Darren Aronofsky estrenó La ballena (The Whale) -su nueva película desde Mother (2017)- y regresó no solo con una buena historia sino con una sólida campaña de marketing. Por un lado, convocó para el rol protagónico a Brendan Fraser, un actor que parecía desterrado de Hollywood, y transformó su apariencia completamente -algo que a la industria norteamericana le fascina- para contar la historia de un obeso mórbido.
Quien se enfrente a una película de Aronofsky sabe (o debería saber) que no se encontrará con contenido soft. Desde su ópera prima, Pi (1998), el director se ha involucrado con temáticas densas, de fuerte contenido realista y con una narración que va al hueso. La ballena no solo que no es la excepción sino que además es una de las más difíciles de ver. Pocas cosas se comparan al montaje paralelo final de Réquiem por un sueño (2000), pero el nuevo film de Aronofsky se presenta más crudo y revelador.
La historia se centra en Charlie (Fraser), un profesor de literatura que sufre de obesidad severa y no sale de su casa desde hace tiempo. Enfrentándose con su inminente muerte, Charlie decide retomar el contacto con su hija (Sadie Sink), mientras repasa su vida en clave de arrepentimiento y deseos de liberación.
Al estar basado en la obra de teatro de Samuel D. Hunter, el film sucede solo dentro de la casa de Charlie, un espacio lúgubre, desordenado y también adaptado para una persona con movilidad reducida. Todos estos aspectos van creando el universo denso de este metraje que a pocos minutos de comenzado propone un sopor al espectador que solo irá in crescendo.
El director allana el terreno para mostrarnos a su personaje en un descenso hacia la bestialidad y aquí es cuando el título comienza a cobrar sentido, además de su referencia explícita a Mody Dick. Tal como en el Cisne negro, en Réquiem por un sueño y en El luchador, los personajes se presentan como outsiders y cada vez están más inhabilitados para vivir en sociedad, para ser parte de la norma, lo que hace que lleguen a un clímax de algo parecido a la locura.
Como yapa, la película también plantea una crítica al sistema de salud estadounidense, dada la imposibilidad del personaje para atenderse sin tener que dejar todos sus ahorros. Charlie pregunta en varios momentos de la película al resto de los personajes: “¿Soy desagradable?” y así es como ante la mirada del otro, aparece como un monstruo.
La interesante operación que hace Aronofsky con este personaje es mostrarnos una dualidad compleja: su dulzura y arrepentimiento, frente a su avasallante apariencia y su voracidad sin límites que llega a provocar terror. He aquí uno de los gestos más valientes del director: el realismo con el que eligió tratar una temática como la obesidad.
La ballena se inscribe dentro de la filmografía de este autor con una repetición conceptual: seguir explorando en aquellos sujetos que no pueden ser parte y habitan los márgenes de una sociedad. Puede ser por un cuerpo monstruoso, puede ser por un doppelganger, por una adicción a las drogas o por un pasado funesto, pero los personajes de Aronofsky no viven según la norma y, ante esto, se convierten en sujetos sufrientes. Allí aparece otra clave narrativa del director: que asistamos a la tragedia de vivir desterrado de una sociedad.