Nacida del estallido mumblecore que aconteció hace diez años, Greta Gerwig se estableció a sí misma como una figura prominente en el cine independiente norteamericano a lo largo de la década corriente, asentándose como un talento actoral indiscutido. Fue cuando co-escribió y protagonizó Frances Ha (2013) que obtuvo su gran quiebre. Dirigida por su compañero Noah Baumbach, la película resonó fuertemente con su público por articular con elocuencia las ansiedades de tener veintipico: la desorientación difusa de encontrarse en un intersticio de transición entre una etapa de vida y la siguiente, con todos los desgastes de amistad que eso conlleva. Frances Ha fue, por sobre todas cosas, un testamento a la precisión de Gerwig como guionista.
Lady Bird (2017) es su debut directoral, distribuido por A24. Tratándose ahora de una obra de su total autoría, se trata de la versión menos adulterada que hemos visto de Greta Gerwig hasta la fecha, sintetizando las características que la han definido desde sus comienzos pero con mayor refinamiento que nunca: una gentileza que no la inhibe de abordar tópicos difíciles, una hilaridad que no parece requerirle ningún esfuerzo, una liviandad que nunca peca de frívola, y una emotividad merecida que jamás recurre a la manipulación emocional del golpe bajo.
El foco ya no está puesto específicamente en las vicisitudes de ser millennial en Brooklyn hoy, sino en la turbulencia que comporta ser adolescente en una ciudad pequeña. Christine “Lady Bird” McPherson, interpretada con una convicción absorbente por Saoirse Ronan, es una estudiante de un colegio religioso de Sacramento intentando sobrellevar su último año de secundaria. Lady Bird es un coming-of-age por excelencia, sí, pero es particularmente el de Greta Gerwig; y ella se sirve de los tropos del género para exponer tanto sus experiencias personales como también sus agudas meditaciones sobre alienación, crecer, la manera en que la clase informa la identidad, y especialmente las dinámicas que se gestan entre madres e hijxs.
En efecto, el guion está estructurado a partir de una serie de momentos bisagra que definen la adolescencia: problemas románticos, amistades distanciadas, despertares sexuales, y graduaciones. El motor de conflicto en Lady Bird es la incertidumbre en lo que concierne al futuro. La joven quiere abandonar la circunstancia poco estimulante que le ofrece su ciudad a cambio de ingresar a una universidad en Nueva York; su familia no dispone de los recursos para sustentar esa fantasía y pretende que su hija se quede en casa. Todas las escenas que conforman Lady Bird consisten en momentos mundanos que no sólo avanzan la narrativa sino también reflejan simultáneamente realidades, personalidades y vínculos a mayor escala. Es un libreto inteligente, que evidencia algunas de las mayores destrezas de la actriz de 20th Century Women como escritora: los límites entre lo trágico y lo humorístico se desdibujan, los momentos más cargados (como un padre desempleado y su hijo encontrándose en una misma entrevista de trabajo) son inmediatamente sucedidos por una broma desdramatizando. Principalmente, no hay personajes buenos ni malos, sino gente real y tridimensional haciendo lo mejor que puede desde su posición de lo que está bien.
Nada ilustra esto mejor que la relación tempestuosa entre Lady Bird con su madre, Marion, papel imbuido de infinita profundidad por Laurie Metcalf en una actuación magistral. En cada diálogo se puede detonar una pelea, con sus respectivas bombas pasivo-agresivas y agresivas-agresivas, pero también hay treguas cuando la situación lo demanda. Es un vínculo tan complejo como quienes lo sostienen: Marion es exigente e inaccesible pero entrega su vida para el sostén de su familia, intentando expresar cariño de una manera que se desencuentra con la forma en que Lady Bird necesita ser apreciada; y Gerwig explora esta modalidad de relación con una gracia inusitada.
Lamentablemente, todavía hay una suerte de subversión en una protagonista confiada que se quiere a sí misma y que se sitúa no como objeto o mero artefacto que propulsa la trama, sino como sujeto autónomo. La opera prima de Greta Gerwig es una contracara femenina a obras maestras acerca de crecimiento masculino, como Los 400 Golpes o Stand by Me, y esta pluralidad de voces es hoy tan urgente como refrescante. Sobre todo, sin embargo, Lady Bird es una carta intensamente personal de gratitud parental: una que alcanza autenticidad al mismo tiempo que su personaje titular despliega sus alas y abandona el nido.