“Esto es todo, damas y caballeros”. Poco menos de trece años pasaron de ese icónico momento en el que –apenas comenzado su primer show como headliners en el Glastonbury de 2007– un desfachatado Alex Turner miró a la multitud desde el escenario y pronunció una frase que terminaría siendo todo menos una profecía autocumplida. Esa noche, unos muy jóvenes Arctic Monkeys confirmaron que el éxito crítico y comercial conseguido hasta ese momento de la mano de un dueto discográfico tan refrescante como intrigante y explosivo, era mucho más que un mero hecho pasajero. Lo que muy pocos pudieron entender en ese momento, fue la importancia y relevancia que tendrían en el largo plazo esas inocentes palabras de un líder todavía en formación.
Cargar con el peso de un disco debut que rompió todos los récords nacionales existentes no es poca cosa. Y ni hablar si a ello le sumamos las esperanzas –y exigencias, casi siempre desmedidas– de toda una generación que había sido devuelta al rock de guitarras gracias al estallido generado por The Strokes a comienzos de siglo. Pero nada de ello tenía demasiada importancia para el cuarteto de Sheffield, ya que en ese hecho convivían dos pulsiones muy contradictorias entre sí: primero, la emoción de sentirse parte de un legado sonoro que admiraban profundamente; segundo, la intención de no revelar de forma anticipada un plan mucho más complejo que había comenzado a cocinarse en las grabaciones de Favourite Worst Nightmare (2007) y que se consumaría a fuego medio durante la primera década del siglo XXI.
Si lo que la amplia mayoría de los fanáticos de los Arctic Monkeys quería era que “eso fuese todo”, la realidad se encargaría de demostrarles que “eso” era solamente el primer acto de una larga obra que, al día de hoy, se encuentra en plena construcción. El camino está allí para que lo desandemos: partiendo de aquella excitante mezcla inicial entre el indie rock, el rock de garage y el post punk revival, hoy nos encontramos con una actualidad radicalmente diferente marcada por una sucesión de experimentos estético-sonoros ligados al lounge y space pop, al pop psicodélico y al art rock. Lo que cabe preguntarse entonces es: ¿Qué fue lo que le sucedió a los Arctic Monkeys a lo largo de la última década?
Publicado al filo del comienzo de la segunda década del siglo XXI, Humbug (2009) fue la primera muestra de lo que los británicos eran capaces de hacer. Bajo la atenta mirada de Josh Homme, los Arctic Monkeys ampliaron de forma considerable su caja de herramientas y agregaron matices a su habitual paleta sónica. Dándole mucho más protagonismo al teclado, a la percusión y al juego de efectos desde las guitarras, Alex Turner, Matt Helders, Jamie Cook y Nick O’Malley llevaron la propuesta hacia territorios mucho más sinuosos, densos y oscuros, adentrándose en los seductores caminos del rock stoner y la psicodelia clásica.
Mientras muchos se empezaban a preguntar qué había sido de esos muchachos tímidos y agresivos que a puro riff pegadizo rejuvenecieron al brit rock clásico, los oriundos de Sheffield decidieron dar un giro de 180° para volver a sorprender a todos. Luego del éxito que supuso la gira de Humbug, la llegada de Suck It and See (2011) trajo consigo un doble movimiento muy inteligente. Siempre apoyándose en la versatilidad y agilidad de Turner como letrista y compositor y en la absoluta capacidad rítmica de Helders desde las alturas, los AM establecieron un divertido coqueteo vintage con la estructura de su disco debut y se despegaron definitivamente de la dictadura de las expectativas. Alcanzando niveles de experimentación inéditas y exhibiendo un grado de libertad y de transparencia igual de poderoso, el cuarto trabajo de estudio de los ingleses –ambivalente, atrevido, oscilante entre la versión más baladística de Lou Reed y la cara más sublime de Iggy Pop– es tal vez el que mejor los define, y el que dio pie a una compleja secuencia de despegue que, progresivamente, los fue alejando de ese ADN arraigado en lo terrenal y sanguíneo.
Claro que ello no significaba abandonar por completo el planeta, pues todavía quedaban algunos casilleros por completar antes de buscar mayores alturas. Uno de ellos era la conquista de los Estados Unidos, algo insólitamente pendiente para una banda muy popular y exitosa en lo comercial en la Unión Europea, pero sin todavía una base muy sólida dentro del siempre exigente mercado norteamericano. Y lo consiguieron, aunque a un costo impensado: de todos sus discos, AM (2013) se mantiene como el más polémico y resistido por una (amplia) base de fanáticos que nunca estuvo de acuerdo con el alejamiento del sonido originario.
Dejando las polémicas de lado, es difícil cuestionar artísticamente un trabajo como AM debido a que es otra brillante demostración de que es posible evolucionar un concepto sin por ello dejar de lado todas las etapas por las que se pasó previamente. Mucho más cercano en ese sentido a Humbug que a Suck It And See, el quinto álbum de los Arctic Monkeys es el perfecto y potenciado –pocos podían igualarlos técnicamente en ese momento– resumen de toda una carrera llena de sutiles variaciones musicales. Dándole aún mayor densidad a esas raíces emblemáticas con canciones como “Do I Wanna Know?” y “R U Mine?”, los de Sheffield implementaron las lecciones del hip hop para ganar volumen desde los bajos y construir un oscuro disco basado sostenido por un listado de riffs tan pesados como pegadizos y en una seductora tonalidad vintage.
Las primeras puntadas de este sonido pueden encontrarse en los trabajos previos, pero hay que sumarles una dosis de psicodelia, soul, R&B, post punk y lounge pop que se hace perceptible en las melodías más experimentales de “Arabella”, “Mad Sounds” y “Knee Socks”. De lo más profundo del garage hasta el hotel retro en el lado oscuro de la luna, el muy esperado y también polémico Tranquility Base Hotel & Casino (2018), simboliza la apertura de una nueva etapa para los Arctic Monkeys. Incómodo, alternativo y visionario, el más reciente trabajo de la banda británica es un estadio superior dentro de una discografía con más que suficientes giros argumentales.
A lo largo de sus once canciones, el piano y la voz son el órgano rector de una partitura general que se apoya en la estética de la nouvelle vague y que acepta el convite del lounge tradicional, del jazz y de la psicodelia en sus formas más divergentes. Visto en perspectiva, era necesario para los Arctic Monkeys regresar de su largo descanso con un golpe sobre la mesa de la magnitud de Tranquility Base Hotel & Casino. De haber elegido el camino del reciclaje y la repetición, hubiesen traicionado una esencia que se basa en la mutación progresiva y expeditiva de su proyecto estético y conceptual.
Desde el lugar de un experimentado crooner de los años 70, que vestido muy elegantemente y con un vaso de whisky en la mano observa la nada junto al piano desde la oscuridad, Alex Turner reinventó de un solo golpe a su banda y cerró una década verdaderamente ganada en la que nada volvió a ser lo mismo. A partir de su brutal irrupción a través de una plataforma por entonces tan incierto como MySpace, casi sin que nos pudiésemos dar cuenta, los Arctic Monkeys nos han enseñado que la vida es un largo y duro camino en el que la evolución es tan necesaria como inevitable para sobrevivir.