En septiembre del año pasado fue la primera vez que había escuchado hablar de Hojarasca. Fue durante una entrevista con Perras on the Beach: el que para ese entonces era el nuevo baterista de la banda, Fabricio Foresto, también tenía otra banda que se llamaba Hojarasca y ese disco nos iba a hacer caer de cara. “Ese disco va a destruir el planeta”, agregaron los mendocinos con mucha emoción. Fabricio no dijo mucho más que lo que acentuaron sus amigos y permaneció en silencio. Luego, Hojarasca fue, por unos meses, como un susurro en la brisa. Se podía escuchar hablar de esta, pero nadie sabía de qué se trataba porque todo era culpa del verano. Aun no era el momento de levantarse sino que la estación indicada ha de ser otra y Hojarasca aparece en otoño.
Esta banda paralela del baterista de Perras también cuenta con otra gran sorpresa: Luca Bocci en guitarra y una de las voces. Hojarasca no se parece en nada a Perras on the Beach, ni a lo que Luca hacía en Alicia o en su proyecto solista; Hojarasca respira el mismo aire cuyano pero lo transmite de otra manera. Este es un rasgo particular de la escena, que conjugan los distintos géneros en un lenguaje mayor que se llama Mendoza. Y así cada cual con lo suyo, pero algo superior sirve de flecha: la amistad que fluye con la música. Hojarasca está conformada también por Gregorio Cruz en los vientos y es la otra voz. Renzo Di Marco en el bajo y ukulele, la violinista Celina Jury y Giulianno Diblasi en Violoncello completan la agrupación.
Hojarasca es un viento andino que nos lleva a lo que fue la música de los ’70 en Argentina (Invisible, La máquina de hacer pájaros), pero a la vez no pierde su anclaje en un tiempo que está echando raíces en la diversidad. Durante el otoño las hojas secas apiladas en el suelo simulan ser iguales unas a otras y esto a la vez simula ser la base, pero la hojarasca es el ensamble. Es ese revuelo inmenso que causa la fuerza del aire al entrar por todas las aberturas de una estructura que parecía hecha. Sin embargo, cada viento genera algo nuevo. Se respiran aires tan clásicos como modernos, con una vuelta de tuerca que ayuda a reinventarse.
El disco se abre con un portal. Como toda dimensión, Hojarasca combina la naturaleza de las montañas con cierto clima onírico que te hace dudar si es la fantasía o es la realidad. Sus canciones juegan con un lenguaje poético que le hace honor a su nombre, empezar en el piso, bien abajo, como el montículo de hojas, pero la banda son esas hojas que se alborotan y no la que son recién juntadas y apiladas. Cada canción empieza acariciando la templanza y empieza a contagiarse nota por nota, como haciendo un espacio en el montón para lograr ese recorrido del cambio de energías, un verdadero movimiento. Hojarasca se sirve más del viento que de la tormenta, más de las luces de los relámpagos que del estruendo de los truenos.
La banda combina toda esta naturaleza con ritmos de jazz que le abren lugar a la potencia de los distintos vientos. Una canción como “Alturas” hace dialogar la trompeta con las cuerdas del chelo y del violín como si fuera una conversación donde hay preguntas y respuestas. Hojarasca se regala solos de cada uno de sus instrumentos porque todos tienen el mismo nivel de importancia. A la vez hay un gran juego de voces, donde Gregorio canta y Luca se reluce en los coros, gritando dolorosamente. Hay samples extraños y se recitan poesías. La banda experimenta distintas formas de jugar con el habla y se logra desprender de cualquier referencia.
El disco fue grabado y mezclado por Federico López en el estudio Fader de Mendoza, un refugio para toda esta generación. Ya van saliendo muchos discos increíbles de este lugar y se volvió un foco de atención que va adquiriendo cierto misticismo tras cada canción que sale de Fader.