Aún con el riesgo de simplificar una red compleja de estéticas y visiones artísticas para nada lineales, decir “pop cordobés” supone ciertos acuerdos en relación a la canción como formato, y a su lenguaje como un oficio que se aprende a fuerza de ensayo y error.
Mucho de esto tiene que ver con esa usina de hits por naturaleza que representa el sello Discos del Bosque, una suerte de Motown de la pampa húmeda, con Villa María como cuartel general. Allí, Rayos Láser primero (con un disco homónimo a esta altura ya canónico) y De la Rivera después iniciaron un camino fértil que luego enriquecerían desde la capital provincial (y con extensión en Buenos Aires) Hipnótica, Juan Ingaramo, Francisca y Los Exploradores y, más acá en el tiempo, Valdes y Salvapantallas.
Del otro lado del paradigma, fueron varios los proyectos que apostaron a la deconstrucción del formato estrofa-puente-estribillo y apuntalaron una corriente creativa que sirvió como contraparte. Pienso, ya en primera persona, en Ringo Discos y su heterogeneidad como bandera. Tras las huellas de grupos más longevos como Ironía, Esencia o los también villamarienses Benigno Lunar, surgieron proyectos cuya vocación era, precisamente, romper con ciertos lugares comunes. Lautremont, Moo, Biernes* y, ya más explícitamente, Un día perefecto para el pez banana y Anticasper forjaron una otredad que todavía hoy tiene sus coletazos. Primero en Telescopios o Cintia Scotch y luego en L’Esec y el resto del catálogo de So High! Records, con la psicodelia siempre a mano y el mismo espíritu rupturista.
Con muchos otros ejemplos que quedan sin nombrar, esta convivencia estilística entre diferentes conceptos de canción no sólo forjó un ecosistema diverso a nivel sonoro (en relación, por ejemplo, a una escena platense más uniforme). El ida y vuelta de información, el contagio y las ansias de autosuperación se fueron haciendo cada vez más naturales. También, el intercambio de experiencias y el crecimiento de la autogestión entendida como desarrollo de núcleos de trabajo multidisciplinarios, en los que lo audiovisual, el diseño gráfico o la comunicación comenzaron a jugar un papel determinante. Y junto a estas variables, la existencia de salas y espacios culturales que se nutrieron de esta explosión artística.
Retomando la mística de espacios antológicos como Casa Babylon y El Mariscal, dos recintos de menos de una década de vida fueron fundamentales en ese crecimiento. Club Belle Epoque, en funcionamiento desde 2009, ayudó a forjar una consciencia corporativa: bajando artistas de diferentes provincias y ofreciendo traslado, alojamiento y honorarios, músicos locales y foráneos encontraron un lugar para crecer en el oficio y pensar en un desarrollo federal. Algunos años después, Club Paraguay avivó la competencia y elevó la escala. Superando el promedio de capacidad de otras salas, el boliche de la zona del ex Abasto acompañó de cerca el crecimiento de diferentes proyectos, apostando también al desarrollo técnico desde lo sonoro y lo visual. Allí también, hace ya dos años, se realizó la primera edición del festival La Nueva Generación, el evento que llegó para confirmar aquello de que tocar en Córdoba es una experiencia de la que no se vuelve.
Él mató a un policía motorizado, Los Espíritus, Bandalos Chinos, Louta, Marilina Bertoldi, El Kuelgue, Indios, Perras On The Beach o Usted Señálemelo. Cada uno a su modo, estos y otros artistas han logrado convertir a la ciudad en una suerte de segunda casa. Sin ánimo de ser chauvinista, el reconocimiento general respecto a la efervescencia del público cordobés tiene mucho que ver con la explosión de una escena emergente (mezcla indie, rock alternativo, pop, psicodelia y un sinfín de referencias compartidas) que en los últimos diez años ha logrado convertirse en un nicho con peso propio a escala nacional. Pero también es consecuencia del progresivo desarrollo de una cultura de salir a ver shows en vivo que ha ido creciendo y ampliando sus límites.
Hoy, en pleno 2018, el calendario de la plaza Córdoba no da respiro, incluso al punto de la saturación. La Nueva Generación viene de realizar una edición otoñal en la histórica Plaza de la Música (donde, por ejemplo, Charly García agotó dos funciones recientemente), que incluyó a Babasónicos pero que también mostró una sana costumbre que se propaga cada vez más: ir temprano, alistarse para un maratón de bandas, propiciar la convivencia estilística. En noviembre, un nuevo capítulo del festival promete hacer historia. Y no es casual que ese mismo evento tenga sus raíces en la escena que fue tomando forma a partir del aquel icónico debut de Rayos Láser.
En lo personal, creo que el germen colectivo que significaron las experiencias de Discos del Bosque o Ringo Discos (del que fui parte) logró hacerse carne no sólo a la hora de producir música nueva, sino también al momento de pensar el oficio artístico. En esos espacios, el crecimiento musical estuvo acompañado de un interés por desarrollar una carrera en el tiempo, por compartir los saberes con los pares y por buscar llegar a un público cercano, a mano, pero indiferente durante años. Si algo logró el “pop cordobés” fue, precisamente, influenciar a artistas de otras partes del país, incentivar a nuevos cantautores aquí y allá. Pero en paralelo a los discos y las canciones, la conciencia sobre un circuito regional y nacional y, en particular, sobre la necesidad de estimular el desarrollo de una comunidad de seguidores, es parte central del aporte de la escena cordobesa al crecimiento de la música emergente en esta última década.
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El autor fue miembro de Un día perfecto para el pez banana y gestor en el sello Ringo Discos. Actualmente trabaja con Valdes y Telescopios.
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