La nueva película de Pablo Trapero cuenta una historia real de horror, ante todo macabra: aquella de la familia Puccio, que durante la década de los ’80 en Argentina se dedicó a al secuestro, tortura y asesinato de grandes empresarios. Ya desde el tráiler se erige la propuesta de que la realidad supera la ficción, premisa que aparece en casi toda la obra de Trapero. Desde ese lugar, lo que horroriza es saber que (no hace tanto tiempo atrás) en nuestro país, en el seno de una familia convencional, todo aquello que parece una fantasía hollywoodense, de hecho sucedió. A pesar de que Arquímedes Puccio participó activamente en la dictadura militar del ‘76, y que fuera miembro de la Triple A, el film hace un recorte histórico a partir de la recuperación de la democracia, incluso recopilando discursos de Alfonsín, como medio de verosimilización y de dejar sentado el carácter de realidad. En el fervor y la emoción que significó para muchos el gobierno de Alfonsín, tras bambalinas, algunos ex militares, seguían ejerciendo el horror: la captura en un baúl, la permanencia en condiciones inhumanas, la extorsión a los familiares y finalmente la muerte. Este escenario macabro está montado detrás en una familia “convencional”. Católicos, unidos, educados, con costumbres burguesas, roce social… todas características aparentes de “normalidad”, que sostienen la tranquilidad de no levantar sospechas, incluso mantienen relación cercana con las víctimas. La madre maestra, cocinera, “madrasa”, ella y su marido prestando gran atención a la educación de sus hijos; familia numerosa, hijos ejemplares. Así es que la historia se maneja sobre el constante contraste: son varias las escenas donde vemos a la familia reunida por el ritual de la cena (siempre carne), las peleas cotidianas de hermanos, los problemas de trabajo de la madre, etc. Es decir, dentro de un mismo espacio se desarrolla la vida común de una familia tipo argentina, mientras, detrás sucede el horror, producto de las elucubraciones sin piedad de un espeluznante clan.