Le llevó más de treinta años, pero finalmente Todd Haynes hizo una película alrededor de la música que vale la pena recomendar. Aun si no es perfecta, quizá ni más ni menos que por tratarse de una película de Todd Haynes.
Repasemos. Haynes ganó notoriedad under en 1987 con su tercer corto, Superstar: The Karen Carpenter Story, donde contaba la tragedia de la cantante de The Carpenters con muñecos de la línea Barbie en vez de actores. Un poco por el pequeño detalle de que no había logrado el permiso legal para utilizar la música y otro porque no dejaba bien parado al hermano Richard, el film pasó a la clandestinidad en 1990. No pasa de ser una curiosidad incisiva y -como sería usual en el resto de su obra- posmodernista, pero más rescatable que Velvet Goldmine (1998), versión del vínculo entre el David Bowie más glam -quien no dio los permisos para utilizar sus canciones, arguyendo que pensaba hacer su propia película sobre ese período- e Iggy Pop, con Marc Bolan y Lou Reed también en la licuadora de personajes.
Increíblemente, Haynes consiguió el OK del habitualmente reservado Bob Dylan para hacer I’m Not There (2007), con un ecléctico grupo de actores encarnando distintos momentos de la vida del Bardo de Duluth: desde un niño negro hasta Cate Blanchett, ella siendo de las pocas cosas recomendables del film junto a su banda de sonido. Por todo esto, el track record de Haynes no resultaba particularmente estimulante para sentarse a ver un documental firmado por él sobre The Velvet Underground, la banda que en su momento pocos escucharon pero que marcó sucesivas escenas del rock. “Incluso nosotros fuimos influenciados por la Velvet Underground”, dijo Mick Jagger en 1977.
Y, sin embargo, la conjunción entre la participación de prácticamente todos los nombres necesarios (es un documental oficial, a fin de cuentas) y la sensibilidad queer de Haynes produce un efecto equilibrado entre los rigores del género documental y las ambiciones de un film que pretende trascenderlo. Cuando ese equilibro se pierde en el último cuarto de la película, esta y la historia de la Velvet Underground se resienten.
La génesis de la película se remonta a 2017 y el momento en que Haynes y Laurie Anderson, viuda y albacea de Lou Reed, coincidieron compartiendo honores en el museo Hammer de Los Ángeles. Luego, cuando a ella le llegó una propuesta con vistas a un documental sobre la Velvet, Haynes fue su candidato. No solo él, que nunca había hecho un film de este tipo en su carrera, estaba interesado: John Cale, integrante del grupo durante sus dos primeros álbumes, también mostró entusiasmo, lo cual selló la buena suerte del proyecto.
Todos los nombres que prestan expreso testimonio fueron protagonistas o testigos directos (lo que dejó afuera tanto a Anderson como a cualquier crítico que haga las veces de exégeta, o a influenciados célebres; las excepciones son los fans que los vieron en vivo: John Waters y Jonathan Richman, quien presenció más de sesenta shows y hasta aprendió cosas en la guitarra con ellos), pero la película está centrada en la colisión de las multitudes que Reed y Cale contenían.
El documental cuenta con los testimonios de algunos compañeros de las bandas juveniles de Reed, su hermana -quien continúa negando que el motivo por el que sus padres lo sometieron a terapia de electroshock haya sido para “curar” sus inclinaciones homosexuales- y hasta un ejecutivo del sello Pickwick donde Reed hizo sus primeros pinitos como songwriter. También aparecen el compositor minimalista La Monte Young -de quien Cale tomaría el interés por el uso de drones, notas sostenida por un gran número de compases, disolviendo el sentido del tiempo- y el cineasta Jonas Mekas a sus 96 años, quien no llegó a ver la película terminada y recibió la dedicatoria del final.
Para Haynes, The Velvet Underground fue la banda que reunía en una sola toda la música que él había venido escuchando, desde que descubrió a Bowie con Diamond Dogs (1974), y luego el punk y la new wave; pero también un lugar en donde coexistían los poetas franceses del siglo XIX con la Generación Beat, las vanguardias neoyorkinas de la plástica y el cine de los sesenta con el minimalismo musical y la cultura de songwriters; la Factory de Andy Warhol con el Brill Building. “Sentí que había encontrado el origen, el epicentro”, le dijo Haynes hace poco a Rolling Stone, con motivo de la salida del documental.
“Quiero saber quién está haciendo la música, pero también qué está pasando en la música alrededor de ellos. En este caso, es un retrato total porque ellos literalmente son casi indistinguibles de ese proceso”, argumentó Haynes ante la BBC. “Los artistas se movían alrededor de los demás, todo el tiempo tomando ideas de los otros”. Así como en Lejos del paraíso (Far from Heaven, 2002) Haynes se servía de recursos de los melodramas del cineasta alemán Douglas Sirk, en The Velvet Underground trabaja con la pantalla dividida en una cita al Chelsea Girls (1966) de Warhol y Paul Morrissey.
Hasta los cuarenta y cinco minutos de las dos horas del documental, la Velvet no aparece como grupo, con Sterling Morrison -guitarra- y Maureen Tucker -batería- recién incluidos en la narrativa: todo lo previo está dedicado a los años formativos de Reed y Cale (la película comienza con un rescate de él tocando “Vexations” de Erik Satie en televisión), y las esferas en que se movían hasta terminar confluyendo en un efímero grupo más que improbable. The Primitives se armó con ellos dos, otro entusiasta del drone como Tony Conrad, y el artista Walter de María, para promocionar una novelty song que Reed había escrito para Pickwick con cierto éxito: “The Ostrich”. La canción se grabó con una guitarra con las seis cuerdas afinadas en la misma nota: por distintas vías, Reed y Cale estaban en la misma búsqueda. De ahí a “All Tomorrow’s Parties” (1967) había un paso.
Como en un momento Mekas se encarga de resaltar, lo que por entonces pasaba en New York entre cineastas, músicos, escritores y artistas plásticos no era la contracultura sino la mismísima cultura de aquél entonces. Y ese zeitgeist es lo que a Haynes le interesa mostrar particularmente y logra plasmar con gracia, sirviéndose de un generoso archivo, que no es tampoco el típico material audiovisual de banda de rock de los sesenta: aquí no hay apariciones en el Show de Ed Sullivan o American Bandstand, sino la Factory de Andy Warhol, base de operaciones de la pyme artística donde oficiaban de suerte de house band, cuando no de instalación viva, efecto que se potenciaba hasta la incomodidad propia y ajena en las giras con la troupe warholiana: la Exploding Plastic Inevitable. A la Velvet por un tiempo se sumó la belleza gélida y teutona de Nico en voces en algunas canciones, porque Warhol sostenía que el grupo necesitaba alguien atractivo al ojo.
Una ausencia notable, excepto algún soundbite de archivo, es Doug Yule, quien reemplazó a Cale, y fue una importante presencia instrumental y hasta vocal en la segunda formación de la Velvet. “Es un ambientalista, y creo que sintió que había otros asuntos urgentes que necesitaban su atención”, se excusó Haynes de manera no muy creíble. Dado que el epónimo tercer álbum del grupo y Loaded (1970) aparecen en los últimos veinticinco minutos del film, se puede afirmar que Yule hizo lo correcto. La propia Moe Tucker -actualmente parecida a una hermana de William S. Burroughs- sintetiza la línea editorial: “seguíamos siendo una buena banda y Doug tenía sus cosas para aportar, pero nadie podía reemplazar a Cale”.
Porque dada la intención de Haynes de saber qué pasaba alrededor de The Velvet Underground, pareciera que una vez que Reed se deshace de Warhol y luego de Cale, la banda pasa a ser un grupo de rock and roll más, ya que desaparece todo contexto a su alrededor. Así, Steve Sesnick, el manager que suplantó a Warhol, se menciona solo una vez al pasar por su nombre de pila, y el film no termina de comunicar el efecto negativo que tuvo en el destino del grupo.
Pero después de tanto cuidado en mostrar las raíces de The Velvet Underground, Haynes deja claro que no le importan los rigores del documentalismo. Desde la argucia de ilustrar un show de The Primitives con unas imágenes de ¡The Kinks!, mostrar un vinilo de LP cuando se habla de un simple, nunca dar el apellido de Paul Morrissey aunque se lo ve en fotos, hasta el maniqueísmo de contar mal el antagonismo entre la Velvet y las Mothers of Invention para ilustrar una puja mayor entre las costas Este y Oeste.
La bronca existió, pero iba por otro lado. Según el documental, la Velvet odiaba a Frank Zappa y a las Mothers por ser hippies: chequear, en cambio, We’re Only In It For The Money (grabado en 1967, el mismo año de The Velvet Underground & Nico, pero editado en el 68), donde Zappa demuele a los hippies por los mismos motivos que tenían Moe Tucker y sus compañeros. En ese disco de las Mothers también se escucha a Gary Kellgren, ingeniero de ambos grupos -que además grababan para el mismo sello, otro motivo de pica- decir que las dos son bandas de mierda.
Vaya a saber si por considerarlo un mal chiste, Haynes omitió toda mención a Squeeze, el disco de 1973 a nombre de The Velvet Underground que es en la práctica un álbum solista de Doug Yule. La reunión de 1993, que no pasó de una gira europea gracias a que Lou Reed era -según la evidencia reunida en libros, como la autobiografía de Cale What’s Welsh for Zen– aún más insoportable que antes, solo es referenciada mediante tres fotos. Mientras, como coda, se escucha y a veces se ve la “Heroin” de la reunión de Reed con Cale y Nico de 1972 en la sala Bataclan de Paris.
Aun si los ausentes por voluntad -Yule- o por fuerza mayor -Reed, Morrison, Nico- hablan desde el archivo, al documental le falta media hora para acercarse a un retrato más o menos definitivo de The Velvet Underground. En cambio, lo que tenemos, y no es poco, es a la Velvet como el emergente de un momento cultural único de la New York de los sesenta.