El tiempo, en su misterioso e inevitable paso, deja sus huellas en el arte. Está en la música que es olvidada, en las canciones sin terminar que nunca verán la luz, en los proyectos de discos que quedan abandonados, en las bandas que deciden separarse y años después volver; el tiempo avanza y acumula en la imaginación fantasmas de lo que no pudo ser. A la vez, hay ideas que resisten el paso del tiempo, obras que requieren de un largo y arduo proceso hasta por fin ser publicadas y cobrar su adeudada vigencia. Lo que se dice trascendencia, tal vez.
Al músico argentino Pablo Malaurie le llevó cerca de ocho años terminar su tercer disco, La cabaña destrozada (2021). Y, sin embargo, el paso del tiempo parece desaparecer al escuchar estas nuevas canciones. A su manera, la música de Malaurie esquiva la tentación de volverse un acto nostálgico o seguir las tendencias musicales actuales. En cambio, sale al encuentro de lo perdurable, creando canciones que, durante el tiempo que duran, nos dan esa ilusión de eternidad.
Claro que esos años no vinieron solos. “En el medio me tuve que preguntar de qué vivir -cuenta Malaurie en conversación con Indie Hoy-. Hice trabajos de carpintería, música para series, y eso me ocupó bastante tiempo”. Durante ese período, también comenzó un proyecto de álbum titulado FM 100, que lo llevó a experimentar de lleno con la electrónica, los sintetizadores y las máquinas de ritmo. Una muestra de ese proceso se puede escuchar en las reversiones de su EP de 2014 La novela y en la influencia techno del single “Frequence de L’Oréal” de 2017.
Pero durante el proceso, Malaurie se dio cuenta que tenía que volver y retomar el viaje conceptual que había emprendido en 2013 con su disco El beat de la cuestión, álbum que en su momento describió como un “viaje de una cabaña destrozada hacia una discoteca”. Esto implicó articular la experimentación electrónica alrededor de las composiciones y no al revés, dando un mayor protagonismo a lo que siempre fue el fuerte de Malaurie: las melodías vocales.
“La cabaña destrozada empezó con un millón de notas de voz en el celular -recuerda-. Se fue haciendo a partir de pedacitos de grabaciones, de muchas posibles canciones que después se fueron uniendo. Como siempre, la grabación se hizo un poco larga. Laburar con poco tiempo y pocos recursos hace que el proceso se vuelva largo y doloroso. Empezás a poner todo en duda, odiás todo”.
A diferencia de El beat de la cuestión, en donde había contado con una banda estable de músicos, La cabaña destrozada fue un disco creado en soledad, con una mayor parte del proceso hecho en casa durante las altas horas de la noche. “Parece que hay una especie de banda, pero soy casi todo yo -admite Malaurie-. Es el disco más post karaoke que hice”. Fue a fines de 2019, con la ayuda del productor Mariano “Manza” Esaín, que esas notas de voz comenzaron a tomar la forma de canciones. “El laburo en solitario no tenía destino, necesitaba abrirlo para que exista, estaba en un loop que no conducía a nada. A la vez soy muy obsesivo, me gusta controlarlo todo, pero la mirada del otro es necesaria”, agrega.
Malaurie y Manza vienen trabajando juntos desde Mataplantas, la banda de pop psicodélico que integró durante la década de los 2000 junto a Pablo De Caro y Maximiliano García y volvió a reunir en 2017. Reconocido dentro de la escena nacional por haber integrado las bandas Valle de Muñecas, Menos Que Cero y el proyecto folk Flopa Manza Minimal, Manza siguió a acompañando a Malaurie produciendo su primer disco solista, el hoy clásico El festival del beso (2010).
¿Qué encontrás trabajando con Manza?
De todo, ideas, un mundo sonoro. Es muy lindo investigar procesos de grabación con Manza y experimentar con cosas, como también lo hicimos en El festival del beso con [el productor] Nico Gullotta en MataRex Estudio. Probamos muchas cosas, como grabar la toma de voz con un micrófono y con un grabadorcito de periodista. En “Vení” se escucha bastante eso, se arma una cosa rara porque la cinta se va moviendo. También jugamos con grabar en distintos lugares. “Carmencita” la grabamos en lo que hoy es la cocina del estudio, la voz directamente enchufada a un pedal de delay y saliendo por un amplificador chiquito, y esa es la toma. “El miedo no” la grabamos en un galpón y al final me voy alejando del micrófono, como un fade out, y aparece la reverb natural del lugar. Esas cositas son muy lindas.
Me acuerdo de haber leído en entrevistas tuyas de esa época que encontraste tu voz canalizando el canto de tu abuela.
Sí, en realidad fue algo que empezó en Mataplantas como un juego, algo que para mí evocaba a Libertad Lamarque. Era un falsete que lo amplificaba con un delay, surgió como un recurso para los momentos de improvisación en los shows de la banda. Y al tiempo me acordé del canto de mi abuela Pichina, que hacía un falsete como ese. Es una abuela con la que originalmente no había tenido un gran vínculo, pero en una época nos desalojaron del departamento que alquilábamos con mis viejos y tuvimos que ir a vivir a su casa. Y ahí sí se armó un vínculo más fuerte. Tengo la imagen de ella lavando los platos y cantando en italiano.
El festival del beso tiene ya más de diez años y en vivo seguís tocando temas del disco, pero no se siente como un acto de nostalgia…
Creo que hay una emoción en esas canciones que necesito experimentar para performearlas. También busco darles un enfoque diferente, más electrónico, porque me flashea que las canciones puedan ser de un millón de maneras y a la vez sigan siendo la misma canción. Es el recurso que encontré para poder tocarlas y no aburrirme, para poder seguir creyendo en eso.
¿Te pasa de emocionarte cuando escuchás tus propias canciones?
A veces sí. Es la medida que uso para hacer una canción. Me pongo a jugar con la guitarra, voy explorando en las zonas que ya vengo transitando, y en un momento me quiebro. Tengo un par de grabaciones en el celular llorando mientras toco, es como la canción del llanto. Ahí es cuando creo que encontré algo, un disparador de una emoción, pero lo tengo que ir a buscar, no sé dónde está, no hay una fórmula. No hay letra, no hay nada, es algo que aparece.
Si bien el proceso de La cabaña destrozada ocupó varios años, todas las letras del disco fueron escritas en 2021, durante el limbo de la pandemia mundial. Eso puede explicar por qué, quizás por primera vez en su repertorio solista, Malaurie deja entrever su postura con respecto a la situación social y cultural de los tiempos que corren. Por momentos desencantado, pero siempre acertado, el artista deja en claro su visión acerca de las modas musicales establecidas por la industria, las emociones mediadas a través de las redes sociales y la sensación generalizada de un apocalipsis inminente. Estas reflexiones culminan en “Lo que sea que me hayas dicho”, un recorrido electrónico y barroco de siete minutos que se alza como la pieza central del álbum y una declaración de principios para Malaurie.
Sin embargo, La cabaña destrozada no se siente como una simple crítica o acusación. A lo largo de sus ocho canciones, la verdadera inquietud de Malaurie está en la pregunta por la libertad: ¿Cómo se puede sentir libre en una actualidad regida por algoritmos? ¿Hacia dónde mirar en un mundo en el que parecen no quedar horizontes libres? La respuesta a algunas de estas preguntas parece estar en el amor. Y es que Malaurie siempre fue un romántico. En “Viniste” y “Enfriamiento global”, las dos canciones que sirvieron de adelanto al disco, describe encuentros amorosos como si fueran revelaciones, episodios que parecen señalar hacia un destino incluso en un mundo sin futuro. En un disco que encuentra a Malaurie con mucho que decir sobre la actualidad, es en esos momentos en los que el cantautor se queda sin palabras y recurre al tarareo.
“En un momento me di cuenta que el disco era cien por ciento tarareo -cuenta-. Lo que me interesó es que en algunos momentos el tarareo se fue volviendo una letra. Mi construcción poética o narrativa siempre está en función de una sonoridad, y si el tarareo entra perfecto y encima le puedo dar un sentido, me amo, lo logré. También me gusta porque es como, ‘todo lo que yo atiné a decir, turu ruri ruru…’, y para mí está clarísimo, pero puede significar cualquier cosa”.
¿Cómo te llevás con la nostalgia?
Yo no creo que sea mejor antes, creo que todavía no es mejor, digamos. Estamos llegando a algo, siempre estamos transformándonos en algo. O sea, yo vengo de otro siglo, es muy fuerte eso. Como que uno al principio dice “bueno, las nuevas generaciones…”, pero hay gente que nació en otro siglo que vos y que ya está en una. Es muy fuerte.
¿El cambio generacional te hace sentir enajenado?
No, pero creo que hay una saturación. Hoy es como que el discurso de todo el mundo está disponible todo el tiempo, es un vicio. Yo estoy en Twitter, soy masoquista también, pero trato de calmarme un poco, no es necesario estar al día con todos los temas, con toda la música. Me agota bastante. A veces necesito un momento de silencio.
¿Y dónde encontrás ese silencio? En el disco, la libertad aparece siempre depositada en otra persona, en el amor.
Vivo en un pasaje acá a la vuelta [en San Telmo], un pasaje que entrás por una calle y tiene salida por otra calle, es como una ele que cruza la cuadra. Y ahí adentro no pasa nada. Hay una palmera, y se escuchan los pajaritos. Pero sí, como vos decís, está el amor. Dicen que si es cursi es porque es cierto.
¿Te sentís desencantado con la industria musical y la escena independiente?
Eso siempre. Yo jamás me sentí realmente parte de una escena. El indie nunca entendí muy bien qué es, pero entiendo que ya no existe más. Me siento a salvo estando fuera de cualquier escena, me siento con esa libertad. Hoy por hoy, no sé bien qué significa sacar un disco. Un experimento como El festival del beso, cuya premisa era no mandárselo a ningún periodista, no podría existir. Nunca me manejé con las reglas, y hoy hay un montón de reglas para seguir. Veo eso, que hay mucha fórmula, no solo logísticamente sino musicalmente, y me parece que achata un montón. Y no solo eso, sino que esa fórmula está validada por la prensa y el público, lo que quiere decir que entrar en esa fórmula sería el camino.
Sacar un disco en una época en la que el modelo comercial es el single es ir en contra de la corriente.
Hoy volvimos al simple, por una cuestión marketinera como lo era en su momento, más instantánea. Hay carreras de artistas sin disco, puro simple. Pero la duda que tengo del hoy es sobre la trascendencia de una canción. En una época de tanta saturación y sobreinformación, ¿qué sucede con la canción? Más allá de la promoción que le des o el alcance que tengas, ¿qué pasa con la canción en su función de evento emotivo? Porque la canción tiene algo, lo mejor del mundo, que es que no existe; la canción no se puede ver, es como magia, digamos. Para mí, poder emocionar con una canción es la aspiración máxima.
En el disco señalás muchas situaciones actuales de la actualidad que atentan contra esa libertad, pueden ser modas, algoritmos, fórmulas, reglas de la industria. ¿Dónde buscás esa sensación de libertad?
Es raro, porque la imagen que yo tengo de la libertad puede parecer lo opuesto. Yo hice el disco en soledad, y para mí la libertad está ahí adentro. Por ejemplo, ahora estoy encerrado en mi casa, ni siquiera haciendo música nueva, sino sampleando y ensayando cómo tocar ciertas cosas en vivo. En ese mundo, aunque pueda ser un encierro, soy libre, porque no está regido por ninguna regla.
O las reglas las ponés vos.
No sé si yo pongo las reglas. Me manejo en la cancha que yo puedo jugar. El disco es eso, es mi manera de hablar. Y que eso no calce en el modelo que está propuesto por la industria, ese es mi statement.
Pablo Malaurie se presenta el viernes 6 de mayo a las 20 h en Niceto Bar (Av. Niceto Vega 5507, CABA), reservas disponibles a través del sitio de Niceto Bar. Escuchá La cabaña destrozada en plataformas de streaming (Bandcamp, Spotify, Apple Music).