A media luz. Estarse quieto. Desprenderse del cuero las urgencias. Nada fácil en tiempos como estos. Me refiero a encontrar esas trincheras donde dejarse estar en los placeres. Hoy, que todo es estímulo ininterrumpido, pareciera que solo es posible a través de vaya a saber uno qué acto de la alquimia. Quizás se trate de una invitación para prestarse a estos “juegos infinitos” a los que los londinenses Zola Blood nos invitan.
Escuchar un disco completo y no caer en la tentación de abandonarlo después del primer single de difusión, es casi una rareza en tiempos de streaming y plataformas. Me refiero a discos de bandas o solistas que habitualmente no escuchamos. Y constituye una rareza porque el axioma de hoy en día es la “novedad”. Y que, al día siguiente esa misma “novedad”, pase a ser material de descarte, sin brillo, ni nada que (en teoría) se adhiera lo suficientemente fuerte a las extremidades. Y si estoy escribiendo esta reseña es justamente porque “preparé el terreno” para navegar por cada uno de los 10 tracks que componen el álbum. No con esfuerzo, o porque “necesitara” hacerlo, sino justamente porque lo elegí así.
Me explico: todo empieza como una recomendación de Spotify. La primera canción con la que conocí a la banda se titula “Play Out”. Supuse que se trataba de lo que decía antes: un single potente, que me recordaba a unxs Moderat más abocados al formato “canción”, pero que el encantamiento terminaba ahí. Por suerte me equivoqué. Por suerte habilité el permiso para detenerme en esos sonidos que tocaban alguna de mis fibras sensibles. Y la confirmación de que eso estaba sucediéndome, apareció con tres canciones en particular: “The Only Thing”, “Infinite Game” y “Heartbeat”; a mi modo de entender, los puntos más alto de un álbum impecable.
Decía, Zola Blood recuerda un poco a Moderat, es cierto, pero también al Keane de Under The Iron Sea. Y es que la cadencia vocal de su frontman, Matt West, navega aguas que pueden parecernos habituales. Es inevitable pensar en el timbre de Tom Chaplin, y sí, en Thom Yorke (claro). Eso no implica, de modo alguno, un problema. Muy por el contrario: West y el resto del grupo parecen saber con certeza qué hacer con el linkeo emocional que sus canciones provocan. Y lo que hacen es construir un discurso poético y sonoro que tiene de base las referencias antes mencionadas, pero que las trasciende.
Se trata de un álbum debut, es cierto, pero la banda viene batallando hace rato. En 2014 publicaron Meridian, un exquisito EP con el que comenzaron a hacerse conocer. Y es ahí donde aparecen los primeros indicios de ese discurso propio del que hablaba antes. Basta con escuchar “Grace”, primer single de dicho debut, para intuir que este cuarteto tiene claro su rumbo musical.
Lo que logran en Infinite Games es literalmente un recorrido. Y en ese dejarse ir, la producción del álbum juega un papel fundamental. Una producción que se destaca no por pasar “por encima” de las canciones, sino justamente por la sutileza con la que termina de darles sentido. El álbum navega por estados que bien pueden dejarlo a uno al borde de la pista de baile, como en “The Only Thing”, “Nothing” o “Miles and Miles”, gracias a los sintetizadores de Christopher Brown, o bien acompañarnos a casa una vez que todas las luces se apagaron, como en la maravillosa “Silhouette” y en la canción que cierra la placa, “Get Light”.
Reitero la invitación: a media luz. Estarse quieto. Desprenderse del cuero las urgencias. Como si fuéramos un animal salvaje que se deja abrazar por primera vez por un humano, desconociendo su morfología, o sus intenciones, abandonando, por un momento, toda premeditación. Ese riesgo, imprescindible, nos puede servir para hacer de este disco, la banda de sonido de nuestro tiempo detenido.