¿Qué pasaría un día si te enterás que hay una persona que se llama igual que vos? ¿Y si es más de una? Esa es la historia de Silvia Prieto, protagonista de la segunda película del director, escritor y guionista argentino Martin Rejtman.
Prieto cumple 27 años y decide tomar las decisiones necesarias para cortar con el loop de su vida. Empieza a trabajar en un bar, se compra un canario, deja de fumar marihuana, viaja sola a Mar del Plata y roba un saco Armani. Ahí, lo automático se vuelve minucioso: llevar la cuenta de cuántos cafés sirve en el día y renunciar a ese trabajo cuando ya no puede llevar la cuenta, cortar kilos de pollo en partes iguales y mirar al techo sin búsqueda alguna. En lo automático de la cotidianidad, algo irrumpe: a la vuelta de su viaje recibe la llamada de aquel hombre al que le robó su saco Armani y le dice hay dos Silvia Prieto en la guía.
Ante todo -y contra todo-, aparecen las primeras emociones de saber que otra corporalidad totalmente diferente a la propia lleva el mismo nombre: recelo, una extraña familiaridad, intriga. La pérdida de exclusividad frente a una conexión cuasi genética, un parentesco que no es parentesco, algo que une y mil preguntas de frente: ¿Qué debo hacer si alguien se llama igual que yo? ¿Cuánto dice de mí el nombre que me asignaron si es aplicable a cualquier persona? ¿Qué me diferencia de ese otro que se llama igual que yo?
Silvia Prieto tiene un poco de eso: las preguntas que ornamentan al nombramiento y el poder del lenguaje en una cotidianidad que impera desde la repetición. Porque realmente, qué poca cosa es el nombre que poco tiene para decir a la hora de definirnos.
“No solamente el nombre no dice mucho, sino que tampoco dice mucho lo que decimos cuando decimos quiénes somos -dice Rejtman en conversación con Indie Hoy-. Eso también es muy poco significativo. Eso que es básico, o es lo que aparece primero, mucho no nos dice”. Pero algo pasa cuando unimos piezas y la escena final de la película es testigo de esto. “El nombre no es nada -reafirma el director-. Sumás el nombre a lo que esas personas dicen que hacen o son y sigue sin ser gran cosa. Cuando pones una imagen ahí la cosa empieza a cambiar, pero de todos modos me parece que sigue siendo muy poco sobre lo que uno puede decir sobre uno mismo”.
Así como encontrar la manera de plantear los interrogantes que suscita el nombramiento, encontrar a ese ser que a su vez pueda encarnar todas esas dicotomías producto de una coincidencia que despersonaliza conllevó un proceso que, sin embargo, pedía por un solo nombre: Rosario Bléfari.
“Obviamente estaba pensando el protagónico para Rosario, pero no me pasó solo con ella -admite Rejtman-. Si bien el protagónico fue pensado para ella, también los personajes de Valeria Bertucelli, Vicentico y Susana Pampín, todos ellos fueron pensados para ellos. Para el resto de los actores fui buscándolos, pero esos cuatro sí, los escribí pensando en ellos”.
“Rosario fue fundamental para la película -continúa el cineasta-, está siempre en pantalla salvo en algunas pocas, y sin ella la película no hubiera existido. No solo porque nadie hubiera podido hacerlo como ella, sino también porque Rosario tenía conmigo una complicidad muy grande, y creo que yo no hubiera podido hacer la película sin ella ahí, sin las conversaciones que tuve con ella sobre la película, sin el apoyo incondicional, si bien es feo ese término. Es más que nada complicidad, conexión, ganas. Nos entendimos perfectamente en la película y creo que eso se ve, eso es lo que más contento me pone de la peli, ese entendimiento“.
Decir que trabajar con los amigos y creerlos capaces de encarar el proyecto es algo que se extiende a lo largo de su carrera sería reducir la producción del cine Rejtman que, a todas luces, apela a crear desde el cruce que se produce entre la posibilidad y la libertad creativa. Sin ir más lejos, en Shakti (2019) se propuso trabajar con actores nuevos, con la excepción de Pampín que tiene un pequeño rol como terapeuta.
“Siempre hay un poco y un poco -cuenta-. A mí me cuesta mucho trabajar con actores que no conozco, y a pesar de eso me lo propongo todo el tiempo. Si bien es raro que me lo proponga porque es algo que me cuesta, después a lo largo del rodaje los conozco y todo eso se va aflojando con el paso del tiempo. Lo interesante es que el proceso es igual tanto para mí como para ellos, empieza difícil, pero interpela el desafío, y trabajo de esa manera tanto con actores que conozco como con actores que no conozco”.
A 25 años de la tan aclamada Silvia Prieto, es inevitable pensar el cine y más puntualmente qué ornamenta al cine Rejtman, en donde siempre hay algo ahí para observar. En esa línea, esta búsqueda de encontrar a los actores ideales para sus papeles nos lleva por decantación a pensar en algo que brilla por luz propia en su cine: los diálogos, producto de un guion que marca pautas y va hilando fino y paso a paso.
“Lo que me pasa a mí es que, cuando escribo los guiones, veo que los guiones son eso, y que no pueden ser otra cosa, que los cambios que puede haber son bastante mínimos y si no se pierde la coherencia -admite el cineasta-. Para mí, es importante cuando escribo un guion pensar en los lugares a donde voy a filmar, que sean lugares en los que sé que voy a poder filmar. Es decir, no me imagino un guion dentro de la Casa Blanca en Estados Unidos o el Pentágono, nunca voy a poder acceder a eso, y como cuando escribo siempre pienso en esas posibilidades, también pienso en los actores y en escenas que me va a gustar filmar y que voy a estar contento filmándolas”.
Y es que tal vez el punto más llamativo de su empresa sea ese: cargar a la palabra de especificidad y soltura a la vez para habilitar que las cosas sean vistas orgánicas y llamativas, no forzadas, por esa misma descomplejización del lenguaje. El diálogo en las películas de Rejtman entiende no de ser pretencioso, sino más bien real: podemos decir que muchas de las líneas de sus películas son enunciables sin sentir una mínima cuota de vergüenza ajena. Esto es producto no solo de cómo el director bebe de pequeñas cosas de su cotidianidad (filtrando y puliendo muy minuciosamente aquello que funcione y sirva al guion), sino también, de su minuciosidad a la hora de generar ese andamio entre el guion (que debe ser lo más fiel posible a su génesis) y la película.
En definitiva, hay algo de tratar de llevar las cosas delante de la manera más orgánica posible, permitiendo puertas adentro confluir estructura, goce, gusto y posibilidad de materialización. “Si un actor actúa de una manera y otro actúa de otra, la película no tiene coherencia, y para eso está el guion -cuenta Rejtman-. A veces pasa como si hubiera dos mundos diferentes donde en uno está un actor y en otro el otro, y en realidad yo apelo a que el único mundo posible en una película es el mundo de la película, y uno como director tiene que llevar a los actores, a la gente de técnica, imágenes y luces a ese mismo lugar y saber qué es lo que puede existir en ese mundo y qué es lo que no puede existir en ese mundo. Ese es el trabajo básico de un director de cine, definir qué tipo de luz puede tener ese mundo y qué tipo de luz no puede tener, qué palabras pueden estar y cuáles no“.
Si es que muchas de sus escenas están estructuradas alrededor del diálogo es porque encuentran ahí el latido que da vida al film, aunque no fue siempre así. “Me gustan mucho los diálogos y me gusta mucho también escribirlos, pero eso no fue así desde el principio -admite Rejtman-. Lo que me pasaba al principio es que, por ejemplo, el primer corto que hice casi no tiene diálogo, y Rapado (1992) tiene muy poco diálogo. Empecé a escribir más diálogos a partir de Silvia Prieto porque me empecé a sentir un poco más cómodo con eso, cómo a partir del diálogo surgía el humor en las películas“.
“Creo que el valor del diálogo también está relacionado con el humor -continúa-. Fue a partir de usar diálogos que empecé a ver más velocidad y más humor, a que todo sea menos contemplativo y permitir un ritmo diferente, justamente el marcado por los diálogos. Algo que en definitiva es también esencial para el ritmo interno de cada escena. Una escena tiene que ser siempre un eslabón de la película que tenga vida en sí misma, y que esa vida se encuentre o se meta cada vez más en los diálogos, que sea ahí donde se aloja el ritmo y la vida de la película. Antes lo encontraba en los personajes, pero para mí pasó a ser más importante el poder del diálogo y la palabra“.
Silvia Prieto es el parteaguas en su filmografía, no solo por la confluencia entre posibilidad, deseo, elección, encuentro con el otro y el poder de la palabra para generar atmósferas, sino también porque puso la firma para ese cambio de paradigma que se venía para el cine de aquel entonces.
La película apareció en un contexto cinematográfico más bien plano. El cine argentino de mediados de los 80 para adelante venía de lapsos de repetición que no le permitían deshacerse de pretensiones acerca de cómo debería ser, funcionar y ser percibido el cine. Dentro de una atmósfera de aparatosidad y poco interés genuino, surge la segunda película de Martin Rejtman. Silvia Prieto no solo no se parecía mucho a nada de lo antes visto, sino que con el paso del tiempo se fue parando como uno de los tótems del movimiento del llamado “nuevo cine argentino” por la propia impronta que traía consigo.
El cine que vendría era un cine distinto, que pretendía soltarse de las estructuras y asumía la cuota de incertidumbre del acto. En el punto entre crear desde la percepción de lo que no se quería ser y parado en un lugar donde no había ninguna movida donde insertarse, un joven Rejtman encaró la creación de Silvia Prieto sin intenciones de encabezar ningún movimiento, sino más bien con ganas de crear materia desde lo propio, ajeno a los tiempos impuestos por las industrias.
“La idea de insertarme no fue algo que estuvo en mis planes de ningún modo -recuerda hoy a sus 63 años de edad-. Yo empecé haciendo cine con un corto en el 84 donde también estaba Rosario, después hice Rapado, otra peli bastante particular, y después a finales del 94 empecé con la filmación de Silvia Prieto. Entonces, ya con las cosas que había hecho, la intención de insertarme dentro de un esquema o sistema de producción de películas nunca estuvo, sino que se trató de tratar de hacer la película que yo tenía ganas de la manera que yo quisiera hacerla, y eso implicó que los carriles fueran bastante independientes“.
Silvia Prieto es una película atípica para la época porque lo independiente de su creación marcó una manera de hacer cine que comprendía de transitar caminos de encuentro con el ser que es propio y deslinde del exterior. Dentro de ese momento también se encontraban directoras y directores de renombre como Lucrecia Martel, Bruno Stagnaro y Marcelo Piñeyro, entre otros, que en suma también aportaron a una nueva concepción del cine, un cine renovado que se despegaba del cine que estaba subordinado ante “la manera de hacer las cosas”, que se levantaba y encaraba proyectos de manera independiente, significativa y existente.
Dentro de esa libertad, tal vez la clave haya estado en afianzarse a todos estos tránsitos que conlleva trabajar de manera independiente, solo con el ímpetu de crear películas que digan algo más allá de lo que plasman, y Silvia Prieto ha sabido ser una de esas películas, contagia eso. Y es que el cine nace precisamente de ahí, de esas decisiones de limitación y expansión, de abrir puertas a coincidencias y también a estructuras que no permitan moverse mucho más allá de cierto punto, de crear materia significativa, que no queden hilos sin tensar.
A 25 años de Silvia Prieto, los pensamientos que llegan resultan distópicos: si bien volver a escribir sobre películas tantas veces analizadas por su trascendencia resulta tedioso, también es necesario habilitar a nuevas lecturas que vengan de la mano de los tiempos que corren, no solamente desde establecer paralelismos o buscar retratos estéticos, sino desde aquellas coincidencias que habilitan a significaciones reales capaces de traer otra vez a la mesa a una película como Silvia Prieto.
En un momento como este, donde la industria del cine argentino es amedentrada y desvalorizada, rescatar los contextos en donde se gestaron las películas que amamos, los pensamientos de sus directores y la revalorización del arte independiente resulta, antes que importante, necesario. Ante eso, es menester volver una y otra vez al catálogo nacional, para darnos cuenta de que hay con qué y muchos porqués, porque hay caminos, hay ideas y, sobre todo, hay mucho que decir.