“Arno Schmidt, no es una biografía del gran escritor alemán ni un ensayo sobre su obra, tampoco una novela en la que Schmidt aparece como personaje. El título de este libro de Mariano Dupont alude a la Arno Schmidt Experimental Writer´s Residence, una residencia para escritores situada en una base de la Antártida a mediados del siglo XXI y financiada por un excéntrico barón alemán, que anualmente beca a autores de distintas nacionalidades con el fin de brindarles un ambiente propicio y todas las comodidades para plasmar un trabajo experimental”. Así leemos en la contratapa de la última novela de Dupont, editada por Seix Barral. ¿Pero se trata en verdad de eso? En absoluto, pues la referencia acaso opere como marco argumental, y por ende, no cifre su compleja naturaleza. La propuesta de este autor inclasificable tiende al desborde de géneros. Haciendo un verdadero alarde de virtuosismo técnico, la historia nos permite leer de corrido los azares y las mutaciones de su protagonista a través de los límites del lenguaje, el replanteamiento radical de las estructuras narrativas y, sobretodo, las cargas de profundidad contra las creencias y los dogmas heredados. La sinceridad como cualidad literaria. ¿Sátira?, ¿antinovela? Lo maravilloso de Arno Schmidt es que con ella, entre tantos otros aciertos, el autor consigue presentar una novela casi en su estado previo, como si pudiésemos leer el cuaderno de notas de un escritor. Una experiencia tan radical como el estilo “Dupont”.
-El libro se inicia con su llegada a la Antártida, más precisamente a la Arno Schmidt Experimental Writer’s Residence, junto a un grupo de reducidos autores de distintas latitudes, con el fin de poder plasmar un trabajo experimental. ¿Cuáles fueron los motivos por los que decidió incorporarse en su ficción?, ¿por qué?
-El que se incorpora a la ficción es un personaje llamado Mariano Dupont, no yo. Es un Mariano Dupont de papel, una construcción literaria, ficcional. Le di ese nombre porque era una manera de no ponerme a un costado, o por encima, de la caricaturización que pone en juego la novela. No quería moralizar, aleccionar. Tampoco salvarme. Él también es arrastrado por la sátira, por la risa.
-¿Cuánto de ese Yo es autobiográfico?
-Es un personaje, un yo de papel, que tiene cosas mías y otras que son pura ficción. Soy yo pero no soy yo. Si me preguntás en qué porcentajes, no te sabría responder.
-La espesura argumental de Arno Schmidt, su tercera novela, es mucho mayor que la de sus libros anteriores. Podríamos hablar de cierta trama y subtramas que se van construyendo a medida que progresa la historia. Hay una proliferación de anécdotas…
-Sí. Es una novela muy “narrativa”, que por momentos va muy rápido. Quería probar eso, que es algo que me sale naturalmente, y que hasta ahora me venía vedando, un poco por prejuicios, digamos, y otro poco porque en mis libros anteriores estaba probando cosas que iban en otra dirección. Además, es una novela muy dialogada, pero donde la oralidad está ligeramente desplazada, torcida, balbuceada, y por ende muy escrita.
-Hay mezcla de varios géneros. Misterio, aventuras, diario de viaje… una suerte de híbrido. ¿Siente, como el protagonista, que ha abandonado la novela?
-Me parece que la novela nunca se abandona del todo. Por otro lado, ¿qué es “la novela”? Hay tantas novelas como escritores de novelas. Esa frase del protagonista es un lugar común. El lugar común de los escritores “experimentales”. Es un poco una parodia del “narrar se ha vuelto imposible” de Robbe-Grillet. Otra impostura más. Como si hubiera pecados (narrar) que ya no es posible cometer porque las coordenadas históricas cambiaron completamente. Yo veo las cosas de otro modo. No pienso la literatura en términos históricos, y mucho menos evolutivos. Es más, creo que en cierto modo uno escribe contra la Historia, contra las tenazas de la Historia, que nos quiere siempre amordazados, coherentes, edificantes, inteligentes, políticamente útiles. Esas distinciones no me interesan. No soy enemigo del relato. Pero tampoco abogo por él, no lo defiendo, que el relato se defienda solo. Como las novelas “sin argumento” o “novelas del lenguaje”. Que las defiendan los boy-scouts. Los libros, para mí, o tienen vida o no la tienen. Que una novela tenga o no tenga argumento es lo de menos. El argumento o la falta de argumento no garantizan nada. Porque, si no, entramos en una cosa medio de policías, de comisarios, que dicen los libros que habría que escribir: con argumento, sin argumento, para el mercado, en contra del mercado, y así. Que cada cual escriba lo que quiera. Porque, por otro lado, con qué autoridad dictaminamos los libros que habría que escribir. ¿Cómo deberían ser esos libros?, ¿cómo debería ser la literatura? No tengo la menor idea. Mejor no saber. Lo importante, para mí, siempre, es ir más allá. Descolocar y descolocarse. Intentar tocarles el culo a los ángeles, a los pastores del Jardín del Edén.
-El lenguaje aquí, y su trabajo con la experimentación del mismo, está mucho más matizado. ¿Es este su deseo más claro de intentar “responder a la demanda del mercado”?
-Como te dije, ese tipo de oposiciones no me interesan. Hay libros que fueron escritos para el mercado y son extraordinarios, y otros que fueron escritos para la eternidad y son una cagada. La cosa, en mi caso, no pasa por ahí. Por otro lado, ¿qué libros quiere leer el “mercado”? Para mí, el mercado, tan denostado por los tediosos enemigos de la industria cultural, es una entelequia. ¿Quién es el mercado, qué malvados seres lo integran? En todo caso, lo que uno puede hacer es jugar, experimentar, con ciertas fórmulas propias de los éxitos de ventas para ver qué pasa con eso, adónde nos llevan, en qué lugar nuevo nos colocan. En ese sentido, para mí, la escritura es siempre una descolocación, un lugar (o no-lugar) que está hecho para perderse, para extraviarse, para no saber dónde estás parado. Después, una vez que terminaste el libro, si tenés suerte, te podés volver a encontrar, pero de una manera completamente distinta a como eras antes de escribirlo.
-Asimismo ?y tal vez el quid de la cuestión? utiliza la estructura de la novela comercial para sabotearla desde adentro.
-No tengo nada contra las novelas “comerciales”, al contrario. No quise sabotear nada. Simplemente quise liberarme de ciertas taras que venía arrastrando de libros anteriores. Ponerme en un lugar nuevo, desconocido. Y al mismo tiempo, salir a flote, respirar, sacar la cabeza, intentar volver a las grandes ligas. Porque en cierto sentido había tocado fondo.
-Me refiero a que por momentos utiliza el libro para descargarse contra el establishment literario. La impostura de ciertos sectores…
-Mi último libro, Figuras, unas reescrituras de textos filosóficos, no lo quiso publicar nadie. Lo tuve que subir a un blog para que los que quisieran pudieran leerlo. No llegó al papel. Me di cuenta de que había llegado a un cul-de-sac. El repliegue me había llevado lejos pero estaba en el medio del desierto, solo y en pelotas. Entonces, decidí cambiar mi juego. Ver qué pasaba con un libro rápido, narrativo, muy visual, muy dialogado, pero no por eso menos delirante y jugado. De hecho, los fragmentos en donde aparece la “reescritura” del Popol-Vuh son pura torsión, en donde creo que fui más lejos, en cuanto a la experimentación con el lenguaje, que en todos mis libros anteriores.
-¿Se sentiría cómodo si rotularan únicamente esta novela como una sátira, una sátira contra la literatura pasatista, “cromo”, como la llamaría Louis-Ferdinand Céline?
-La novela no es una sátira contra la literatura “pasatista” sino contra la solemnidad, el aburrimiento y las imposturas del medio literario. Sobre todo del medio que nuclea a los escritores “serios”.
-Lo grave.
-Los escritores que hacen la literatura “duradera”, “perdurable”, “definitiva”. Esos escritores que suelen traficar certezas, avales, favores y lamidas de rodilla con el ámbito universitario. Esos escritores entre los que, mal que mal, de alguna manera me encuentro, porque no me considero que esté completamente afuera o por encima de todas esas imposturas, imposturas que en el fondo no hacen más que decirnos que la verdad y la libertad no pasan por ahí. Me encantaría que eso se entendiera.
-Por cierto, dado que usted lo ha traducido y conoce al autor de Viaje al fin de la noche con mayor profundidad y poniendo su obra al margen, ¿qué opinión le merece la persona de Céline?
-Céline era un tipo extraordinario. Alguien que durante la ocupación alemana, como médico, asistía clandestinamente a miembros de la resistencia. Un tipo que amaba a los animales y los consideraba superiores a los seres humanos. Un tipo que hablaba con los crotos, con los borrachos y las prostitutas que se cruzaba en la calle, que simpatizaba con los excluidos de la vida. Un tipo solo, jugado, que, como dice Dominique de Roux, siempre se negó a pertenecer a lo que fuera, y que en cierta manera, por eso mismo, terminó preso. Y podría seguir. Pero bueno, estaba loco, y los locos siempre nos desconciertan con sus actos y sus palabras. No se trata, para mí, de adherir o no a Céline como persona o como escritor, sino de quedarse contemplándolo, sin miedo, con la fascinación que nos producen las cosas que no entendemos.
-Puesto que la novela tiene que ver en parte con los pormenores de la construcción de la imagen de escritor, ¿cómo vivió el fenómeno editorial Bolaño, o Mario Levrero, por ejemplo?
-Los viví como fenómenos, ¿no? Cosas que pasan bajo el sol de la literatura y que en realidad no tienen ninguna importancia. Hay que dejar de juzgar tanto, de pensar tanto, no estar tan pendiente de estas cosas que solo les importan a 30, 40 personas. Por otro lado, los dos están muertos, se murieron antes del “fenómeno”, no pudieron disfrutarlo.
-¿El reconocimiento de todo verdadero autor necesariamente debe ser póstuma?
-No, no siempre. Mirá Beckett. Y hay miles de casos de grandes autores que gozaron de la “gloria” en vida. Pero bueno, la época siempre es estúpida, entonces muchas veces hay que esperar a morirse para que te empiecen a leer y a celebrar. Muerto pasás a pertenecer a otra categoría, mucho más prestigiosa. ¿Cuántos autores fueron rescatados después de muertos? Un montón. La universidad muchas veces se encarga de eso. Pero, ojo, entre los “rescatados” muchas veces también hay autores que no valen nada.
–Arno Schmidt está entretejida por fragmentos que el mismo protagonista escribe durante su residencia: una reescritura del Popol-Vuh. ¿Qué le interesó de ese procedimiento?
-Varios libros míos son reescrituras de alguna cosa. Es algo que me interesa desde hace tiempo, desde Pampa trunca, que es una suerte de reescritura de Los tres gauchos orientales de Lussich. El Popol-Vuh es un texto muy bello, muy poético, un delirio hermoso. Y la idea fue delirarlo más aún, profundizarle la torsión, exacerbársela, encontrarle al poema fisuras por donde mandarse y desde ahí, desde la imaginación (sintáctica y visual), proliferar, a fin de potenciarle, en la medida de lo posible, la emoción poética. Es una reescritura fuertemente “intrusiva”, en el sentido lamborghiniano. Penetrar al modelo para hacerlo estallar desde adentro. Pero, a diferencia de la reescritura lamborghiniana, que hace la combinatoria con los mismos elementos del modelo, sin agregados, lo que yo hago tiene muchísimos añadidos, y a la larga el texto original funciona más bien como un disparador, ya que al final termina desdibujándose.
-No son pocos los momentos donde el protagonista busca cierta soledad para poder escribir. Algo análogo figuraba en Ruidos, su novela anterior. El aislamiento para erradicar cualquier tipo de interrupciones. Da la impresión de que sus textos parecen ser muy pensados. ¿Suele preguntarse sobre el valor de lo que escribe mientras lo hace?; ¿por qué?
-Me pregunto, sí. Y trato de que ese pregunta esté en el texto mismo. Es más: esa pregunta muchas veces funciona como una suerte de leitmotiv, de pespunte para coser el texto, para sostenerlo y que todo no se vaya a la mierda. Acá, en esta novela, esa pregunta sobre el valor aparece puntualmente tematizada en el diálogo con la licenciada Gutiérrez. ¿Qué es lo que le da valor a un texto? ¿Quiénes son los que dictaminan el valor de un texto literario? ¿En qué nos basamos para decir que un libro es bueno o es malo? Si nos olvidamos de los criterios generales de la academia, del gusto del periodismo especializado o de las preferencias estético-comerciales de las editoriales (instituciones que tradicionalmente establecen esos dictámenes y que nos iluminan el camino del que no hay que apartarse para no terminar siendo un paria literario), nos quedamos entonces con el culo al aire, sin juicio. Y ahí es cuando la cosa se vuelve más interesante.
-¿Siente curiosidad por los circuitos de legitimación que atraviesan sus libros?; ¿la opinión de la prensa y la crítica, por ejemplo?
-Sí, claro que me interesan las críticas. Pero al mismo tiempo, salvo raras excepciones, siento que hacen patito, que no llegan al hueso. Y no hablo solo de las reseñas de mis libros, que en general, sobre todo de mi última novela, han sido muy escasas y hechas por amigos generosos, sino de la crítica en general, que está como en estado de coma, ¿no?, hiperindolente, achanchada. Es verdad que lo que se gana en el periodismo cultural no ayuda mucho, pero bueno, me parece que eso no es una excusa para escribir reseñas que tienen, pongamos, 7 mil caracteres y no dicen absolutamente nada, que son un pedo de cuis. Como que se quedaran con la cáscara y les diera fiaca, o miedo, ir un poco más allá, aventurarse en alguna lectura un poco más suelta, arriesgada. O tal vez no les dé, qué sé yo.
-¿Cómo es su relación con los editores y editoriales?
-Compleja, como la de casi todos los que escriben y publican. Pero la mayoría son amigos, y salvo algunos pequeños malentendidos que he tenido con algunos de ellos, las diferencias después se diluyen, la amistad no se resiente. Nunca me peleé definitivamente con ningún editor. Me olvido rápido. Y sé perdonar. Y ellos también, supongo, me perdonan a mí, que a veces, cuando siento que se están haciendo los boludos conmigo, me puedo poner medio cabrón e hinchapelotas. Hay que entender que hacer libros es un negocio en el que hay guita de por medio. Y cuando hay guita de por medio, siempre hay problemas.
-¿Qué piensa acerca del fenómeno de las descargas gratis en Internet, los derechos de autor, el creative commons, y el copyleft, etc?
-No tengo una opinión muy formada sobre eso. Creo que internet vino a cambiar todo. Y esto recién empieza. Por un lado, creo que estaría bueno que los libros estuvieran disponibles para que todo el mundo se los pudiera descargar gratis ?o a un precio muy barato?, para leerlos en su kindle o en su computadora. Que los libros estuvieran al alcance de los bolsillos más precarios. Y por otro, me parece justo que si a un libro le va bien, si se vende y hay gente que gana plata con él, que el autor (o el traductor) sea el primer beneficiado, que no lo garquen, que es lo que sucede casi siempre.
-¿Le interesa más leer o escribir?
-Las dos cosas.
-¿Por igual?
-Hay épocas en que leo más y otras en que me dedico más a escribir. Generalmente, cuando leo mucho no escribo, y viceversa. Y hay épocas en que estoy con otras cosas, otras preocupaciones, y en las que leo y escribo poco. Casi siempre me pasa que cuando escribo, sobre todo cuando el libro ya está avanzado, me dedico solo a eso. Pongo el foco ahí, casi involuntariamente. Me pongo medio obsesivo. Algo que también tiene que ver con las ganas de terminarlo, de cerrarlo, para poder pasar a otra cosa.
-Hay un dato curioso. El libro que su otro yo saca de las estanterías de la biblioteca en la Antártida data de 2035. ¿Por qué decidió situar la narración dentro de veinte, treinta años?
-No bien empecé a escribirla, supe que era una novela cuya historia transcurría en el futuro. Pero quería que ese futuro fuera cercano. No me preguntes por qué. Me gusta mucho la ciencia ficción, sobre todo algunos autores, como Philip Dick, Thomas Disch, Kurt Vonnegut, los satiristas. Campo de concentración, de Disch, y La república de los sabios, de Arno Schmidt, son dos modelos que tuve en cuenta para la escritura del libro.
-Me gustaría saber sobre su experiencia como lector. ¿Hay alguien a quien pueda llamar su maestro literario?. Hace unos instantes mencionó a Lamborghini.
-Sí, a Leónidas Lamborghini, a quien tuve la suerte de conocer en 2003 y que en cierta medida cambió toda mi relación con la literatura, y por ende con la vida. Yo ya había leído algunos de sus libros, pero entrevistarlo, conocerlo, frecuentarlo cada tanto, escucharlo, me cambió todo. Era una persona maravillosa, además de un poeta inmenso.
-¿Qué lee actualmente?
-Actualmente leo la Vida de Henry Brulard, de Stendhal. Que mecho con otras cosas, como un libro sobre el Bushido, la novela El tutú de Princesa Safo, y otras cosas más y que a veces no me acuerdo que empecé a leer y que interrumpí. Porque tengo los libros medio dispersos por todos lados, agarro un libro, lo empiezo a leer, lo interrumpo, después agarro otro, leo un poco, lo interrumpo, y así los voy terminando. A veces, una novelita de 100 páginas me lleva varios meses leerla, y otras, una novela de 400 páginas me la leo en una semana. Soy un lector muy poco sistemático.
-¿Fue el aporte de Adam Selfie, su fotografía de la solapa, otro guiño más a esa apuesta por la metaficción que atraviesa el libro?
-Lo de Adam Selfie fue un chiste de Mariano Valerio, el editor.
-Última pregunta. Su primera novela Aún, le valió el Premio Emecé. Tiempo después fundó una editorial independiente llamada Ediciones Cada Tanto con la que publicó cuatro libros de poesía; dicta talleres de escritura… Su oficio es el de escritor. En el arte de narrar, ¿existen normas prohibitivas o todo vale a la hora de explorar las posibilidades de la escritura?
-Creo que no. Es más: me parece que, precisamente, en literatura, se trata de ver qué es lo que la época “prohíbe”, que es lo que la época no quiere que se escriba, para entonces ir y escribirlo. Escribir lo que no hay que escribir. De ahí sale lo mejor. Los libros más interesantes siempre son aquellos que se escriben en contra de su época, en contra de los cantos de sirena del Zeitgeist.