Fernando Martín Peña es un apasionado del celuloide. Lo demuestran las numerosas actividades relacionadas con la divulgación y preservación del patrimonio audiovisual que realiza de forma incansable desde hace décadas.
Actualmente se lo puede encontrar proyectando fílmico en cualquiera de los ciclos que organiza en la ENERC, en la sala Hasta Trilce o en el MALBA -donde programa desde 2002-, o en la trasnoche de la TV Pública al frente del mítico programa Filmoteca junto a Roger Koza. Pero también fue director del BAFICI y del festival de Mar del Plata, creó junto a Fabio Manes el Bazofi, su propio festival de rarezas, es profesor universitario, historiador, y la lista podría seguir. “Coleccionista por fuerza de las circunstancias”, reza también su perfil de Twitter.
Es que hoy, Peña mantiene, casi en soledad y en una bóveda construida por él mismo, una colección de 8.000 films que sigue creciendo con cada lata que salva de la extinción. No en vano fue uno de los principales impulsores para la creación de una Cinemateca Nacional, que tiene ley propia desde 1999, pero nunca se implementó. Su tenaz militancia también lo lleva a acumular anécdotas extraordinarias y hasta surrealistas, como aquel hallazgo de la única copia completa de Metrópolis de Fritz Lang, obra cumbre del cine expresionista alemán, que ya se daba por perdida, o cuando armó una copia de Los traidores de Raymundo Gleyzer, a partir de fragmentos enterrados en distintas casas durante la última dictadura.
La vida a oscuras, largometraje de Enrique Bellande que se proyectará durante todo julio en el MALBA, es una aproximación afectuosa y más que necesaria a la figura de este referente indiscutido y personaje fundamental de la cultura cinéfila argentina. “Entre tantas películas, una tenía que hablar de él”, dice con toda razón Bellande en conversación con Indie Hoy.
El realizador, oriundo de San Nicolás de los Arroyos, llegó a Buenos Aires a principios de los noventa para estudiar en la FUC, donde un jovencísimo Peña ya daba clases de historia del cine. “No era mucho más grande que yo, tendría 22, 23 años -recuerda-. Era como un niño prodigio, un sabelotodo, rodeado siempre de gente más grande”. Para ese entonces, Peña ya tenía su propia colección de películas y programaba para el prestigioso Cine Club Núcleo, además de trabajar en la producción del ciclo televisivo Caloi en su tinta. Ese mismo año también acababa de publicar su primer libro, Gag: la comedia en el cine. “Pegamos muy buena onda, y después nos fuimos cruzando en distintas circunstancias. A lo largo de los años, Fernando fue alguien a quien siempre seguí”, asegura.
En 2002, bajo la curaduría de Peña, el MALBA comenzó a hacer estrenos regulares de películas argentinas, y una de ellas fue Ciudad de María, ópera prima de Bellande. “Él fue la primera persona que vio la película. Reconoció su valor, y hasta me hizo una entrevista”, recuerda el cineasta, que por ese entonces todavía no pensaba a Peña como potencial protagonista de un documental. La idea empezaría a gestarse varios años después en el microcine de la ENERC, otra de las trincheras desde donde Peña lleva a cabo su ritual colectivo con Filmoteca en vivo, ciclo gratuito de proyecciones del que Bellande era fiel asistente en esa época.
“Me pareció que Fernando estaba en un momento muy especial que alguien tenía que registrar. Por su faceta de agente cultural, y porque al mismo tiempo estaba empezando a desmantelarse el sistema de exhibición y de producción en fílmico, entonces él era casi el último bastión de resistencia. No el único, pero sí el más visible, el que imponía un modelo de conducta, de cómo enfrentar eso. Un modelo heterodoxo”, subraya.
En otro giro archivístico, Fernando había empezado a publicar una serie de notas en Facebook, a modo de bitácora de trabajo. Posteos que funcionaban como diario virtual y permitían asomarse un poco a su rutina diaria, a todo ese trabajo que hay detrás de cada lata de fílmico proyectada. Gracias al impulso de Bellande, que trabaja desde 2019 en la editorial Blatt & Ríos, el relato de ese universo pasional y arqueológico quedó resguardado para siempre en Diario de la Filmoteca, un flamante libro de 435 páginas.
“Inicialmente no quería que tuviera imágenes, me parecía que era diferente a los otros libros de Fernando, más ligados a la historia del cine y la investigación. Esto tiene más que ver con la literatura -confiesa Enrique, que también se encargó de darle al libro una dimensión visual-. Insistí en mi postura, pero él se mantuvo firme en la suya. Hoy veo el libro terminado y tenía razón”. Estructurado en 365 entradas, esta proeza literaria da cuenta de toda una vida dedicada al cine y su memoria, y sobre todo, al placer de compartirlo con otros.
“La película es necesaria para acercarlo a más personas, pero él ya es un gigante -concluye Enrique sobre el entrañable protagonista de este documental, que podrá verse a partir del próximo sábado-. Decimos que tal o cual director es nuestro favorito, porque sus películas en cierta forma nos marcaron. Fernando para mí es una figura comparable a la de un cineasta. No dirigió ninguna película, pero me regaló más cine que nadie”.
La película subraya una dimensión muy física del trabajo de Peña. Se lo ve recorrer depósitos, trasladar pesadas latas de fílmico, recibir al público, cortar tickets, leer los subtítulos con un micrófono en las funciones de cine mudo, y hasta oler una por una las películas de su colección, para evitar que se deterioren. ¿Buscaste ese enfoque o apareció durante el proceso?
Eso estuvo desde el inicio porque era algo que yo siempre observaba. Lo veía llegar a Fernando a las funciones de la ENERC cargando las latas, incluso a veces lo acompañaba y me quedaba charlando con él un rato en la cabina, mientras rebobinaba y preparaba el proyector. A su vez, estas notas que él iba subiendo a Facebook contando su bitácora de trabajo, ya me iluminaban sobre un grado de compromiso con algo que transcurre también en un plano físico y que implica mucho tiempo y esfuerzo. Algo que va en paralelo con la dinámica misma de lo analógico.
El documental también acompaña narrativamente esa dinámica, casi como una declaración de principios. Aparece la paciencia como respuesta a la lógica actual, dominada por lo inmediato.
Lo analógico es la antítesis de lo instantáneo. Es otra cultura, requiere un tipo distinto de entrega. Y para dar una idea de todo lo que hay detrás, ese despliegue enorme que tiene lugar en un orden físico y temporal, me pareció que la repetición de acciones era necesaria. Para dimensionar todo lo que hace Fernando, había que repetirlo.
Así y todo, en la charla posterior a una de las funciones del BAFICI, Fernando confesó que no era tan consciente de ese nivel de involucramiento físico, hasta que lo vio retratado en la película.
¡Es tremendo! Un par de veces lo estuve ayudando y quedás de cama. El nivel de esfuerzo que tenés que hacer es demencial, las latas pesan mucho y tiene miles y miles guardadas, está todo el tiempo ordenando ese material. Todos los días saca un rollo que no tiene nombre para identificarlo o para ver el estado de la copia, si tiene subtítulos, si tiene rayas, si está entero o no… y en su casa básicamente trabaja solo. La película hasta llega un poco tarde, te diría, porque cuando empecé a filmar él todavía estaba viviendo entre las latas, literalmente. Dormía entre latas de fílmico. Justo en ese momento, empezaba a construirse una casita en el fondo, un espacio para vivir sin latas.
No hay registros de ese proceso, tampoco de esa intimidad hogareña. ¿A qué se debe?
Tuvo que ver con una decisión narrativa, no hay ninguna voluntad biográfica en la película. No buscaba contar la historia de su vida, y tampoco pretendía traspasar demasiado o casi nada esas barreras. Me interesaba más retratar otra intimidad: la de su trabajo, y su relación con el cine.
¿Cómo encontraste el equilibrio entre el vínculo personal con Fernando y tu rol de documentalista?
Así como sabía que no buscaba lo estrictamente biográfico, también tenía muy claro que no quería hacer una hagiografía, algo que lo idealizara o lo pusiera en un altar. No tenía que ser una película cholula. Cuando algo me parecía demasiado, lo sacaba, y trasladé esa misma lógica al modo de filmarlo a él. Estar cerca, pero siempre un poco al costado. Ese es el secreto, o mejor dicho, de lo que va el cine documental: encontrar la distancia justa desde dónde ver las cosas. Creo que la película está todo el tiempo haciendo ese tránsito.
Te llevó casi ocho años terminar la película. En ese proceso de seguir tan de cerca a Fernando, ¿tuviste alguna revelación, o descubriste algo nuevo?
A veces uno filma para descubrir, y otras para compartir. No había hecho una película así antes. Siempre habían sido películas de descubrimiento, de filmar y descubrir a medida que las hacía. Acá también la curiosidad fue un motor, pero yo ya conocía bastante de su universo, no es que era algo que no podía imaginar. La dimensión, el extremo al que lleva las cosas Fernando, quizás sí resulta sorprendente, aunque eso también un poco ya lo sabía. Simplemente quería espiar, y a la vez poder compartir eso con otros. Y sobre todo, registrarlo para que quede. Alguien tenía que hacerlo.
Diario de la Filmoteca también viene a cumplir esa función. Preserva la experiencia y, al mismo tiempo, la vuelve colectiva. La encarnación literaria de ese espíritu comunitario que caracteriza al cine.
Es un libro único, que sólo él puede escribir. Todos los días toma notas de lo que ve, de las cosas que le dispara ese material que va encontrando y catalogando, y también de lo que va proyectando en las distintas funciones. Ya sea por un director, un actor o por la anécdota de cómo obtuvo esa copia, las historias que se desprenden son infinitas. Va encontrando un relato en cada día de trabajo suyo, y hace una operación literaria que no es ni crítica, ni investigación histórica. Es otra cosa. Es un libro para toda la vida, no importa en qué página lo abras, siempre te va a decir algo. Aunque ya lo hayas leído mil veces, vas a volver a engancharte, a sentir que lo leés por primera vez.
Ese profundo respeto que siente por el fílmico y todo el ritual que lo rodea, cuenta Fernando, hace que muchas veces lo tilden de snob o fetichista. ¿Qué valor tiene para vos el formato en la experiencia cinematográfica?
En fílmico la imagen tiene otro peso, otra textura. Otro alma. A eso se refiere Fernando en la película, cuando cita el concepto de fotogenia. No es una cuestión de fetichismo, sino de entender que hay cosas que son de otro orden. Un violín no es lo mismo que un violín de un sintetizador, por muy parecido que suene. No va a ser nunca lo mismo. Ni una orquesta va a ser lo mismo que el colchón de cuerdas del teclado. También es lógico que mucha gente no pueda percibir esas sutilezas, o que no le interesen, pero están. En el caso de esta película, las condiciones de luz y espacio hacían que filmar con una cámara muy chiquita y gran sensibilidad fuese ideal y necesario, pero el 35 mm por ejemplo tiene una calidad impresionante, es notoria la diferencia. Hay una idea comercial de que todo lo nuevo, o todo lo digital es mejor, y no necesariamente es así.
Hay dos momentos desoladores en la película, que marcan el fin de una época: la imagen de las latas de fílmico siendo arrojadas a un volquete, y el cierre del laboratorio de Cinecolor en 2016.
En realidad, el digital también es un laburo enorme y sigue siendo caro, tampoco es que resuelve todos los problemas mágicamente. Te hace incurrir en nuevos. Lo verdaderamente negativo es que desaparezca el registro en fílmico, porque el digital tiene sus ventajas como método de difusión y acceso, pero es un gran problema para la preservación. Una copia en fílmico en buen estado puede vivir, se sabe, cien años. El digital en cambio hay que estar migrándolo cada cierto tiempo, es un soporte mucho más frágil. No tengo dudas de que muchas de las películas argentinas de los últimos veinte, treinta años en digital ya están perdidas. Entiendo que se adopten nuevos formatos, pero me parece que eso no debería significar la muerte completa del celuloide, que es maravilloso para filmar. Si uno cree en esto y le importa, tiene que saber que esos procesos afectan la naturaleza misma de la imagen y, por ende, a lo que cuenta y transmite.
En 2008, Fernando encontró la única copia completa de Metrópolis, que había permanecido guardada en un archivo por más de 80 años. Un claro ejemplo de esa capacidad de preservación que tiene el soporte fílmico.
Sí, si bien no quería que estuviese esa información a la manera tradicional en el documental, como algo obligatorio tipo hito o milestone, no deja de ser épico. Eso y muchas otras cosas, como la cantidad de películas argentinas que Peña salvó de la muerte, por ejemplo. Sin ser alguien unánime, porque no existe eso, hay una escala en la que él opera que es incuestionable. Una dimensión de lo que ha hecho por la preservación del cine que nadie puede discutirle.
Además de pelear por la creación de una Cinemateca Nacional, Fernando siempre recalca que la comunidad cinematográfica tiene tanta o más responsabilidad que la política en este asunto, porque solo le reclama al Estado fondos para producir. También se debería pedir para preservar.
Creo que da en la tecla. Lo único que se desea es fondos para la producción, cosa que es comprensible, es algo que está muy instalado en la mente del sector: filmar, y “después se ve”. Pero es un enfoque cortoplacista y termina siendo frustrante. Porque todo lo que producís no se ve en el momento, no se preserva y no existe un lugar para difundirlo después. Justamente lo que hace Fernando es eso, preservar y proyectar un montón de películas. No importa si tienen cien años, él las mantiene. Si existiese una institución para cuidarlas, nuestras películas podrían sobrevivir con mayor gracia al paso del tiempo, y no solo en el sentido físico estricto. Eso es lo que hace una cinemateca. Sin esa estructura, es un poco en vano producir, no tiene mucho sentido.
¿Pensás que tu película puede ayudar a que la gente más joven, que se ha formado viendo casi exclusivamente digital, tome conciencia de esta problemática, y de la importancia de resguardar la memoria del cine?
Me encantaría pensar que es así, uno siempre guarda esa fantasía. De todas formas, trabajo manteniendo cierto escepticismo. Me parece un poco mesiánico creer que tu obra va a atravesar fronteras o doblegar voluntades. Sí estoy seguro de que mucha gente se va a sentir interpelada, porque la película te confronta con un personaje, con un modelo de conducta especial. Después no sé adónde lleva eso, pero si suma en esta gesta de lograr que algún día tengamos algo parecido a una cinemateca, bienvenido sea. Porque no es capricho de un puñado de nerds que quieren acceder a las películas, es algo que está totalmente emparentado con el trabajo de los directores y los productores: se trata de establecer mejores condiciones para sus obras.
Sin embargo, el documental no se regodea en la nostalgia, porque su protagonista tampoco lo hace.
No es una película llorona o un tango sobre cómo muere todo. Las cosas mueren de algún modo. Lo ves y lo acompañás. No diría que es optimista, pero sí que sabe apreciar y admirar esa tenacidad de Fernando, lo cabeza dura que es, lo no dispuesto que está a rendirse, a renunciar a lo que ama. No sé si eso es una nota positiva, pero sí algo vital. Una fuerza vital que está ahí y resiste, como dice la canción de The Smiths: “hay una luz que nunca se apaga”. Fernando es eso.
La vida a oscuras se proyecta todos los sábados de julio a las 20 h en MALBA (Av. Figueroa Alcorta 3415), entradas disponibles a través del sitio del museo.