El nuevo libro de Iván Riskin interpela con honestidad al lector desde su título: Una ilusión de profundidad. Se nos advierte, en cierto modo, que eso que tenemos entre manos es una superficie plana, bidimensional que puede disfrazarse como tridimensional a partir –por ejemplo– del uso de la perspectiva. Pero también esa ilusión funciona a otro nivel: nada de ínfulas solemnes, ni ampulosidades en el trabajo de sus temas. La posibilidad de entrar en contacto con tramas de pretendida profundidad, a través de este volumen, queda en el terreno de la mera promesa, de la ilusión. Dicho de otra manera, sus flamantes historietas se deleitan en la opacidad, suponen un elogio de la autoconciencia y una apuesta por tensar hasta el sinsentido la dimensión argumental en cada página. Y en esas vías, seríamos igual de ilusos si nos entregáramos seriamente a su anecdotario, como ingenuos si nos tomásemos con ligereza el radical tratamiento del lenguaje historietístico que se despliega en el libro.
No es reciente la riqueza de Riskin para crear personajes perturbadores, evidenciar el proceso creativo con insistencia y hacer trastabillar las más elementales cifras de lo figurativo en su dibujo. Apenas nos sumergíamos en su libro anterior, Fragmentos y distorsión (2017), el ritmo era abrumador, el caos nos invadía, la línea era nerviosa… casi un boceto. De hecho, algunos procedimientos y personajes tienen su continuidad y se extenúan en Una ilusión… Los cómics parecen no haber atravesado un proceso de corrección de estilo propiamente dicho. Muchas veces los globos dialogales aparecen con tachaduras, y por encima de las frases originales que han sido descartadas, otras palabras figuran con tosquedad. Como si, sobre la marcha, se arrepintiera de los parlamentos de sus personajes y nos dejara todo eso a la vista. Riskin nos convierte así en cómplices; nos invita a espiar la incomodidad de su proceso creativo. Para acentuar más este efecto, a cada página parece haber saltos de registro, como si asistiéramos en simultáneo al desarrollo de una bitácora o lo que se conoce como cuaderno de artista. Por momentos, las ilustraciones se despliegan sobre plenos negros o blancos. Pero en muchos casos sus viñetas están sobreimpresas en lo que parecerían ser hojas escolares rayadas y cuadriculadas. Algunas páginas son verdaderas piezas cubistas realizadas a partir de una evocación de trazos infantiles; otras más bien limitan con la abstracción y allí el dibujo ya ni siquiera está en consonancia con lo que sucede en los diálogos.
En cada página Una ilusión… pone en cuestión las lógicas clasificatorias del lenguaje del cómic. Y también de los géneros; porque no sabríamos muy bien mediante qué coordenadas ubicarnos en el libro. ¿En las de la comedia? ¿En las de la novela de aventuras? ¿En las del relato costumbrista? Ninguna pista. Y paradójicamente, el libro viene acompañado de un fanzine adjunto, que se propone como un manual con “comentarios del director”. Como si estuviéramos accediendo al material extra de la edición en DVD de un film clásico. Sin embargo, Riskin no usa este recurso como alusión nostálgica a los 80 o 90, sino como una operación suplementaria para hacer extraviar más al lector en su laberinto ficcional. Nada de lo que ese “manual” dice, afortunadamente, esclarece el recorrido del libro. Porque la desorientación, lo fragmentario, lo sinuoso son la regla; y allí radica el disfrute de su propuesta. Entrar en contacto con Una ilusión de profundidad es disponernos a un acto de lectura radical, a jugar con la idea del libro-esbozo; y a olvidarnos de la obra como un todo: terminado, limitado. Pero, sobre todo, invita a extraviarnos por su efervescencia lúdica, anclada en el sinsentido. Después de todo es el último opus de quien acuñó la inolvidable frase: “existen múltiples realidades, y en todas ellas soy un boludo”.
Una ilusión de profundidad, de Iván Riskin
2020 – Editorial Waicomics