Si alguien encendiera la luz del techo, vería barbijos pendiendo del portallaves, zapatillas desparramadas junto a la puerta y frascos rociadores de diferentes tamaños —cargados de alcohol diluido en agua— ubicados aleatoriamente en diferentes sectores del departamento. Pero la oscuridad es casi absoluta. La única fuente de luz proviene de la pantalla de una computadora instalada en un escritorio del living comedor.
Sentado ante ella, algo encorvado, sosteniendo un micrófono, con auriculares contra sus orejas, hay un hombre alto y pálido, de casi 40 años. Sus ojos abiertos, subrayados por ojeras inmanentes, siguen con atención las indicaciones de un tutorial de YouTube. Está buscando la manera de configurar y procesar su voz a través de un sintetizador MIDI y aplicarlo al software Ableton Live.
Más allá de esa dificultad técnica, dudas esenciales persisten en alguna parte de su mente. Preguntas punzantes, fantasmales, que están allí desde hace tanto tiempo que se han vuelto parte suya: ¿Podrá él, Roberto Aleandri, cantante y compositor de la banda neuquina Atrás Hay Truenos, ser un músico o artista por fuera del grupo de amigos con el que comparte y toca hace más de 15 años? ¿Podrá trazar una trayectoria paralela a esa familia y conjurar un imaginario propio? ¿Podrán sus maquetas, sus bosquejos de canciones, ser algo más que destellos fugaces y fundirse en una narrativa sólida?
Repasa brevemente el instructivo. Minimiza la ventana. Son las tres de la madrugada. Si se sacara los auriculares, se encontraría con el silencio penetrante de un planeta confinado. No puede hacer mucho ruido. Mecha, su compañera, duerme en la habitación de la izquierda. Domingo, su hijo de cinco años, descansa en la habitación de la derecha. Pulsa REC.
Su voz le llega deforme, como empapada de un químico corrosivo, transformada en un elemento electrónico. Las palabras se vuelcan sobre unos acordes que acaba de componer, se esparcen en el lienzo grillado mientras pone a prueba el tutorial. Casi en un susurro, masculla términos ininteligibles, se deja llevar por el lenguaje del instante con la intención de continuar la melodía. En sus expresiones no hay un sentido específico, no hay un significado recóndito. Solo prevalece la voz, guiada por una corriente sin origen. Roberto es consciente de que está ante un fenómeno poco frecuente. Un milagro, podría aventurar, solo comparado con los que acontecen en algunos shows en vivo o con los que experimentó en los ensayos iniciáticos de su banda.
Mecha sale al pasillo y se encuentra con su compañero balbuceando frente a la computadora. Le pregunta si está bien, un poco asustada. Él levanta la mirada, poseído, extático, solo para ver en ella una representación desafortunada del hombre de Porlock. “Andá, andá, no me distraigas, está todo bien”, le dice haciendo aspavientos y gesticulaciones con la mano, en un esfuerzo por conservar el trance. Retoma la grabación. Cierra los ojos. Se concentra y, como si se tratara de un anzuelo infalible, pronuncia un sonido desconocido y se engancha nuevamente en la melodía.
El sonido es una combinación de consonantes y vocales que se estira hasta formar una unidad: bresí. Cuando termina, lo primero que hace es borrar lo registrado e intentarlo de nuevo sin interrupciones. Insiste en ese fragmento, seguro de que hay algo ahí. Pero la toma nueva es un desastre. Un temor más fuerte lo paraliza: ¿acaba de perder todo aquello? Las teclas desfibriladoras Ctrl + Z traen de regreso del éter al track entero. Escucha todo. Lo repite. Lo escucha una y otra vez, cautivado, absorto, hasta que los contornos de los muebles a su alrededor empiezan a distinguirse. Roberto se saca los auriculares. Apaga la computadora. Por hoy, las preguntas ya no resuenan en su mente. Amanece y hay una nueva palabra en el mundo.
Bresí como un escalofrío, como una vibración, un ascenso, una resonancia, una fluctuación metafísica. Como una manifestación sensible, tan atómica como expansiva, en el que lo orgánico y lo psíquico se conectan a través del ejercicio creativo, del contacto con los instrumentos y las herramientas de trabajo. Bresí como el asombro que se genera ante algo que no estaba allí y que, de pronto, de un segundo a otro, se materializa y te perfora y te hace temblar. Como un acto mágico para el que no existen fórmulas o atajos. Como una energía voluble, que puede brotar tras horas de dedicación o bien presentarse ante el mínimo esfuerzo.
“Como cuando estás mucho tiempo con los ojos cerrados, o en un cuarto oscuro, y volvés a ver la luz… ese flash. Lo mismo espiritualmente… la iluminación”, cuenta Roberto en conversación con Indie Hoy, intentando representar las influencias de fuerzas invisibles. Bresí, podríamos decir entonces, como un derivado propio del término budista “samadhi” o del significado místico sufí de “sama”. Estar en trance, alerta, absorbido por matices y estructuras que se despliegan en el momento, fuera del tiempo, fuera de toda noción de que lo que está sucediendo es o será un producto de consumo.
En su debut solista, Roberto profundiza la veta experimental y anímica de Bronce (2016) y, especialmente, de las reversiones de Bronx (2019). Son siete canciones cargadas de pulsiones rítmicas y extractos sonoros, de texturas indiscernibles, espacios abiertos y rasgos de electrónica casera y nocturna. La voz de Aleandri, lánguida y digitalmente camaleónica, aborda los estados de un amor que no termina de extinguirse en un escenario apocalíptico que no deja de cambiar de forma.
El disco —”un viaje largo y difícil, pero también hermoso y gratificante”, como expresó en sus redes sociales— estuvo signado por las contingencias, el azar, las casualidades, el poder de las limitaciones, la participación activa de amigos y conocidos y, sobre todo, el impulso hacia lo desconocido. “Cada canción fue un universo aparte. Se fueron desarrollando como células separadas. Como que cada arreglo o sonoridad se dio medio que sin querer. En general, no hubo un planeamiento específico”, revela Roberto.
Ese procedimiento tan intuitivo como desordenado de composición luego decantó en su unión con el mendocino Leandro Isaguirre, el músico detrás del proyecto de electrónica psicotrópica Hijo Único. En su rol como productor, Leandro ayudó a definir y refinar la intimidad de cada uno de los registros. La colaboración afianzó la identidad de Aleandri, basada en los tratamientos de sonidos y en la experimentación del momento.
Es el 18 de noviembre de 2018, son las 21:17 horas y, con el asunto “lo de hoy”, Roberto envía por mail a los integrantes de Atrás Hay Truenos el archivo mp3 titulado “formula – 1”. Es el demo de una composición propia que desarrolló luego de que el resto de la banda no se presentara al estudio donde se encuentran perfilando al sucesor de Bronx.
Ha sido una jornada más que productiva y está ansioso por saber qué opina el resto del equipo, pero transcurre una semana y no recibe reacción alguna. En los encuentros posteriores ninguno de los Truenos menciona el tema. Ese despiste, ese correo desapercibido, es una señal que refuerza el ímpetu por embarcarse en un experimento solista.
A mediados de 2019, la canción entra en los planes de producción de un sello independiente (se realizan sesiones de estudio e incluso Marton Marton participa y suma algunos sintetizadores), pero meses más tarde el covid se disemina y paraliza el país. Otros infortunios organizativos frustran definitivamente el lanzamiento. La canción en sí misma también tendrá modificaciones y pasarán casi tres años hasta que adquiera su sonido definitivo.
La versión final de “Fórmula uno” merodea el synth pop más bailable: una base rítmica sencilla, guitarras que producen reverberaciones juguetonas y acordes despejados, líneas de bajo que se acoplan e inmiscuyen entre las programaciones burbujeantes de un laboratorio futurista. Aleandri es un crooner maquinal que repasa las instrucciones de una receta fallida. A pesar de (o gracias a) que su voz está impregnada de vocoder, consigue transmitir la tolerable resignación de ser insaciable, incluso después de la muerte.
A finales de 2020, Roberto y su familia se mudan de departamento. Roberto instala su home studio (“tenía una guitarra acústica, una plaquita de audio muy mala, un microfonito y un teclado Kawai que me había dado un familiar, de esos con cien bancos de sonido”) en un escritorio del living comedor. Cuando todos se acuestan, se sienta y trabaja hasta bien entrada la noche, siempre sigiloso, a mínimo volumen, para no perturbar el ambiente. Estas condiciones de producción marcarán la tesitura del relato del disco.
“Creo que lo que une a todas las canciones es la voz, que está casi susurrada. Esto tiene que ver con que lo compuse con mi familia durmiendo en las piezas de al lado -admite-. Cenábamos, todos se iban a dormir y yo aprovechaba ese rato de madrugada. Y era todo súper suavecito para no despertar a nadie. Nunca lo había pensado, pero cuando descubrí ese hilo conductor me dio ternura”.
Un día, Roberto ve un posteo de Instagram de Mariano Di Césare -a.k.a El Príncipe Idiota, cantante y guitarrista de Mi Amigo Invencible-, en el que cuenta que está produciendo desde su casa, a través de sesiones virtuales, y que si a alguien le interesa se contacte con él. Pronto comienzan a trabajar juntos.
Es la primera vez que colaboran musicalmente, pero su amistad se remonta al rodaje de Metales aliados, registro documental que Di Cesare hizo de los márgenes cotidianos de Atrás Hay Truenos durante el proceso complejo de tres años de elaboración de Bronce. Entre intercambios de archivos y un par de encuentros cara a cara (con barbijo), otro de los demos de Roberto —“un dub medio chacarera que tocaba en la guitarra”— cambió de energía.
En “Radiación“, el groove del bajo se ajusta sobre una marcha techno y minimal, una reacción en cadena con virajes inesperados hacia la pista de baile. Aleandri parece interpretar el papel del operador de una planta nuclear que trata de contener una catástrofe que ya se cierne sobre todos. Sus intentos de rescate producen efectos digitales, variaciones en el ritmo de la falla: aprieta botones, baja palancas, acciona sistemas de emergencia. Pero los reactores están más que sobrecalentados y la máquina de humo del lugar despide una nube tóxica que desintegra la atmósfera.
¿Cómo te hace sentir que un disco que empezó a gestarse en un escenario tan apocalíptico sea publicado en un contexto recrudecido como el que vivimos hoy, al que también, quizás, podríamos ponerle el mote de catastrófico? ¿Hay algo que se haya resignificado?
Una de las cosas que me hicieron tomar la decisión de seguir adelante y sacar el disco fue reparar en que, si bien muchas de las impresiones que me llevaron a componerlo y los primeros genes del disco tenían que ver con la sensación apocalíptica de encierro, no perdían nada de sentido en el mundo en el que estamos viviendo hoy, ¿no? No solo por la situación en Argentina, que es tremenda, sino a nivel mundial. Hay guerras por todos lados. Estamos entrando en una locura. Y me di cuenta de eso, de que no perdía sentido y de que no lo va a perder nunca. Hablar de guerra, de amor y desamor son cosas que nunca van a pasar de moda. Son tópicos universales. Sentí que el disco podía encastrar en eso. Me pasó también que en “Pax“, una de las últimas canciones que aparecieron, abordé una cuestión sociopolítica en una letra. Nunca lo había hecho.
¿Y qué sensaciones tuviste?
Me dio bastante temor porque hay nombres propios. También me parece que ese tema unió el sentimiento apocalíptico de encierro con la realidad del presente. Tuve la sensación de que esto sigue siendo actual, que el disco podía y tenía que salir. Sirvió también hacerme cargo de que empecé esto en la pandemia, porque siento que la actitud general es olvidarse un poco de eso. Y fue un hecho tremendo. Vivimos una epidemia mundial. Es muy fuerte. Las repercusiones están más latentes que nunca, en las formas de experimentar los recitales, de ver películas. Implicó decirme “bueno, cuando tenga que explicar de dónde viene este disco, voy a decir que de la pandemia. Y si no les parece moderno, o no están de acuerdo con la coyuntura actual, ¡fuck you!”.
Dos de la madrugada. Roberto camina de regreso a su casa luego de una reunión con amigos. Hasta hace un rato estuvo “quemándoles la cabeza” con Elon Musk, el excéntrico magnate con aires de conquistador detrás de Tesla, Neurolink, SpaceX y Twitter (innecesariamente despojada de su identidad y rebautizada como X). Un “bruto” que lo tiene tan cansado que le descompone la idea de que exista gente fanática de alguien así.
Otros personajes igual de controversiales se cuelan en su mira ambulante. Las elecciones presidenciales se acercan y los pronósticos no son alentadores. Roberto mastica la bronca de una forma categóricamente inusual: comienza a rapear, y en inglés. Llega al departamento. No hay nadie y el “estudiecito” está armado. Activa el sistema y empieza a jugar, a tirar la letra sobre el sample de una batería. “Salió ahí, de un tirón -describiría más tarde-. Fue como medio terapéutico, catártico, ante todo el garrón de lo que se venía”.
“Fuck to Elon/ Fuck to Mark/ Fuck Peluca”, puede escucharse en la confrontativa “Pax”. Ecos densos y siniestros se alargan y atraviesan una atmósfera nocturna. Una operación clandestina que se despliega entre las sombras de una ciudad sitiada, una exhortación a la acción entre sirenas y haces delatores. Los motivos rítmicos del bajo como la base de un plan contraofensivo, los rasgueos breves de la guitarra como siluetas escurridizas e imperceptibles a los ojos del enemigo.
“La respuesta a la pregunta de si era artista por fuera de la banda era no, y no me estaba gustando esa respuesta -confiesa Aleandri, quien a principios del 2023 consideró que su colección de canciones ya había adquirido la sustancia de un disco-. Entonces me dije, lo voy a hacer y termino con esta historia que me martilla la cabeza”.
En el trabajo de revisar y recolectar grabaciones, Roberto encontró una carpeta titulada “Yulius”. El track era el resultado de un ejercicio de taller virtual de producción que realizó con el músico Pablo Marcaccio, alias ZXZO, a principios de 2022. Había elegido para samplear el tema “La carretera” de Julio Iglesias, que un amigo melómano le había compartido convenientemente el día anterior al inicio del taller (“es Cocteau Twins con la voz de Julio Iglesias”, fue su observación al mandárselo). Así que, por dos meses, con la “excusa de achurarlo a Julio Iglesias”, se reunieron una hora a la semana hasta que la composición alcanzó cierto espesor. “Nunca tuve la intención de que fuera una canción ni nada, pero la recuperé y me pareció hermosa”, admite.
“Pareces Argentina/ Tu locura infinita/ Sos la tierra divina”, desliza Aleandri en una parte de “Yulius“. “Me pareció una imagen fuerte y maravillosa. Algo que no podés rechazar, que no vas a ver en ningún lado, y que te gusta y te vuelve loco a la vez”, cuenta. Un piropo agudo y singular al final del periplo del disco, en el que todo intento por olvidar fracasa y termina por perder su propósito.
En un momento de Bresí, se siente un acercamiento a esos elementos experimentales que proliferan en Bronx.
Mucho de esa experimentación vino de ahí, sí. Bronx lo compuse yo, básicamente. El 80% de los sintetizadores los grabé yo. Y las remezclas las compuse en mi casa, lo armé con todo el material que había. Después se sumó Diego Martínez, el bajista, para terminar de producirlo. Pero como que viene de mi lado esa visión, esa parte. Y creo que hay algo de eso también en este disco, y de mis formas de componer y de producir.
¿Podría decirse que llegaste a una confirmación de una manera de grabar o componer? ¿O que alcanzaste un sonido propio?
Me encantaría tener la certeza de decir que tengo un lenguaje propio, que es mi estilo y me reconocerían en todo el mundo. Sería el súmmum como artista. Ojalá llegue ahí alguna vez. Quizás ya existe y yo no lo veo. Pero bueno, la sensación es que no, que todavía tengo mucho camino por recorrer. Con este disco siento que el panorama es muy amplio, como que no estoy atrapado en un género o en una sonoridad específica. Me puedo mover para donde quiera. No sé cómo terminará siendo el próximo disco, pero puedo hacerlo como quiera y encontrar un camino que no está en mi cabeza. Eso es lo que más me fascina de todo. Por más que yo tenga ideas de lo que quiero hacer, hay hechos, sucesos, que escapan a uno. Es como una realidad paralela que se cuela en lo que estás haciendo y que aporta elementos. En esos momentos siento que el arte se manifiesta realmente. Cuando esos elementos se cuelan y te agrandan el universo, te hacen sentir que estás completo. Es un instante de belleza.
El poder del azar…
El poder del azar, pero tiene que ver con una tarea precisa, que es estar ahí trabajando. Es algo que no está en nuestro control, pero sos vos al mismo tiempo. Ocurre porque vos estás ahí.
Es lo que pasó en “23“, ¿no?
Claro.
Faltan diez minutos para las 17. Roberto toca el timbre del estudio de Leandro. “Ahí termino, estoy con Xime”, le dice el productor por el portero eléctrico. Se refiere a Ximena Nierderhauser, flautista y colaboradora de Lucila Pivetta, El Príncipe Idiota e Hijo Único, entre otros, que justo se encontraba en una sesión de grabación para Baby Leo (2023), el último EP del proyecto de Isaguirre.
Roberto aprovecha el interín y va hasta la esquina a comprar una lata de cerveza. Al rato, los tres están poniéndose al día en la calle. Trago que viene, trago que va, a Leandro se le ocurre: “che, Xime, ¿no querés tocar unas flautas?”. Ella no lo duda. Suben y Roberto sugiere que escuchen la versión primigenia de “23”, que solo contaba con la voz y unas teclas de piano eléctrico.
Una hora después de sacar su flauta traversa del estuche y sentarse ante el micrófono, Ximena grabó los que se convertirían en los arreglos medulares de la canción. Aquel encuentro casual fue mágico para todos. “Estábamos como en un éxtasis. Fuimos a comprar más birras para brindar, felices de lo que había pasado”, concluye Roberto.
En “23”, pieza central de Bresí, el amor se revela como un sueño hermético, una trampa sellada al vacío, una pulsión inmarcesible con el diseño de un círculo vicioso. La voz de Aleandri flota con las estelas bucólicas de la flauta y las vibraciones subterráneas del cello, en un recorrido trazado por teclas suspendidas y que discurre con pausas ínfimas entre acordes, con intersticios de vacío por los que se cuela la naturaleza del desconsuelo.
La fuerza de las vicisitudes desbordó lo musical y también propició la portada del disco. “Tenía muchas ideas, de invitar a tal artista o a tal otro, pero no los fondos que se requerían para esa inversión. Así que decidí resolverlo como resolví todo el disco: con mi familia, en casa”, cuenta Aleandri. Mecha, su compañera, es Mercedes Jáuregui, diseñadora gráfica y pintora, quien al escuchar la propuesta de Roberto le mostró varios dibujos. En medio de esa conversación apareció Dominguito “Pocho” Aleandri, su hijo de 7 años, que, llamado por la curiosidad, insistió en participar.
Cuando Bresí terminó de masterizarse y decidir la fecha de lanzamiento se volvió una necesidad perentoria, ambos se sentaron a revisar los modelos tentativos. “Tenemos una carpeta donde vamos guardando los dibujos que Pocho hizo a todas las edades -recuerda-. Y encontré éste, que era una pintura roja. Y en un rincón hizo eso. Cuando lo vi flashé. En ese frame, en ese cuadrito, vi nuestro cielo, nuestra bandera, el amanecer. Hay algo de eso en el disco, hay claras referencias a la república también. Y tuve la sensación de que listo, esa era la tapa”.
Algo de ese cielo abierto puede hallarse al final de “Tele universal“. Roberto presagia y convoca la tormenta con líneas como “El hambre y la sed/ Es nuestro destino”, pero luego deja que la luminosidad se filtre con “Hoy vuelve a salir el sol/ Marca el camino”. Esos últimos versos son como franjas de luz que perforan nubarrones convulsos y subjetivos, el único atisbo de esperanza en esa serie de canciones en las que las trampas del desamor dominan una geografía distópica.
“A nivel lírico, esos son los pilares del disco: el desamor y el apocalipsis”, repasa. Y luego, tajante, reflexiona: “El desamor, de por sí, es apocalipsis. Es una manifestación del fin de tu mundo, cuando te chocás con no sentirte amado o cuando algo bello se rompe. Cuando todo se viene abajo estás en tu propio apocalipsis”.
La grabación de Bresí confluye con la grabación del nuevo disco en proceso de Atrás Hay Truenos. ¿Cómo fue la convivencia entre esos materiales? ¿Influyó alguna en la otra?
El proceso del nuevo disco es muy metódico. Estamos estudiando las canciones y buscando el arreglo preciso y tratando de que sea algo pop, en el sentido de simpleza y de minimalismo. Sería la versión pop de los Truenos. Seguimos siendo nosotros, no es que vas a escuchar a Dua Lipa en la banda (la banco a full a Dua Lipa, aclaro). Es un proceso que está siendo medio duro para mí, en el sentido de… nada, no es como a mí me gusta hacer las cosas, digamos. Pero bueno, en este disco de los Truenos dí un paso al costado con respecto a la producción, que la está haciendo Diego. Entonces como que, por primera vez, estoy viendo las cosas de afuera en lo relacionado a la producción.
¿Y cómo estás con eso?
Esto que te digo. La influencia está en que, al haber tomado esa distancia, en Bresí pude también hacer las cosas como yo quiero y darme todos los gustos y caprichos. Modifiqué un pedazo de letra, en “Yulius”, mientras el disco se estaba terminando de masterizar. No tengo que discutir ni pedirle permiso a nadie. Me parece fascinante eso, y fundamental a la hora de componer algo. La libertad, el no tener barreras. Y bueno, con la banda es distinto, sobre todo en este momento en el que no estoy tomando ciertas decisiones. Simplemente aporto mi cuestión de músico compositor. Sigo aportando ideas de producción, pero el concepto general y hacia dónde está yendo es de Diego. Fue una idea de él, desde el principio, desde que empezaron a aparecer las nuevas canciones.
¿Todos lo aceptaron?
Sí, nadie tenía otra idea y no estaba pasando otra cosa, así que nos subimos a esa. Fue pasando también que estamos más grandes y es más difícil conjugar todo. Antes, cuando éramos más pendejos, teníamos más tiempo, más libertades. Nos juntábamos tres veces por semana a ensayar o andábamos de acá para allá a cualquier hora. Ahora tenemos un día a la semana, en el que tenemos que meter todo al ángulo. Y bueno, a veces se puede y a veces no. Estamos atravesando ese camino desconocido.
¿Ahora estás más tranquilo con respecto a esa pregunta rumiante acerca de tu carrera solista?
Es muy loco, porque tengo la misma sensación que siempre tuve cuando terminaba y salía un disco de Atrás Hay Truenos. Es un vacío, como volver de nuevo al principio, al problema de tener que hacer otro. Porque lo apasionante de esta aventura es eso: componer algo, atravesar ese proceso en el que hay muchas cosas vinculadas con el absurdo y otras con el quehacer y lo técnico… Pero el absurdo prevalece. Poner un sonido en un lugar, solamente porque quiero, por capricho, ya que nadie me lo está pidiendo. Uno lo hace solo porque ama los sonidos. Como artista y como músico, constantemente tengo la duda de si seguir adelante o no. A veces todo es un sinsentido. Me encantaría que hacer esto me pagara el alquiler, me diera la jubilación y todo. Pero vivir de esta rueda es difícil y requiere de mucho esfuerzo, y a contrarreloj. Me acuesto a las cuatro de la mañana por quedarme grabando o componiendo y me levanto a las ocho para irme a laburar, y hace años que es así. Entonces a veces me pregunto eso… No sé. Es algo apasionante, que te vuelve loco y que no podés parar. Encuentro la calma solamente cuando estoy en el estudio o en mi casa, con la guitarra, probando. Ahí es cuando siento que se apaga esa cosa que está todo el tiempo ahí, latente. O tocando en vivo, que también es como una gran terapia. Pero bueno, ahora tengo esa misma impresión, el mismo problema. Quiero terminar el disco de los Truenos y estoy empezando a esbozar canciones nuevas para un próximo disco mío. Es eso: el periplo nunca se acaba, nunca estás del todo tranquilo. Calculo que en algún momento llegará ese valle, pero la sensación interna de querer hacer más es permanente. Todo el tiempo estoy pensando en música, en letras o en poemas. La cabeza no para de imaginarse cosas.
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