El hecho de que el cine saque a la luz vidas de personas trascendentes pero prácticamente desconocidas es algo que deberíamos celebrar siempre. Churchill dijo en su momento “Turing fue el individuo que más esfuerzo hizo para que ganemos la guerra”. Pero, a decir verdad, ¿alguien acá que no haya visto The Imitation Game sabe quién fue y qué hizo este matemático? Turing fue, básicamente, uno de los padres de la informática moderna y, además, una pieza trascendental para el triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial a la hora de descifrar los códigos en los mensajes del enemigo nazi. El problema es que, durante más de cincuenta años, este pionero y revolucionario científico fue ocultado e ignorado por la historia tras haber sido perseguido y empujado al suicidio por el gobierno británico (¿si pasó en la realidad esto cuenta como spoiler?). La causa de su persecución fue que era homosexual, algo que durante la época de posguerra hasta fines del milenio pasado era castigado severa y cruelmente por la ley anglosajona. Si bien la película del director nórdico Morten Tyldum llega para recomponer históricamente a la figura de Alan Turing en la piel del siempre interesante Benedict Cumbertbatch, la trama se centra, principalmente, en los días del criptógrafo en Bletchey Park, la central de inteligencia británica durante la guerra, y no se anima a profundizar en el drama posterior que tuvo que vivir más tarde, en el ocaso de su vida. Tyldum y el guionista Graham Moore dejan para los minutos finales, a modo de brevísimo epilogo, todo lo que podría llegar a emocionarnos en referencia a su sensible persona y al terrible castigo que sufrió. En su lugar, enfocan el relato en los días en que el workaholic de Turing y sus compañeros-súbditos (entre los cuales se encuentra Keira Knigtley) descubren cómo descifrar los mensajes encriptados alemanes, alzando la obra del matemático por sobre sus emociones que asomarían en su tiempo más oscuro.

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