El realizador ruso Andrey Zvyagintsev entregó su cuarto largometraje el año pasado, Leviathán, un drama pesado en el que nada es fácil: ni el guión, ni sus personajes, ni la geografía que se muestra, ni el alfabeto que vemos en los créditos, que parecen todos una mezcla de títulos de canciones de Sigur Rós con imaginería bíblica. Son dos horas y veinte minutos que no se pasan rápido, en los que el personaje protagonista va cambiando a medida que nuevos secretos salen a la luz. Un guión con un ritmo perfectamente logrado que fue premiado en la última entrega de Cannes, además de haber ganado en la categoría Mejor Película Extranjera de los Golden Globes y de perder frente a Ida en la homónima de los Oscar. Una derrota con dignidad pero no por eso menos amarga. Todo sucede en un pequeño pueblo costero de ese vasto país que es Rusia, entre la inmensidad, las temperaturas amenazantes y la blancura de la nieve y del vodka. A Kolya le van a demoler la casa y no tiene mejor idea que recurrir a un viejo amigo de la infancia que devino en abogado, pero que vive en Moscú, para enfrentar judicialmente al Estado. Con la llegada de Dmitry al pueblo no solo es la casa la que corre peligro de ser demolida, sino también la familia de Kolya. Y el mismo Kolya que no puede resolver su problema con la bebida. El estereotipo ruso es real.