Apuntes descriptivos sobre el retrato familiar de una pareja y su hija: a la izquierda se halla Juan Carlos, de unos treinta años, con el peinado hacia atrás y un bigote fino y daliniano. Es alto y tiene una expresión adusta y casual. Su mano derecha sostiene la cintura de Betty, una niña ubicada en el centro de la imagen que, ese día frío de junio de 1964 en Berazategui, está cumpliendo dos años. La pequeña protege algo impreciso contra su pecho. La mano izquierda de Juan descansa en el hombro de María Elena, a un lado de su cuello. Ella es unos años menor que él. Sus facciones, enmarcadas en un rostro redondo arreglado con un peinado estilo toca, están congeladas en una sonrisa que todavía no terminó de formarse.
María no lo sabe, pero en seis años pondrá fin a su matrimonio con Juan, se mudará a una casita a las afueras de Florencio Varela y se convertirá en una figura relegada, desfavorecida por las consecuencias de semejante decisión herética. Pero ahora, en esta foto, sus manos sujetan las piernas de su hija. El ambiente es distendido. Ambas miran hacia la cámara, la niña con una mirada curiosa. Todos parecen capturados en medio de un gesto, como si todavía siguieran acomodándose para salir en la foto. El tiempo se detiene en los círculos ínfimos y relucientes de sus ojos. Es el dibujo espontáneo de un sentimiento imposible de resquebrajarse.
Un zoom out a ese retrato familiar nos trae a un presente lleno de interrogantes sobre la memoria afectiva, la duda de si aquellos tiempos fueron gratos o no, y sobre quiénes nos recordarán cuando ya no estemos vivos. Preguntas que segregan una melancolía ambigua, que expande y contrae el pecho. Una melancolía con algunos matices irreverentes, encarnada con cierto descaro y soltura, capaz de propagarse hasta conformar el relato de una forma de vivir y desafiar al mundo.
Ese mismo zoom out conlleva un proceso de apropiación, manipulación y resignificación de la materia: la imagen tratada con un filtro amarillo limón para la portada de Algoritmo y sustancia, el segundo disco de Las Estrellas, constelación platense de rock en clave surf y garaje conformada por Ramiro “Míster” García Morete, Rober Mur, Juan García Osorio, Facundo López y Lucas Gregorini.
Una apuesta por el enlace de extremos: una foto antigua como soporte del término “algoritmo”, componentes disociados que, de pronto, en su contraste adquieren múltiples capas de sentido. “En lugar de ser digitalizada, la portada es un retrato de la familia de Rober, donde aparece su abuela. La interpretación fue mucho más anacrónica, universal y atemporal. Ves los rostros de esas personas y hay algo de melancolía y de belleza. Y Rober dijo ‘bueno, nuestras canciones tienen un poco de eso, no son completamente alegres ni completamente tristes”, cuenta el Míster en conversación con Indie Hoy, en el afán por hacer de las batallas perdidas y ganadas del cotidiano un mito duradero.
“Es la convivencia del algoritmo, una fórmula matemática que solo funciona en el abstracto, con la idea de la sustancia, que es algo más propio de lo terrenal, de lo palpable. Como un álbum impreso de fotos, viejo, cargado con texturas, matices y volúmenes que generan otras sensaciones, con fotos que tienen hasta olor”, amplía Rober.
Una convivencia que también refleja las líneas temporo-espaciales de sus integrantes. “Se nota tanto en la música, el estilo y el sonido, como en la idea general que estamos como en un sándwich entre dos mundos distintos, entre dos generaciones que parecen separadas por un abismo -continúa Mur-. Tenemos treinta y pico y nos encontramos ahí, en el medio, a la deriva: no somos completamente analógicos, pero tampoco somos influencers. Los que tenemos cierta edad somos una mezcla de algoritmo y sustancia”.
Las Estrellas nació como otro de los proyectos alternativos de Ramiro García Morete, pontífice de vastos imaginarios estéticos y narrativos, plasmados en bandas como Las Armas Bs. As. y Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete, además de su prolífica carrera solista, cargada de incontables singles y colaboraciones.
Él y Rober se conocieron en 2018, mientras trabajaban para el mismo portal de noticias. No demoraron en forjar una amistad basada en la cotidianeidad, los gustos afines y el intercambio recurrente de música. En el verano de 2022, Ramiro le contó que contaba con un puñado de canciones, compuestas durante el confinamiento, y que tenía ganas de abordarlas con una nueva formación en la que, como única condición, él sólo tuviera que cantar.
“Antes que a nadie más, me preguntó si quería sumarme. Fue como si me invitaran a jugar en un equipo de fútbol, diciéndome ‘necesitamos uno para completar el equipo’”, relata Mur, quien aceptó la propuesta a pesar de que la última vez que había tocado en un conjunto había sido a sus 19 años, en 2010. Aun así, durante ese lapso, la guitarra fue un hobby sostenido, un músculo que ejercitó con cierta regularidad y que a veces relucía en juntadas o zapadas ocasionales. Tampoco fue un inconveniente arrimarse a géneros con los que no estaba del todo familiarizado. Al contrario, según él, le quitó presión y solemnidad al asunto.
Tradicionalmente versado en la música alternativa pesada de los 90 y 2000, con una genética troquelada desde la adolescencia con el groove metal, el noise rock y el hardcore de grupos como A.N.I.M.A.L, Pantera, Sepultura, White Zombie y Cypress Hill (por mencionar solo algunos de esa retahíla de ídolos estridentes), Mur se calzó el saco de solapas anchas y la camisa desabrochada de Sandro para ser un turista en las orillas melódicas de las playas soleadas del rock californiano, bajo una sombrilla y con una rosa en la mano. Allí lo esperaba el Míster, con los manierismos abrevados de un Julian Casablancas, con la reglamentaria campera de cuero puesta sobre una camiseta de los Lakers, las gafas oscuras y los guantes sin dedos de un motociclista que está siempre en carretera.
“Con Ramiro solemos buscar un territorio común, un lugar donde nuestros gustos convivan. A mí me gusta el punk rock pero eso, periféricamente, te lleva a escuchar música surf o la música garagera de los 60. Ese tipo de músicas influyentes que, en algún punto, se conectan. Si te gustan los Ramones, seguramente algo a los Beach Boys le encuentres también”, completa Mur.
Aun así, Rober no se desentendió por completo del wall of sound de su esencia. “Cuando hago canciones para Las Estrellas agarro, no sé, un punk rock pesado de los 80 o 90 y trato de reducir la velocidad, sacarle la distorsión y quedarme con la melodía que hay detrás de eso”, confiesa. Un desmontaje y reacondicionamiento de piezas que responde a la búsqueda de orden, de equilibrio, de ideas que se conjuguen con el sonido del grupo. “En mi cabeza sigo haciendo música pesada, pero ahora con guitarras más tranquilas”.
Hay un correlato anímico y sonoro que vincula a casi todas las canciones de El triunfo, el primer disco del grupo publicado en 2023. Míster es el orador de epopeyas emocionales, en las que el olvido es un experimento de prueba y error y la superación de amores pasados es una fachada que se desmorona rápido. En sus ocho canciones quizás no se hagan las paces con el mundo, pero sí se asume el paso del tiempo con elegancia rockera (“surf o no surf”, se preguntan en un momento). Las voces, las melodías, las armonías cíclicas, los instrumentos, parecen tener las mismas filtraciones que The Strokes utilizó en sus épocas tempranas: como si se escucharan por el auricular de un teléfono público de la costanera, durante una tarde de verano.
La luz de Las Estrellas viaja rápido. Diez meses después de El triunfo publicaron Algoritmo y sustancia. Si el debut se materializó en torno a las producciones de Míster, en la segunda entrega el factor creativo del grupo se acentuó y trazó una nueva órbita. Uno de los guitarristas, Joan Benito Bérez, dejó la banda a mitad del 2023 y fue sustituido por Lucas Gregorini, compañero de viaje histórico de Míster, quien también asumió el rol de productor. Esta vez, Ramiro y Rober se turnaron para componer y cantar los capítulos del álbum. Si Mur se había encargado de cerrar el disco anterior, ahora oficiaba de anfitrión que da la bienvenida (lo que refuerza la sensación de que los dos discos pueden escucharse uno inmediatamente después del otro).
El nuevo material está compuesto por seis canciones breves y directas en las que asoman semblanzas familiares (“María Elena“), una oda al poder de la música en un mundo devenido ágora digital (“Algoritmo y sustancia“), una muestra de derrotismo romántico y tragicómico (“Árbol de Navidad“), proverbios nocturnos de la soledad (“Los ríos“) y despedidas tan caricaturescas en su vacilación (“El minuto del soldado“) como dulcemente descorazonadoras en su concreción (“California, Punta Lara“). Narraciones consignadas entre guitarras incidentales, variedades melódicas y una potencia terrenal que se lleva por delante cualquier tipo de métrica digital.
Mur se considera un neófito en lo que a escritura de canciones de rock se refiere. Para conseguir esa “especie de melancolía media subida de tono” que flotan en las canciones de Las Estrellas, se sirvió de valores y aspectos personales. “La idea de escribir sobre algún recuerdo personal quedaba muy bien con este tipo de concepto. Podía ser sobre una abuela como de un amigo del barrio o sobre una vieja profesora de la primaria. Es más la sensación que te queda de eso, ese sabor agridulce”. Y luego precisa: “Lo íntimo, lo afectivo, la familia, las amistades, las propias cosas de uno mismo, son lindos lugares para recorrer con la escritura de una canción”.
Al mismo tiempo, esas dimensiones del discurso también están condicionadas por una geografía específica. “Todas las canciones están atravesadas por algo que tiene La Plata, que tiene cierto bajón de pueblo mezclado con algarabía de ciudad, una mezcla de cultura y noche con siestita y eso de que ‘cierran todos los kioscos’. Al principio cuesta darse cuenta, con sus edificios, movimientos y demases… Es una mixtura que, por momentos, está buenísima, y que por otros, da ganas de salir rajando”. Es el sopor y la monotonía que hace que alguien que se fue de su pueblo, de pronto, se encuentre en otro. Rober rescata unos versos del tema “California, Punta Lara“, compuesto por Ramiro, para graficar el asunto: “Es que la vida en el pueblo es así…/ Se pierde en una avenida”.
“Una banda consagrada a la gloria, a la amistad y a la defensa del corazón con guitarras eléctricas”. De esa manera Ramiro sintetizó a Las Estrellas en una entrevista radial del año pasado. Ahora repasa y amplía la definición: “Lo de la gloria tiene que ver con que, en esa cuestión de mixed emotions, somos conscientes del dolor, de lo perdido, de los males del mundo, pero siempre hay un rasgo celebratorio y vital en el sonido, en la dinámica y la actitud del grupo”.
Las categorías de acción y espíritu integran ese orden terrenal al que, con más o menos resiliencia, se circunscriben. “Es un grupo que siempre va para adelante, pero no necesariamente desde un ángulo ligero u optimista, sino que resuelve. Para mí nunca fue tan fácil tocar en una banda. Cada una tiene sus virtudes, pero no puedo explicar ese ‘algo’ que hace que funcione. Vayamos a donde vayamos, enchufamos y tocamos -explica Ramiro con regocijo-. Hay algo de una lucha que es mucho más poderosa que lo ideológico, que es casi de supervivencia. Hay preservación, pero nunca repliegue”.
Si realizáramos una lectura sesgada y focalizada de Algoritmo y sustancia, podríamos incluirla como un capítulo más dentro de una de las obsesiones personales del Míster, un leitmotiv recurrente que se asoma en varios niveles de su repertorio: la injerencia y el impacto de la tecnología en la visión de la realidad, los estragos de industria digital, la avanzada del tecnoliberalismo y el lado oscuro del transhumanismo.
Pero Morete aprovecha a desentenderse del peso particular de esa interpretación y a esgrimir la mirada colectiva del proyecto. “La postura que toma Las Estrellas ante este umbral histórico que estamos atravesando, ante la existencia de ese algoritmo, de esa gran cohesión coercitiva que involucra a todos, es el de una respuesta vital y enérgica, que se da desde la canción y desde las guitarras -afirma-. No nos posicionamos desde un lugar de apocalípticos integrados o enarbolando una bandera de lucha feroz sino que entendemos que, en ese transhumanismo, todavía se incluyen un montón de rasgos de humanidad: abrazos, amistades, que te enamores, que te rompan el corazón, y a veces esas cosas suceden por sí solas, sin demasiadas enunciaciones ni análisis”.
Es inevitable recuperar líneas como “Me voy a un garaje, me voy a la calle/ Me voy donde hay mucho más que vos/ Mucho más que fotos/ Mucho más que likes”, de “Fake“, single solista de 2022, y “Creo que es hora de apagar/ Por un rato el celular/ Y prender el fuego del costado”, de “Plaza Iraola“, de 2024, para trazar un recorrido hasta la canción “Algoritmo y sustancia“: “Y yo vengo a ofrecer mi corazón/ Entre algoritmo y sustancia/ No van a atrapar/ En su celular/ El fuego sagrado”.
El nombre Algoritmo y sustancia surgió aleatoriamente, como un rótulo pegadizo, un slogan semiótico que se desprende del Ritmo y sustancia de Mala Fama, y que se corresponde con los juegos de palabras del Míster, una marca registrada suya (otro claro ejemplo podría ser “El día del prejuicio final“, track del disco solista Las estrellas, de 2021). Lejos de la sobreintelectualización, el título también es la punta teórica de un iceberg conformado por lecturas ávidas de conceptos filosóficos de Espinoza y Schopenhauer, que suscitan “esa idea panteísta de Dios como una entidad que todo lo cohesiona, y que a veces el algoritmo se parece un poco a eso, aunque se trate de un dios un poco menos benigno”, completa Morete.
Ante el imperio digital, Las Estrellas ofrece su corazón, su sustancia. “La banda sabe que todavía se siguen llenando sótanos, garajes y galpones. Todavía nos movilizan un montón de emociones que responden al humanismo -aclara Míster-. No es un manifiesto sobre el algoritmo. El manifiesto es, precisamente, todo lo que el algoritmo aún no controla. El manifiesto es la acción misma”.
La reluctancia de Las Estrellas a ciertos fenómenos son muestras de su esencia. Entre tanto challenge, live y streaming, erigen su propio mito a través de narraciones primales. Como el escritor Rodrigo Fresán dijo alguna vez: “Tal vez, seguro, la mitificación sea el único remedio efectivo a la hora de intentar que ciertas heridas cicatricen y que —como ciertas cicatrices, como las mejores cicatrices— nunca desaparezcan por completo”. Y si hay algo que las IA aún no pueden hacer es cicatrizar una herida.
Escuchá a Las Estrellas en plataformas de streaming (Spotify, Tidal).