Tomates Fritos es una de esas bandas que resisten el paso del tiempo sin perder la capacidad de reinventarse. Formados en Puerto La Cruz en los años 90, fueron pioneros del indie venezolano cuando el término todavía no tenía traducción local. En tres décadas de trayectoria construyeron un sonido propio, atravesando etapas de pop soleado, rock alternativo y exploraciones electrónicas, siempre con una sensibilidad melódica al frente. Hoy, con más de seis discos en la espalda, siguen apostando por la canción como espacio de búsqueda, y por el riesgo como la médula espinal de grupo.
Pasaron siete años desde la última vez que Tomates Fritos tocó en Buenos Aires. Fue en 2018, en medio de una situación crítica para Venezuela y con muchos obstáculos para poder salir del país. Aun así, la banda logró emprender una pequeña gira latinoamericana y llegó por primera vez a tocar en suelo argentino. “Era una época súper difícil en este país... y bueno, no es que ahora esté todo fácil, pero ese año fue muy difícil. Igual logramos viajar y hacer esta mini gira”, recuerda Reynaldo Goitia, más conocido como Boston Rex, voz y figura central del grupo, en conversación con Indie Hoy.
El reencuentro con el público argentino fue cálido, cargado de sentido, especialmente por la diáspora venezolana. “Tuvimos buen enganche con el público que estaba allá, muchos amigos venezolanos arrastraron a argentinos y la pasamos súper fino”, cuenta con entusiasmo. Esta vez, en su regreso el sábado 24 de mayo a Buenos Aires, Tomates Fritos espera que la mezcla entre fanáticos locales y compatriotas exiliados dé lugar a una noche aún más especial: “Seguramente será un poco más emocionante que la última vez. Estamos súper felices con eso”.
La gira los trae con nuevas canciones bajo el brazo y adelantos de La Bella City, su próximo disco que comenzaron a grabar en un contexto muy distinto: el aislamiento pandémico. “Cada quien grababa desde su casa. Teclado por un lado, la voz por allá... y después lo armábamos. Aunque funcionó y el resultado fue bonito, sentimos que no era la esencia de la banda”, explica. Acostumbrados a tocar juntos y en vivo, incluso con sintetizadores y elementos electrónicos, la banda decidió no publicar esas primeras canciones y volver a reunirse en persona para componer desde cero. Así nació La Bella City.
El título del álbum es una ironía. Hace referencia a su ciudad natal, Puerto La Cruz, que durante los últimos años fue retratada en redes por influencers y celebridades como un supuesto paraíso caribeño, una “ciudad rica” alejada del resto de la realidad venezolana. “Muchos empezaron a subir los precios, se empezó a pagar en dólares sin problema, mientras en otras ciudades todavía costaba muchísimo. Todo eso generó un contraste tremendo”, dice Reynaldo.
Pero detrás del sarcasmo hay una reflexión más profunda sobre el lugar que habitan y cómo se transforma. “Nosotros vivimos aquí hace muchísimos años y empezamos a verle el lado negativo a esto”, confiesa. El nombre del disco, además, rinde homenaje accidental a un restaurante chino de la avenida principal de Puerto La Cruz, llamado precisamente La Bella City. “Era una traducción rara, entre español e inglés. Siempre que pasábamos por ahí nos parecía que ellos también quisieron hacer el chiste”, cuenta Reynaldo.
“No recuerdo”, el más reciente adelanto de La Bella City, es una de las canciones más personales del disco que planean publicar en julio. El cantante comenzó a escribirla inspirado en su hija Michelle, que hace unos años se fue a vivir a Colombia y atravesó momentos muy difíciles: sufrió bullying, ataques de pánico y fue internada en una clínica de salud mental. Para él, vivir esa situación desde la distancia fue durísimo. Como padre, sintió culpa, sintió impotencia. Años después, en una conversación íntima con su hija, le preguntó si necesitaba hablar de todo lo que había vivido. Michelle le respondió algo que lo marcó para siempre: “De verdad, no me acuerdo”. El impacto emocional había sido tan grande, que su memoria simplemente borró ese periodo.

Pero "No recuerdo" no es la única. Las últimas dos canciones que escribieron también están atravesadas por esa relación a distancia, por el desarraigo, por la sensación de vivir en una realidad que cambia todo el tiempo: la economía, las reglas del país, el ánimo colectivo. “Hubo un momento en que la gente se volvió casi paranoica con la política —cuenta el cantante—. Todo el día giraba en torno a eso. Y después de tanto desgaste, muchos empezaron a buscar otra forma de vivir, tratando de entender que hay cosas que no podemos controlar”. En ese contexto, la música se volvió una forma de procesar, de transformar lo vivido.
Boston Rex es quien escribe las canciones del grupo, pero lo hace con una mirada colectiva. Se alimenta de las historias de su entorno, de lo que vive cada uno de los integrantes. Y con el paso del tiempo, cada quien fue trayendo influencias nuevas. “Cuando sos joven, compartís la música con tus amigos, escuchás lo mismo —dice—. Pero ahora cada uno tiene su vida y eso nos hace descubrir cosas diferentes”. El grupo sigue atento a lo nuevo, compartiéndose bandas todo el tiempo. Para él, la música de hace veinte años ya es vieja. Aunque haya referencias del pasado, lo que los mueve es la búsqueda actual.
Entre los artistas que más lo influencian en esta etapa menciona a Nation of Language, Future Islands (a cuyo cantante vio en vivo en Bogotá y le pareció un verdadero showman), y Bon Iver, sobre todo por su trabajo en producción. De Argentina, se declara fan de Isla de Caras, y recuerda con cariño a Un Planeta, una banda que descubrió por Soundcloud y a la que llegó a ver en vivo cuando viajaron al país. Su vínculo con la música argentina es profundo: Charly García fue su puerta de entrada, lo llevó a tocar el piano y sigue siendo una influencia fundamental. También admira a Conociendo Rusia, a quien considera un compositor brillante. Y desde Australia, Pond, la banda paralela de músicos de Tame Impala, es otro de los nombres que resuenan fuerte en su universo musical.
Tras recordar Odissey, el primer disco de Tomates Fritos publicado en 1999, Reynaldo regresa con la memoria a los años formativos de la banda, y a una escena venezolana profundamente centralizada. “No sé si pasa tanto en Argentina, pero en Venezuela la historia del arte se cuenta solo desde la capital. Si no eras de Caracas, era como estar haciendo ruido dentro de una bóveda”, cuenta.
En ese contexto, armar una banda desde el interior del país era casi un acto de resistencia. Reynaldo y Kike —guitarrista de la banda— venían de tocar en varios grupos que no lograban despegar, pero algo distinto empezó a germinar cuando formaron una suerte de “dream team de bandas que no funcionaron”, como ellos mismos lo llaman. “Queríamos traer algo nuevo. No podíamos llegar con lo mismo que ya estaba sonando en Caracas”.
La chispa inicial fue un hallazgo accidental: un sintetizador analógico de los años 70 llamado ARP Odyssey. “Lo compramos de casualidad y no teníamos ni idea de cómo hacerlo sonar —recuerda Reynaldo—. Pasamos seis meses tratando de entenderlo porque no había internet, no había YouTube ni foros. Era como tener una avioneta vieja que no sabes cómo despegar". El sonido que sacaron de ahí, dice, les recordaba al motor de un peñero, una embarcación de pescadores local. Y ese fue el punto de partida: “Tómale foto a esto, decíamos. Que no se mueva. Así como está, esto es lo que somos”.
A ese universo sonoro lo envolvieron con una estética igualmente peculiar. Letras espaciales, ecos distorsionados, guitarras vintage encontradas en ferias de usados. “Queríamos ser una banda espacial, pero con sonido viejo. Especial y espacial, todo al mismo tiempo”, dice riéndose. Las influencias venían de todos lados: The Dandy Warhols, The Brian Jonestown Massacre, Jon Spencer Blues Explosion, pero también del caos eléctrico del Caribe y de una obsesión por los equipos antiguos que los convirtió en una rareza en la escena.
Con ese combo explosivo llegaron a Caracas y participaron en un festival de nuevas bandas. Ahí, casi por azar, conocieron a Cayayo Troconis, un referente absoluto del rock venezolano. “Era como conocer a Cerati o a Spinetta. Cayayo se enamoró del proyecto y nos dijo: ustedes no se van de aquí sin grabar algo”. Fue él quien los ayudó a producir y publicar Odissey. “Nosotros no queríamos que nadie tocara nuestra música. Pensábamos que iba a dejar de ser original. Pero Cayayo respetó todo. Le dimos la música grabada y él supo exactamente qué hacer”.
El disco salió, y aunque la repercusión fue positiva, el golpe llegó pronto: a los cuatro meses falleció su manager. “Era la persona que nos había abierto las puertas, el que nos había traído hasta acá —admite Reynaldo—. Fue durísimo. Entramos todos en una especie de duelo musical”. Venezuela, además, no ofrecía una estructura sólida para sostener una carrera. No había industria discográfica real, ni medios masivos para el rock. “Nos vimos muy poco. El guitarrista se casó y se mudó. Estuvimos cerca de parar la banda”.
Pero tras casi dos años de pausa, los integrantes se reencontraron. Y algo había cambiado. “Ya no éramos tan chicos —recuerda el cantante—. El baterista se había metido de lleno a estudiar jazz y blues. Yo me metí fuerte en la composición. Empezamos a traer nuestras influencias más personales, la música que escuchábamos en casa”. Fue ahí cuando Reynaldo conectó con el folk rock, con nombres como Tom Petty y Wilco. “Me encantaba esa mezcla de guitarra acústica y distorsión, ese sonido de carretera”.
Ese nuevo sonido dio forma a Molly (2006), un disco más pop, más claro en sus letras y emociones. Lo grabaron en cinta, porque querían mantener ese espíritu cálido y auténtico. Y apenas salió la primera canción, "Perdí la fe", todo explotó. “Fue número uno en Venezuela. No lo podíamos creer. De ser unos completos desconocidos, pasamos a tener la canción de rock más escuchada del país”, cuenta Reynaldo aún sorprendido.
Nueve años después de haberse formado, Tomates Fritos finalmente dejaba de invertir en sí misma para empezar a cosechar. “No nos hicimos millonarios, pero dejamos de ser esa banda que tocaba en la bóveda —cuenta Reynaldo—. Ya no teníamos que costearnos los viajes. La gente pagaba por vernos tocar. Por primera vez sentíamos que esto podía ser también un trabajo, un negocio”. Y como si el destino tejiera una suerte de homenaje secreto, Molly fue presentado en vivo durante un concierto de Luis Alberto Spinetta en el Aula Magna de la Universidad de Central de Venezuela en 2006.
Después de años de búsqueda y concesiones, en 2016 Tomates Fritos finalmente sintió que había hecho su mejor disco. “Desde el primer disco, todos hicimos concesiones”, cuenta Boston Rex. En el primero confió en la visión de Max; en el segundo, Kike apostó por la suya. Siempre hubo una cuota de fe en el otro, pero también una sensación compartida de que aún no habían dado en el clavo. Con el álbum homónimo, en cambio, todo cambió. La certeza no vino sola: fue fruto de decisiones arriesgadas, una estética cuidada y una conexión emocional con el sonido.
Reynaldo volvió a los teclados de su adolescencia, buscando recrear texturas que había usado en la iglesia: campanitas del Yamaha DX7, equipos que salieron a comprar por pocos dólares. “Empezamos a buscar cosas así para estéticamente adornar el teclado”, recuerda. Cada capa del disco tenía una historia detrás.
Inspirados por una mezcla que escucharon en un disco de Natalia Lafourcade, decidieron contactar al ingeniero que lo había trabajado. No fue una movida menor: pusieron todos los ahorros sobre la mesa. Pero el resultado los sorprendió. “Eduardo del Águila nos propuso algo dentro de la locura que habíamos hecho nosotros. Había algo mejor, tuvimos que hacer las paces”, reconoce Reynaldo. Lo importante fue la decisión colectiva: confiar y dejarse llevar.
Ahora, La Bella City se grabó en una oficina reconvertida en estudio, en vivo y sin grandes artificios. Lo empezaron un jueves y lo terminaron un domingo. Volvieron a grabar como en los comienzos, con espíritu de banda, con confianza y sin trampas: sin clics, sin afinaciones digitales. “Que el tiempo se mueva”, dijeron. Y se movió.
Tomates Fritos sabe que no es el disco más pop de su carrera, pero sí el más honesto. Y eso para ellos es más importante. “Sentimos que tenemos que ser responsables con nosotros mismos. La gente vendrá”, afirma Reynaldo. En 2025 cumplen 30 años como banda, y este disco parece un buen lugar para hacer una pausa y mirar hacia atrás, sin arrepentimientos.
Tomates Fritos se presenta el sábado 24 de mayo a las 19 h en Uniclub (Guardia Vieja 3360, CABA), entradas disponibles a través de Alpogo.