São Pedro do Ivaí es un pueblo selvático de tierra roja entre las montañas del Paraná brasilero. Durante el año, la temperatura no baja de los 25 grados y en primavera llueve todos los días. La humedad no da respiro y el verde del paisaje se hace cada vez más ácido y penetrante. En medio de la naturaleza que hierve entre hojas y ramas, hay un niño. Le gusta trepar y perderse entre los árboles frutales del campo de sus abuelos. Toda esa libertad de la infancia es el punto de partida para iniciar un camino en el arte: desde el dibujo hasta los grandes murales. Se llama Samuel, aunque le dicen Sam. Ahora, todos lo conocen como Sam Elgreco, artista grafitero y muralista que exhibe sus producciones en Buenos Aires, Punta del Este, São Paulo, Barcelona, Londres, Ciudad de México, Washington D.C. y Tokio.
Sam nació un 21 de diciembre de 1986 y desde entonces no paró de dibujar. Se inventaba historias de dinosaurios en su cabeza y no sabía muy bien qué hacer con todo ese material. Entre los cinco y seis años decidió que todo tenía que estar archivado en dibujos que conserva hasta el día de hoy. A los ocho años se mudó junto a su madre a Vila Madalena, un barrio en el centro de São Paulo. La selva y el campo fueron reemplazados por una metrópolis imponente.
La vida en la ciudad te afila el ojo y así lo sintió Sam cuando descubrió unas tipografías extrañas que estaban pintadas por todas las paredes, las casas y los edificios. A esto se lo llama Pichação, una representación gráfica nacida en São Paulo en 1980 y que fluctúa entre letras y símbolos. Es una forma visual de arte urbano que tiene la característica de ser ilegal y de utilizar una tipografía única en el mundo. También es famosa por ser representada en espacios altos y de difícil acceso.
“Así descubrí el graffiti, de una forma casual y surrealista, pero a la vez tan crudo, real y tangible -afirma el artista en conversación con Indie Hoy-. Dejé de dibujar dinosaurios para comenzar a crear mis propios símbolos y letras, ejercicios tipográficos ilegales en todas las paredes posibles de la ciudad de São Paulo. Esa fue mi escuela de graffiti desde los 10 hasta los 15 años”.
Poder intervenir las calles y dejar su marca en el espacio público fueron los motivos por los cuales decidió convertirse en un artista. Pintar lo hacía sentirse libre y dejar un mensaje se convertía en una misión por transgredir los parámetros del arte, hacerlo más accesible para todos y transformar los lugares que habitaban las personas.
A los 16 años se mudó a Buenos Aires, conoció la escuela de graffiti de Argentina y a los artistas que pintaban en esa época. Observó que la escena era muy distinta a lo que estaba acostumbrado: el hip hop, el rap, el breakdance, el estilo de graffiti provenía de la escuela norteamericana y francesa. En un primer momento todos estos nuevos estímulos sirvieron para conocer otras cosas, aunque sus influencias nunca se despegaron del graffiti brasilero y la simbología misteriosa del Pichação.
En Buenos Aires se dedicó a aprender con mucha rapidez el español porteño. Terminó los últimos años de secundaria e ingresó en la carrera de Diseño Gráfico en la Universidad de Buenos Aires. Esto influenció mucho su práctica artística a partir del conocimiento de las herramientas digitales. A medida que avanzaba en la carrera y comprendía más qué tipo de artista quería ser, Sam abandonó la universidad. La idea de ser un diseñador que trabaja ocho horas en un estudio no le interesaba y desde entonces se dedicó de lleno a producir su obra. También pasó por la carrera de Bellas Artes en la Universidad Nacional de las Artes donde ganó mucho conocimiento en relación al cruce entre disciplinas artísticas.
“Fui dejando poco a poco mis prácticas de graffiti en las calles para pedir muros y pintar con permiso de los propietarios. Fueron demasiados años de adrenalina. Supongo que eso me dejó de llenar y me cansé un poco. También fui creciendo y mi necesidad de dejar un mensaje fue mutando y evolucionando. Me aburrí de hacer letras o símbolos”, dice el artista.
La búsqueda comenzó a mutar y un nuevo lenguaje estaba a punto de nacer en su producción. Retomó otros intereses que tenía cuando era niño: las matemáticas, la física, la química y luego la metafísica, la alquimia y la numerología. Este cruce entre ciencia y misticismo lo llevó a investigar los fractales y desde ahí el camino hacia la abstracción cada vez era más cercano.
A la hora de encarar un mural, Elgreco intenta ir a la locación o pedir fotos. Se toma su tiempo para observar todo lo que hay alrededor del lugar y pone el foco en los colores, las medidas, y luego hace un registro de los espacios a intervenir. Para cada proyecto trabaja con bocetos creados en forma digital con el programa Procreate. “Con los años fui incorporando distintos materiales. Uso mayormente látex, hidroesmalte y aerosoles. En mis piezas, me gusta crear mis propias herramientas, como múltiples pinceles ubicados en un ángulo de 45 grados de madera por ejemplo, para generar distintos efectos de pinceladas”, cuenta. A la hora de pintar formatos más grandes incorpora un compresor eléctrico para lograr unas líneas pulverizadas. La idea siempre es la exploración de distintos materiales para crear un collage de texturas en sus obras.
La psicodelia, el movimiento cinético y la geometría se convirtieron en los pilares de su obra. Hasta finales del 2019 tuvo una etapa estrictamente geométrica y con la llegada de la pandemia el artista necesitó cambiar de camino. “Estuve prácticamente encerrado dos años pintando en mi estudio. Aproveché para iniciar otra búsqueda, siempre partiendo de la geometría que es lo que venía haciendo, pero necesité darle más gestualidad, hacer composiciones más experimentales e intuitivas en mis obras y dejar de lado la exactitud de la fórmula matemática”.
Fue así como aparecieron composiciones donde la ilusión del movimiento, la idea de volumen y la superposición de texturas fueron las nuevas marcas de estilo del artista. El trabajo con la descomposición de la luz le otorgó a sus obras un matiz futurista que toma referencias de las estéticas del ciberpunk, los animes de los años ochenta y noventa, el movimiento 8-bit y hasta el 3D o la realidad aumentada.
La naturaleza en su estado más salvaje, el cielo nublado en la montaña, un amanecer en el mar o la noche estrellada en un desierto. Todas son escenas que Sam Elgreco vivió en carne propia en Brasil, Argentina y en diferentes partes del mundo. Son sus guías a la hora de hacer elaboradas abstracciones que cruzan mundos orgánicos y artificiales. Observar sus murales es una oportunidad para perder el tiempo frente a una pared, entre esos eternos laberintos de colores y texturas, olvidarse de la rutina para entrar en una dimensión repleta de luz y movimiento.