337 copias, más de medio millón de espectadores (por ahora), recaudación record en su primer fin de semana, todo el mundo –literalmente: en Cannes se vendió a todos los países del globo- quiere ver (por primera, segunda o tercera vez) la película de Szifrón. Es lógico que esto sea así, dadas las condiciones con respecto a publicidad y parafernalia, mesa con Mirtha Legrand included. Con diez veces más presupuesto que una superproducción standard argentina, Relatos Salvajes, se perfila como el acontecimiento cinematográfico del año (lo que no quiere decir la mejor película ni por asomo). Y así es que se impone tanto para fuera de la sala como una vez que empieza la proyección: con grandilocuencia, a fuerza de golpes de efecto y barullo. (Atención: hay leves spoilers, nada grave) Lo que primero salta a la vista es su estructura: seis cortos que parecen independientes entre sí, con una clara pretensión de abarcar todo el espectro social, todos los problemas que según la visión del director parece padecer el país. Porque, como dicen los afiches y como demuestran sus personajes (un dream team: Darín, Sbaraglia, Oscar Mártinez, Erica Rivas, etc.) todos podemos perder el control. No se salva nadie, ni los ricos que tienen dos millones de dólares para salvar a su hijo, ni los clase media que no se bancan que la grúa les lleve el auto, ni los más pobres que recorren el Norte con un 504. Todos los personajes terminan agarrando el camino más fácil ante las situaciones límite que les propone la película: el de la indignación. Ninguno intenta siquiera ponerse en el lugar del otro o siquiera escucharlo, sino que simplemente avanzan con ingenio en sus propósitos y terminan generando más violencia que en la situación inicial (sobre todo en el de Darín: piénsenlo). Alguien podría contestarme: esa es la gracia de la película, que los personajes sean malos no implica que la película sea mala. Yo contesto: es muy fina la línea que separa mostrar de celebrar. Esta película no es una apología del salvajismo, pero sólo aporta confusión al asunto. Que los personajes no se quieran entre ellos, vaya y pase, pero que el director sólo atine a musicalizar irónicamente los momentos más graves me hace pensar que él tampoco los quiere mucho. No le preocupa que el mundo que describe sea una mierda, sino que parece sentirse bastante cómodo.