A cualquiera le temblarían el pulso y el teclado para hablar de Raúl Perrone, el director independiente de Ituzaingó que desde siempre eligió sus propios códigos y sus propias reglas a la hora de contar historias. Y su obra número treinta no podía ser la excepción. Este relato altera los sentidos por diversas razones, no sólo por la construcción visual y sonora que se deja entrever entre tanta trama, sino también por la particular mirada rápida que Perrone nos ofrece sobre el mundo joven bonaerense. Diversas historias de adolescentes discurren por la pantalla entrelazadas entre sí como por un hilo mágico. Estos pendejos no serán sólo protagonistas de sus propias historias sino también de una realidad mayor, asentada sobre las bases de una sociedad retrógrada y discriminativa. Colocando a Ituzaingó nuevamente como escenario por excelencia (sin embargo, de manera sustancialmente distinta al resto de sus filmes) se puede vagar sin márgenes de tiempo y espacio durante alrededor de 150 minutos por eternos planos acompañados de una banda sonora explosiva, que fusiona desde ópera hasta cumbia y música electrónica. Una vez más, Perrone parece haber estado en el lugar correcto y en el momento indicado para retratar con una sobriedad y un misticismo inimaginables las vidas conflictuadas de pendejos que, en otro caso, serían ignoradas. Los skates, los fantasmas y los ralenting son el combo firmante de este largometraje, permitiéndole al director jugar con éstos y otros tantos recursos para originar un cine minimalista, donde la economía de recursos es la línea dominante. La pulcra y excelentísima fotografía (a cargo de Hernán Soma, Bernardo Demonte, Fabián Blanco y, claramente, el mismo Perrone) supone un mundo mágico de esferas blanco y negro que parecen flotar frente a nuestros ojos. Tres actos y una secuencia de bonus (que misteriosamente se llamará “COD4”) configuran la organización de un filme tan orgánico como impactante.