En el desenlace de El amor después del amor, la reciente biopic de Fito Páez producida por Netflix, vemos al músico rosarino consagrándose como el primer solista del rock argentino en llenar un estadio de fútbol. Esa postal de la multitud vivándolo en Vélez Sarsfield quizás funciona como síntesis perfecta de aquel 1993: un año en el que el rock comenzó a masificarse a partir del consumo explosivo que se dio por ese entonces con el plan de convertibilidad que estableció el gobierno de Carlos Menem.
En paralelo, una serie de sucesos culturales fueron determinando el nacimiento definitivo de lo que se denominó nuevo rock argentino, con la aparición de numerosos artistas jóvenes que proponían un nuevo sonido. Los Brujos, Peligrosos Gorriones, Juana La Loca, Babasónicos, Martes Menta, Demonios de Tasmania y Suárez, entre otros, formaron parte de una generación de artistas que se apoyaron en el impacto del álbum Dynamo de Soda Stereo, publicado el año anterior, y comenzaron a llamar la atención de un nuevo público joven a comienzos de los años noventa.
Antes de repasar toda la música que aquel año dejó, es necesario contextualizar el ambiente sociopolítico de principios de la década. Con la instauración del plan de convertibilidad en 1992, Argentina quedó a merced del capitalismo de mercado y sus pautas culturales sobre una sociedad que aparecía anestesiada por las mieles de una modernidad -a priori- accesible para todos. Los espacios culturales comenzaron a llenarse de mesas de fórmica blanca y luces dicroicas en todos sus rincones para establecer una suerte de “clima pop-fashion” que definió la esencia estética del nuevo rico menemista, producto del dólar barato y la inflación más baja en décadas.
Al mismo tiempo que explotaba el “1 a 1”, los bancos otorgaban tarjetas de crédito para todo el mundo. Ir a Miami de vacaciones costaba lo mismo que ir a Posadas, algo que Babasónicos sintetizaría muy bien en el concepto y portada de su disco Miami (2000). A la par que la clase media arrasaba con la compra de electrodomésticos y viajes al exterior, se desarmaba el sistema ferroviario argentino, suponiendo el fin de un relato cultural de la historia argentina moderna. La concentración urbana comenzaba a definir el futuro mapa social y cultural de la aglomeración, la cual es aún hoy una de las bases del poder del sistema neoliberal en plena vigencia.
A partir de 1991, las discográficas argentinas -con una cierta estabilidad económica, sin inflación, pero sin mucho poder adquisitivo- comenzaron a publicar los primeros y segundos álbumes de numerosas bandas emergentes, que en algunos casos estaban pendientes desde hacía dos años. Esto motivó las críticas del productor empresarial Daniel Grinbank -como rescata el libro 50 años de rock en Argentina de Marcelo Fernandez Bitar-, que acusó a las discográficas de una falta de creatividad ejecutiva al no hacer los esfuerzos suficientes para exportar a artistas argentinos como había sucedido a mediados de los ochenta.
Entre 1991 y 1993 aparecieron discos claves para la música argentina. Artistas nuevos como Juana La Loca, Babasónicos, El Otro Yo y Los Brujos condensaron una nueva propuesta artística. Algunos optaron por una adaptación de nuevos conceptos sonoros foráneos combinados con la modernización de ritmos folclóricos, como fue el caso de Los Visitantes y La Portuaria.
Por otro lado, La Renga y Los Piojos publicaron por esos años sus discos debuts –Esquivando charcos en 1991 y Chac tu chac en 1992, respectivamente-, que ampliaron el lazo del rock con la juventud de los noventa. La explosión que vivió Ratones Paranoicos con la salida de Fieras lunáticas en 1991 y Hecho en Memphis en 1993 provocó el definitivo advenimiento de la cultura stone nacional, que se convertiría en la subcultura juvenil más popular del país durante casi una década.
En 1991, Soda Stereo, la agrupación más convocante de aquel entonces, izaba la bandera sónica con Dynamo, apostando al sueño de que la cultura popular argentina adquiera una sensibilidad moderna y futurista. Sin embargo, del posterior fracaso la cultura sónica para tener un impacto masivo y del consecuente auge del denominado rock chabón podemos entender la frustración y retraimiento hacia la electrónica de Gustavo Cerati hacia fines de la década de los noventa.
Un año más tarde, acudiría a Daniel Melero para explorar el uso de samples y beats electrónicos en Colores santos. Esta experimentación culminaría en 1993 con la publicación de Amor amarillo, un disco sublime que responde a un momento de éxtasis personal y creativo para el ex líder de Soda. Luego de contraer matrimonio con la modelo chilena Cecilia Amenábar y enterarse del futuro nacimiento de su primer hijo, Cerati -al igual que hizo Charly García en los ochenta con el new wave- decidiría empaparse con las nuevas tendencias sonoras.
Así terminó plasmando en Amor amarillo una obra que combina lo futurista, lo etéreo y lo surrealista. Canciones como “Pulsar“, “Te llevo para que me lleves” o “Lisa” -así se llamaría su futura hija nacida tres años después- son una muestra de que Cerati, como todo gran artista, podía captar el clima artístico de época y mimetizarse en él para crear una expresión avanzada a su tiempo.
Mientras, la otra agrupación más popular de esa década además de Soda Stereo, Patricio Rey y los Redonditos de Ricota, publicaba ese mismo año La mosca y la sopa, y dos años después el disco doble Lobo suelto, cordero atado. Este último álbum sintetizó la relación de otredad de la banda hacia los medios masivos de comunicación, ya que sin mucha prensa lograron llenar dos estadios de Huracán en noviembre de 1993 y afianzaron el germen de una incipiente y peligrosa relación entre el rock y la cultura futbolera.
Quizás el éxito de Fito Páez con El amor después del amor -vendió casi medio millón de copias en sus primeras semanas- se deba a la forma en que condensa varias de estas corrientes mencionadas. En retrospectiva, el suceso también puede ser leído como una respuesta del oyente argentino con cierta curiosidad y sensibilidad por el arte, la ostentación y la banalidad que pregonó culturalmente el menemismo desde sus inicios.
Si uno escucha las icónicas baterías electrónicas de “El amor después del amor“, puede encontrar una similitud en la producción con “En el camino (Viva la patria mix)” del disco Rex Mix de Soda Stereo, conectada con el espíritu de sampleo y el sonido de vanguardia que por ese entonces impulsaron la banda y los nuevos artistas de la movida sónica.
Páez contrasta esta experimentación con momentos que remiten también a la épica del rock and roll, en canciones como “Tumbas de la gloria“, “Un vestido y un amor” o “Brillante sobre el mic“. En otras partes, el pop pegadizo y radial se eleva en temas como “Dos días en la vida” y “A rodar mi vida“. Gran parte de la popularidad de El amor después del amor está basada en su amalgama de géneros y estilos, abarcando un amplio target de público afín al rock y el pop.
Con esta democratización y masificación del rock, el género amplió su masa de oyentes y los llevó a explorar nuevos géneros musicales. Este poligámico oyente musical, se debió en gran parte al modelo “multi target” de radios FM, con rankings del tipo “los 40 principales” que no seguían un género en particular sino un criterio de popularidad: los oyentes votaban las canciones y las más elegidas eran pasadas. De modo que en una misma hora de radio se podían escuchar canciones de artistas tan diferentes como Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y Julio Iglesias, Soda Stereo y Michael Jackson, Fito Páez y Pet Shop Boys. El éxito de la FM 100.1 estuvo basado en esta manera de pensar la rotación musical con un poder participativo de parte del oyente.
En simultáneo, el desembarco de MTV en Argentina llevó al surgimiento de una nueva generación argentina de adolescentes melómanos a partir del poder de los videoclips. Esto marcó el comienzo de una camada de oyentes cuya narrativa era más fragmentada y efímera, en comparación a la melomanía de las décadas anteriores que apelaba a una narrativa más desarrollada y conceptual a través de los vinilos y los cassettes de sus artistas favoritos.
Con su poesía y contracultura, el rock en 1993 aportó un universo de resistencia a la propuesta vacía y aséptica cultural que pregonaba el gobierno de Don Carlos. Mientras la democratización de las drogas en los sectores medios y trabajadores recién estaba en sus comienzos, sumado al creciente desempleo -que por ese año se ubicó en un 9,6%-, la música y el arte popular todavía provocaban la interrogación poética y existencial. Un ejemplo claro de esto es que el libro más vendido del año en Argentina haya sido La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera.
Ese dualismo entre fantasía primermundista y realismo tercermundista se manifestó en el cierre masivo de numerosos talleres y fábricas, a la par que arribaban artistas internacionales de la talla de Michael Jackson, Paul McCartney, Metallica, Pet Shop Boys, Duran Duran y Madonna. La entrada popular promedio salía 25 pesos -25 dólares-, que si bien parece un presupuesto exiguo, vale la pena recordar que el sueldo promedio por ese entonces era de 400 a 500 pesos argentinos.
En un año bisagra cultural y político para Argentina, es importante recalcar que los años noventa fueron la última década de lo que podemos llamar híper realismo social. Antes del advenimiento de lo digital con la llegada del nuevo siglo, gran parte de la sociedad vivía la mayoría de sus experiencias sociales en la calle y en el contacto cara a cara. De este modo, las narrativas sociales y culturales de la década fueron una suerte de síntesis de los 30 años anteriores del siglo XX. Esto se vio reflejado en películas como Tanguito feroz y en las nuevas generaciones de artistas que trataban de rescatar narrativas del pasado y actualizarlas al contexto de aquellos tiempos. Del otro lado del charco, el Britpop fue un fiel heredero de este mecanismo sociocultural.
A diez años de la vuelta de la democracia, la cultura rock había sido finalmente aceptada por las masas y combatió como pudo contra la filosofía metalizada de cinismo del menemismo, que lentamente iría degradando los valores culturales de las clases medias y trabajadoras. Sus políticas culturales significaron una letal pérdida de la poética y capacidad de ofrecer resistencia a la tragedia a la cultura popular, que se volvió más endeble a la hora de generar expresiones contraculturales para resignificar o resistir al poder económico y político.
Sin embargo y pese a esto, El amor después del amor y otros grandes discos de ese año como Amor amarillo de Gustavo Cerati y Lobo suelto, cordero atado de Los Redondos, resultaron ser un bastión de la cultura masiva que imaginaba una alternativa a las fauces el primer gobierno menemista. En un contexto de total indolencia, estos álbumes fueron una muestra de cómo los grandes artistas pueden ser populares y desafiantes al mismo tiempo. Tal vez el gran legado de este vendaval de creatividad musical sirva como brillante lección de que la mejor manera de enfrentar la impunidad del poder y la tragedia de la vida misma es seguir apostando al arte. Así como nos regaló la música de aquel tiempo, y que treinta años más tarde sigue resonando en la sociedad.