En una casa de Buenos Aires vive una mujer delgada, con aspecto de duende y un sweater de colores con motivos geométricos. Tiene unos ojos serios, cejas gruesas y simétricas. Después de limpiar y ordenar juguetes que dejaron tirados sus hijos, se encierra en su taller y pone una playlist de Nina Hagen. Acomoda su cámara de fotos en el trípode y comienza a hacer muecas con la cara, algunas más chistosas, otras más grotescas. Cansada se sienta frente a la computadora, se pone unos lentes y mira un capítulo de la serie animada She Ra: la princesa del poder. Termina el capítulo y se emociona con fotos viejas de una perra que quería mucho y que falleció.
Suspira, vuelve a caminar por el taller, encuentra una peluca rosa y se la pone. Programa la cámara y se toma unas fotos posando como una guerrera mágica de anime, se ríe sola y queda conforme con algunas fotos. Vuelve a la computadora y comienza a editar esas imágenes con Photoshop: se alarga el pelo y se agranda los ojos, agrega capas y capas de maquillaje digital y se repite a ella misma en varios lugares del cuadro. La mujer delgada es Flavia da Rin y desde hace más de 20 años se dedica a reflexionar acerca de los estereotipos, la transformación y la posibilidad de representarse a uno mismo de diferentes maneras.
Flavia Da Rin nació en Buenos Aires en 1978. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredon”, donde se especializó en pintura. A finales del 2000 obtuvo su primera cámara digital y comenzó a sacar fotos a todo lo que tenía cerca, incluyéndose a ella misma. Aprendió de manera autodidacta a manejar la cámara sin convertirse en fotógrafa, sin trabajar a rajatabla con esas reglas que el lenguaje propone. La fotografía podía servirle para trasladar algunas lógicas de lo que aprendió con la pintura.
Con una cámara Canon de 3.3. megapixeles, Flavia armó una serie de fotografías donde aparecía varias veces en una escena. Tres Flavias conversando en el baño, una Flavia que comparte un lápiz labial con otra más tímida. Estas mujeres no tenían retoques y estaban vestidas como cualquier persona de principios del 2000, podían confundirse con maniquíes de la marca de ropa Juana de Arco o Desiderata. En sus poses había una actitud reflexiva, se podía ver en la mirada y en cómo interactúan entre sí. En estos escenarios cotidianos se generaba una atmósfera melancólica y depresiva, como si todas fueran hadas sin brillo. Se podría comparar estas primeras obras con las escenas de la película Las Vírgenes Suicidas de Sofia Coppola, donde el tiempo es pesado y los personajes son bellos pero están a la deriva. Estas fotografías funcionan como un registro emocional de la época y se combinan con el auge de internet, la oportunidad de ser otros mediante la creación de un perfil en las redes sociales. Ahora la identidad podría transformarse en un cuento para leer en cualquier parte del mundo.
A partir de mediados del 2000 empezó a utilizar el Photoshop para editar sus fotografías y agrega capas de color, textura y luz a sus personajes. Ahora, la artista se inventa un mundo de fantasía con disfraces y colores en degradé. Son escenas digitales donde habita el absurdo y el terror: personajes sin género con muecas exageradas y pieles grises o violetas. Hay planos de color hechos con plastilina, máscaras burlonas que parecen invocar a la muerte o seres que quieren vender algo que sería mejor no comprar. La expresión de sus personajes recuerdan a los niños de la serie de Nickelodeon Angela Anaconda, curiosos y perversos, con sus caras congeladas, parecidas a la de los cadáveres.
La pandemia también fue un evento que dio lugar a las transformaciones. Las personas se congelaron en el tiempo y, los que tuvieron la oportunidad, se dedicaron a la vida doméstica. La gente parecía una pintura genérica de la recepción de un edificio o del consultorio médico, quietos y a la espera de la calma o la paranoia. Flavia Da Rin pudo captar este clima tan tenso en una serie de imágenes digitales publicadas en su Instagram. En ellas aparece transformada en señoras excéntricas rodeada de galletitas, peluches, controles remotos y elementos de limpieza. Parecen un grupo de mujeres porteñas que en su juventud se dedicaron a combatir el crimen, como chicas mágicas de japón, unas Sailor Scout con tarjeta del supermercado Día. Ninguna mujer pareciera disfrutar el aislamiento, todas miran fijo a la cámara, como si detectaran un intruso que las espía. Son obras que intentan discutir sobre cómo transcurre el tiempo en la pandemia y explorar un escenario apocalíptico clase z, opuesto al que promete Hollywood en sus películas. Una mujer encerrada con sus pelucas y sus miedos, esa es la catástrofe que propuso la artista.
En la obra de Flavia Da Rin aparece la transformación como mecanismo para presentarnos al mundo. También aparecen preguntas acerca de la identidad como un aglomerado de matices o su contrario, una etiqueta más que usamos de uniforme, sin posibilidad de ensuciarlo o arrugarlo. Son obras de arte que miran con sospecha y burla a los estereotipos que nos ofrecen los medios de comunicación, los consumos culturales y los hábitos que nadie se atreve a cambiar. Pareciera que vivir es un acto de interpretación: elegir un color favorito, un peinado que nos beneficie y seleccionar las palabras correctas, aquellas que nos permitan hacer amigos y espantar a posibles enemigos.
La artista está interesada en componer e interpretar varios personajes. Antes de tomar la foto o sentarse a editar frente a la computadora, se los imagina: su caminar, el tono de voz, sus gestos, inclusive sus sentimientos. Hay un trabajo actoral, de ponerse en la piel de otro para luego crear la escena y el mundo. Los personajes de Flavia no son extensiones de su personalidad, tienen una relación de cercanía y alejamiento con ella. Son creaciones que provienen de los mundos que la artista consume y habita: las galerías de arte, el hogar, la música, entre otros.
Flavia tiene un mapa de referencias, tan diverso y selectivo, como un álbum de figuritas infantiles. Estas influencias van desde Twin Peaks, Jem and the Holograms, el transformismo y el anime, hasta las mujeres olvidadas de la historia del arte occidental. Estas referencias sirven para quebrar el mito de que los artistas solo se interesan por temas grandilocuentes como la vida o la muerte: también pueden interesarse por los colores que aparecen en una telenovela o copiar el estilo de dibujo japonés para diseñar una peluca o un par de ojos. Cada artista se inventa su propia caja de herramientas para iniciar una obra de arte y la caja de Flavia está repleta de brillos, stickers y plásticos de colores.
El mundo cambió mucho desde el 2000 hasta hoy. Las personas se volvieron expertas en editar las imágenes de su celular, las más ambiciosas se arman canales de YouTube para dar consejos de maquillaje y otras se vuelven drag queens que aspiran a ser parte de un reality show. Como si fueran los pasos de una skin routine, la gente se arma un relato de sí misma y lo expone al público. El mundo, al igual que Flavia Da Rin, es libre de inventarse una máscara, donde la mentira y la verdad son maquillajes para autoinventarse. La identidad puede ser un boceto que nunca termina, con sus contradicciones y misterios, pero sobre todo lleno de fantasía.