Francis Bacon nació un 28 de octubre de 1909, protegido por el cielo irlandés, testigo ocular de las sempiternas exploraciones personales. Se mudó cinco años después a Londres cuando su familia vio la cola asomándose de la Primera Guerra Mundial. Su padre, un militar inglés retirado y estricto se dedicaba a la crianza de caballos de carrera. Su madre inglesa se encargaba de las tareas domésticas.
El joven Bacon albañileó el andamio de su infancia y pubertad repleto de preguntas, convicciones y descubrimientos. Su asma sedienta le impedía hacer una vida escolar normal y le solían suministrar morfina para calmar los ataques filosos que la enfermedad le provocaba.
Comenzó e entender su sexualidad primero sintiéndose atraído por su propio padre y manteniendo relaciones con integrantes de la caballeriza militar y otros hombres que conoció en Irlanda y en Londres. Su padre descubrió esto y, furioso, lo envió con un amigo suyo para que lo “enderezara”. Francis se encargó de seducir a su amigo y juntos viajaron a Berlín, donde el precoz pintor se encontró que todo aquello que anhelaba estaba suelto, como partículas en al aire elegantemente descendiendo enfrente suyo.
Los óleos del pintor francés Nicolás Poussin, en especial La masacre de los Inocentes, causaron un movimiento espiritual jamás experimentado antes en Bacon, que vivía rotando de ciudades, siendo Berlín y París los lugares donde encontraba cierta estabilidad. La boca y el grito fueron aspectos admirados y posteriores influencias. Él mismo declaró: “Hubo un tiempo en que tenía la esperanza (…) de hacer el mejor cuadro del grito humano“.
Tomó clases con el pintor australiano Roy De Maistre y también se enseñó a sí mismo, aunque el tópico de los artistas autodidactas es debatible. Trabajó como decorador de interiores y como diseñador de muebles. La vida y la muerte fueron aspectos en los cuales se permitió profundizar este enigmático artista conocido por destruir sus obras, las cuales sus allegados llegaban a buscar en la basura para volver a ensamblarlas. Todos parecían conocer el talento que tenía, menos él.
Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión
De pinceladas violentas, como sugiere el título el documental de la BBC que se encarga de retratar su vida. Artista terco, alcohólico y de los más originales que tuvo el siglo XX, Francis Bacon es el artista de la violencia. “No se parecía a nadie -afirman quienes lo conocían en el film-. Vivía en un gran estudio, todo estaba roto, todo estaba sucio, todo era maravilloso“.
Fue durante los años 40 cuando sintió la violencia como una vía de descripción realista del mundo. Él declaraba no creer que sus pinturas fueran explícitamente violentas, sino que eran un fiel reflejo de la vida y que esta era mucho más violenta que cualquiera de sus pinturas.
Sirvió en la Cruz Roja y en el ARP, y fue en 1944 cuando decidió entregarse completamente a la pintura. Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión fue su tríptico y ensordecedor debut, una pintura al óleo y pastel sobre madera que completó en dos semanas. Una obra inspirada en las Erinias que aparecen la Orestíada de Esquilo. Tres antropomórficas figuras deformadas donde apreciamos el estilo marcado de Bacon desde su primera obra, algo inusual ya que la mayoría de los artistas desarrollan toda una vida de producción antes de llegar a plasmar sus características propias.
Jessie Lightfoot fue su niñera cuando era chico. Le cocinaba a Bacon durante las largas jornadas de trabajo donde no paraba de crear ni siquiera para cuidarse de sí mismo. Aunque era ciega, le ayudaba con el orden, una tarea imposible. También era la organizadora de reuniones de apuestas que Francis llevaba a cabo en su estudio como forma de ingreso extra, todo esto antes del boom.
Francis cuidó de Jesse hasta en los últimos instantes de su vida y su muerte, en 1951, generó un inmenso dolor en las entrañas del pintor que sucumbió ante una inestabilidad emocional más fuerte que él. Nunca llegó a retratarla, y ese cuidado puede interpretarse como una especie de devolución moral y divina ya que ella estuvo muy presente en la tortuosa infancia del artista y se ofreció como un respiro de aire fresco en un mar denso y azul donde Bacon parecía ahogarse constantemente.
Era la época en la que la escena bohemia post guerra de Londres estaba viva. Como cualquier escena artística que se reaviva después de una crisis o un conflicto que sacuda las raíces de una sociedad. La noche estaba presente en todos los artistas y todos abusaban de ella, rellenando todos los recovecos habidos y por haber y con una sed por la vanguardia insaciable. Los contactos sexuales, la diversión y el descontrol desplegándose como un manto de silencio sobre el desierto.
Bacon expuso su trabajo junto a Ben Nicholson y Lucian Freud en el British Pavilion en la bienal de Venecia en 1954. Tuvo su primera exposición en solitario en Nueva York en el Durlacher Brothers en 1953 y la primera en París en 1957 en la Galerie Rive Droite. “Me di cuenta cuando tenía diecisiete años -diría por esa época-. Lo recuerdo muy bien, muy claramente. Recuerdo que estaba mirando una cagada de perro sobre la acera y de pronto lo comprendí; ahí está, me dije: así es la vida“.
Si existiera una banda sonora para los cuadros de Bacon, sin dudas sería ejecutada por Scott Walker. Ambos dominaban el arte de los paisajes interiores. Nada de lo que fuera divisado en la superficie era tomado o les interesaba a estos artistas, solo la tragedia de la existencia canalizada en la figura humana, la única figura que aparece en sus obras. Esta ira, este frenesí y la tragedia la exploraba no solamente a través de la pintura sino en la vida real también, hinchándose a cerveza, cigarrillos y peleas en bares. Era un autoproclamado masoquista y las trabas que sufrió en su sexualidad en las orillas de su infancia fueron liberadas durante su adultez, rompiendo las cadenas que lo ataban a un poste de madera macizo e invisible.
Hombres aislados, retorcidos, difuminados en habitaciones usualmente vacías. El tero acechando por los rincones apoderándose de la pintura como una gota gruesa que cae del infinito. “Aquerosa carne en descomposición”, declaró Margaret Thatcher sobre el arte pictórico de Bacon, un estilo que no entra explícitamente en el expresionismo, sino que lo toma y lo desfigura transformándolo en algo totalmente distinto, con más vida. Y eso es algo que se traza a lo largo de su producción.
No es fácil localizar a algún artista que se le parezca al rey del caos. Los simbolismos confluían en un mismo fin, la pintura en su totalidad, el arte total. La existencia como un desastre que no logra apagarse. Algunos lo agrupan dentro de la escuela neofigurativa de Londres, en el arte idiosincrático. Pero esa declaración se cae a pedazos, como sus figuras que se van borrando en dirección vertical, como si su dolor los estuviese elevando hacia otra parte, no precisamente el cielo, sino lejos, muy lejos de su posición actual. La huida, la soledad, la perturbación, lo macabro.
Estudio del Retrato del Papa Inocencio X de Velázquez
En 1953, Bacon tomó el retrato de Velázquez del Papa Inocencio X y creó una nueva interpretación, llevándola a su terreno. El terreno del grito que no se escucha, pero que se siente, crepitando como dentro de un horno la leña. “La pintura que me excita (…) destraba todo tipo de válvulas de sensación en mí, las que me devuelven a la vida violentamente“, diría por esos años.
Hizo unos 50 cuadros sobre este estudio y ninguno parecía calmar el fuego de la búsqueda. Tonos oscuros contrastando con el dorado de la silla del Papa. Nuevamente, las líneas verticales y difuminadas, la cara estirada junto al grito, como si alguien estuviese aplicando fuerza física para que esto sucediera. Este contraste, logra que destaque la figura principal, la del Papa, y hace que la atención se fije en él a la vez que, en los alrededores, una atmósfera dirigida por el miedo se va cerrando y comiéndose al personaje poco a poco.
Fondos planos, pinceladas atormentadas, todo lo que se ve y más, escondido en los gestos. Abstracción. Los dientes mostrados en los cuadros como otra señal más de su originalidad y como otro imperioso intento de sumar una expresión más y, cómo no, una oscura. La furia, la rabia apretada en los colmillos que golpean contra la carne. Ritmo y potencia.
Retrato de Lucian Freud
Bacon realizó numerosos retratos como el de Inocencio X a Lucian Freud y George Dyer, sin contar su infinidad de autorretratos donde se mostraba al mundo de piernas entrelazadas, como si tuvieran la intención de apretarlo hasta hacerle explotar y que sus órganos sean el pigmento principal del cuadro. Y es que es muy difícil -diría que imposible- encontrar una figura femenina dentro de la obra del Bacon. Muchos críticos se han animado a interpretar esto como producto de su represión sexual, su homosexualidad temprana y otra infinidad de motivos.
Sin embargo, es difícil pensar el mundo de las palabras y de las expresiones artísticas. Tienen mucho poder, la potencia de desembolsar el interior del artista y volcarlo sobre una superficie o terreno que cualquiera puede ver, opinar y juzgar. Da miedo, pánico y genera inseguridades. Quizás ese sea también el motor para que la obra sea trabajada hasta el último momento, impidiendo el descuido de detalles que dejarían ver más de lo que debería. Puede que ahí esté el truco y el juego: hasta dónde es necesario mostrar y cuándo es crucial bajar el telón.
La violencia iba estrechamente conectada con la belleza y la concepción humana, creía Bacon, quien retrataba carne en descomposición como en su Tres estudios de figuras en cama de 1972, donde observamos figuras palpitantes y vivas que parecen ser humanas retorciéndose a la luz del día. Esta obra provocativa logra generar perplejidad, desaprobación, confusión y un temblor inquietante.
Pero nadie puede cansarse de remarcar la originalidad que estos cuadros cargan, producto de una sensibilidad que no dejó de trabajar jamás. Ni siquiera cuando era un artista consagrado. La figuración desfigurativa fue lo que consiguió que el resto lo ponderara. Personalidades de la talla de Gilles Deleuze escribían con admiración sobre él.
El diario El País de España define a Francis Bacon como el último gran representante de la escuela expresionista, premisa que precede el anuncio de su muerte en una clínica de Madrid en 1992. “Murió del corazón, agitado por una respiración difícil”. Vivió cerca del límite, del abismo, como si su vida se hubiese basado en una constante despedida y sus cuadros una forma de anclarse en este terreno, aunque sea por un rato más. De peinado revuelto, mordida fuerte, ojos enormemente redondos, pómulos prominentes y eterno gentleman bohemio. Hijo de las guerras, de la rabia y la ignorancia de un mundo que mira de reojo a la libertad con cierto recelo y desprecio.