delictivas (también disponible en Netflix).
Assane no es Lupin: lo bueno, lo malo y lo feo
Al final del primer episodio, Assane hace una confesión en off: “Lupin es más que un libro. Es mi herencia. Mi método. Mi camino. Yo soy Lupin”. La serie también se llama Lupin, el agente Guédira (Soufiane Guerrab) que investiga sus fechorías es lector de Lupin, Assane recibe el libro que lo fanatiza de su padre y él luego hace lo mismo con su propio hijo, y tampoco faltan citas y referencias a trucos y engaños.
Está claro que la fuente de inspiración literaria es explícita y omnipresente y sin embargo no parece muy bien aprovechada. La serie sabe a genérica y justamente parece una más del montón del subgénero de robos y estafas. O se pasaron de lavado para adecuarse al catálogo de Netflix o el giro moderno se llevó puesta la adaptación de un material clásico. Aunque en realidad lo más interesante es la crítica social que se desprende de la elección de un Lupin actual de origen senegalés, blanco perfecto para la discriminación de negros e inmigrantes por parte de la sociedad francesa.
Mas allá de eso, y aunque se “disfrace” de magnate, delivery o empleado de limpieza, Assane es un protagonista deslucido, sin carisma ni humor, y tampoco hay por lo menos un personaje secundario que levante un poco. De todas formas, se puede ver perfectamente en piloto automático porque el pulso narrativo es excelente y las líneas temporales fluyen muy bien en una edición aceitada. En ese sentido el producto es redondo. El primer capítulo es mejor que los demás –ojo que todavía no terminó, ya anunciaron una nueva tanda de 5 episodios-, con mucha acción y tensión alrededor del robo del collar, y la bandita de delincuentes que aporta cierta simpatía pero que no vuelve a aparecer. Con el correr de los capítulos se empiezan a notar los baches o conveniencias de un guion perezoso que manipula los conocimientos de Assane para su propio beneficio (“¿Cómo alguien puede hacer eso?” o “Si es tan vivo, ¿cómo no se dio cuenta de eso?”) y apela a giros argumentales muy inverosímiles o demasiado predecibles.
Lupin es un producto correcto y a tono con la plataforma, que retoma una tradición literaria interesante para no hacer nada especial con ella. Una pena. El showrunner George Kay (Killing Eve) debería haber tomado notas de lo que hicieron Steven Moffat y Mark Gatiss con su gloriosa y muy sentida actualización contemporánea de -una vez más- Sherlock Holmes. Por cierto, las cuatro temporadas de Sherlock también están en Netflix. Ahí se puede ver todo lo que Lupin pudo haber sido de haber aprovechado el potencial de un personaje entrañable.