El rock es un deporte de resistencia. La forma en la que cada artista elige practicar y llevar adelante ese deporte, plagado de peligros (físicos, mentales, de orden espiritual) y costoso (en términos puramente económicos y, por supuesto, simbólicos) llamado rock, es lo que termina de construir un camino, un recorrido, una manera de intervenir el tiempo, la época y un diálogo con su generación.
La banda Suárez -integrada por la cantante y líder Rosario Bléfari, el bajista Fabio Suárez, el guitarrista Gonzalo Córdoba, el baterista Diego Fosser y el guitarrista Marcelo Zanelli– había elegido, quizás, la forma más difícil de encarar su viaje desde su mismo comienzo: desde la independencia en un contexto histórico (comienzos de la década del 90) que la desalentaba y no la favorecía en absoluto.
Por ese entonces, en los últimos destellos del siglo XX, todavía prevalecía la idea de aspiración a “ser fichado” por una discográfica como única manera de ingresar al universo de la música asalariada (un contrato como paraíso de pertenencia) y, ahí sí, tener una carrera. Es decir: gente de traje (los burócratas del amor) decidían quién ingresaba y quién no a ese territorio de creación y subsistencia alrededor de la música. Suárez se desprendió de eso tempranamente y se definió como una agrupación que siempre iba hacer las cosas a su manera, incluso creando su propio circuito para circular. Si el rock era un deporte, entonces ellos iban a crear sus propias reglas para jugarlo y llevarlo a su terreno (una de las formas de la dignidad artística).
Es en este sentido que Hora de no ver, su primer disco que cumple 30 años de existencia, es una piedra preciosa porque busca su destino (que todavía se está construyendo) en ese vórtice abstracto donde confluyen la tensión y la belleza, las texturas y la valentía, las búsquedas inconclusas y las certezas arraigadas, los abismos, las asperezas y las luminosidades. Y a la vez se trata de un disco fechado, salió cuando el almanaque marcaba 1994, pero por su factura, actitud y aura se volvió completamente atemporal. Es un disco debut que se mueve y habita diversos niveles de encantamiento hacia adentro del rock argentino.
Si nos acercamos a la historia de Suárez (cuando todavía no llevaban ese nombre) percibimos que hay una diversidad (y una curiosidad, claro que sí) que pocas bandas poseen. Están presentes la escena del under musical de la vuelta a la democracia a comienzos de los 80, el teatro iconoclasta que renovó la dramaturgia desde el Parakultural hasta el Rojas, están las artes plásticas, están las vinculaciones con el cine y están, por supuesto, las ideas en relación a cómo crear un nuevo tipo de sonido que rompiera con lo que se venía escuchando hasta ese momento.
La renovación era un mandamiento de la cultura rock (eran los tiempos en lo que eso existía, era serio y real). Si los 80 fueron una ruptura necesaria con lo previo (focalizado en la denostada “canción de protesta”, había que empezar a ponerle technicolor a la existencia) para emerger con un rock, punk y post punk propio de esta parte del mundo, los 90 iban a continuar con esa exploración que tenía como finalidad ampliar el campo de batalla en cuanto a correr los límites impuestos todo lo que se pudiera.
Ese cúmulo de inquietudes, herramientas y perspectivas configuraban un magma que de algún modo construyó la esencia de ese Suárez que los llevó a esa singularidad que posee su primer disco. Luego, eso evolucionaría (pensar en Galope y Excursiones como las manifestaciones más concretas), pero en esa instancia (inicio y despegue del apuesta del grupo) fueron una piedra de choque muy sensorial y mántrica.
Suárez empieza como trío: Rosario Bléfari, Fabio Suárez (se conocieron, y enamoraron, en una obra de teatro de Vivi Tellas donde trabajaban juntos) y un bajista. Tocan por primera vez a fines de 1989 en el bar Bolivia, México esquina Balcarce en San Telmo, que pertenecía al artista Sergio De Loof. Anteriormente, Bléfari ya había tenido una formación similar, lo que fue su primera experiencia musical en un grupo.
Contó ella misma en un hilo de Twitter el 17 de mayo del 2020: “Con [Daniel] Melero íbamos a grabar unos temas de mi primera agrupación con Wolly Von Forester que se llamaba ‘Temas lentos’, la última época de Catálogo incierto. Grabamos las bases y algo más, pero por una discusión sobre poesía y una obra de teatro confiscó el material. Para él habrá sido ‘muy Melero’ pero para nosotros que teníamos veinte años fue llorar en una esquina de Flores, y después de eso no tocamos más. Tiempo después hice Suárez. Prehistorias, caminos que se truncan para abrirse otros. Cosas que pasan que si en ese momento un hada del tiempo pudiera decirte al oído: mejor, ahora no lo ves, pero es para mejor, ¡le ahorraría a una tanto…!” .
Las primeras formaciones de Suárez, que ellos llamaban “amorfas”, encontraron un punto de estabilidad cuando se suman, entre 1991 y 1992, Diego Fosser, Gonzalo Córdoba y, por un tiempo, Juan Pablo Absatz (luego se va amistosamente y Fabio pasa a ocupar el bajo cuando antes tocaba los sintetizadores). Hasta ese momento eran una banda que hacía canciones pop “nada raras”, según contó Córdoba. Pero, como sucede siempre en una banda expansiva, empezaron a llegar algunas referencias nuevas: el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los Beatles, Velvet Underground, John Cage, Karlheinz Stockhausen y Sonic Youth, entre otras. Básicamente, aterriza un huracán de novedades en el corazón de la banda. Por entonces, se suma Marcelo Zanelli y Suárez encuentra su formación definitiva.
A esto, que es una montaña de horizontes abiertos, hay que sumarle el interés de la banda por la tecnología y las posibilidades que brindaban las grabaciones caseras (lo que es habitual hoy, en el siglo XX era una aventura que costaba conseguir). Y, quizás, ahí hay un clave de esta primera etapa en la vida de la banda: la unión entre la experimentación con la técnica que provee la época (una forma de diálogo con su presente), descubrir en la historia nuevas maneras de entender el formato “canción” (el pasado siempre es el futuro), y definir un territorio personal de creación (puede ser tanto el estudio casero como la declaración de independencia –en todo sentido- sin manifiesto a la vista). El movimiento que va del pop sin demasiadas extrañezas o un noise/shoegaze extraordinario de marca nacional y personal es el desplazamiento de Suárez por ese entonces.
Las primeras grabaciones que publica Suárez, que ya eran reconocidos en la prensa por sus shows hipnóticos y magnéticos, son junto a Daniel Melero para un compilado de la revista Ruido de Pablo Schanton: “Brilla” y “Desmaya”. Mientras esto sucedía, Suárez se había volcado definitivamente hacia la experimentación y a la captura de nuevas sonoridades.
La banda había acumulado una suerte de “banco sonoro” donde iban depositando todo lo que iban encontrando en el laboratorio: loops de otras músicas, sonidos ambientales, masas sonoras y demás. Tenía que ver con dejarse llevar y probar el límite de distintos procedimientos como estar quince minutos con un solo acorde o simplemente dejar que cada instrumento hiciera lo que pintara, lo que surgiera en el momento.
Esto no solo les sirvió para encontrar una libertad inusitada (no había reglas que seguir) sino también ir fortaleciendo el grupo humano. Más allá de esto, siempre estaba Rosario Bléfari aportando las canciones que interactuaban con ese caos que iban desarrollando. Lo que venía después era generar arreglos para que todo funcionara de la mejor manera. La pregunta era: ¿hacia dónde estaban yendo con todo eso?
De tanto probar estas canciones en vivo, las devoluciones eran efusivas. A pesar de que muchos recitales tenían su cuota bien alta de desafío, fueron generando diversos registros (tanto desde la consola como desde cámaras de video) que se decidieron a ponerlas en un disco. De esta manera, se puede pensar a Hora de no ver como una especie de debut involuntario o una foto del momento fundacional de la banda, ya que no fue un disco pensado y trabajado para que funcionara como tal, lo que sí ocurrió con el siguiente trabajo: Horrible (1995). Hora de no ver mostró lo que estaba produciendo la banda con una determinación extrema. Por eso mismo, el disco funciona, además, como el comienzo del sello (FAN) y donde el sonido logrado (que provenía de diversas fuentes) le dio un espíritu a la banda.
Son diez canciones personalísimas para el contexto del rock argentino de ese momento. Y si se intentaba ubicar a Suárez dentro del rock alternativo o del llamado Nuevo Rock Argentino, ellos mismos se encargaban de estar bien en el borde de esas etiquetas haciendo lo suyo. ¿Qué otro disco de esos años puede empezar con una canción densísima y casi expulsiva como “Conductor de noche”? Solo una banda que no se manejó nunca con los estándares habituales de un grupo de estos lares. Así se define un posicionamiento estético: la experiencia debe ser de entrega a los sonidos y lo imprevisto. El gusto siempre pasa por dejarse atrapar por la propuesta de la banda que no mostraba un suelo fácil donde apoyarse, y eso los hacía más atractivos.
“Conductor de noche” además predispone al oyente acerca de lo que va a escuchar a continuación, en las demás canciones: un poderío inmerso en océanos de texturas para que cada uno se haga su propia película, porque se trata de prestarle mucha atención a los detalles de cada canción. Eso es este disco: no se arrodilla ante el oyente, quiere que el oyente camine solo con los pocos (y geniales) elementos que se le ofrecen.
Hora de no ver es un disco muy sugestivo desde ese lugar. Diez canciones que se mueven entre un pop de laboratorio de experimentos que salen bien, donde “Morirían”, “El sol”, “Flores de hotel” y “Mañana” aportan ese gesto de accesibilidad a su propia y única manera, y otras canciones como “Susme”, “El ídolo”, “Niebla matinal” o “Sonido Cotopaxi” y “Nuestro amigo asiático” dan rienda suelta a la complejidad de sonidos que pueden ingresar en un tema y a la vez sentir una atracción inquietante. Es krautrock bien entendido, o una forma de rezo mántrico para ingresar a zonas espirituales que solo la profundidad y la insistencia alcanza.
¿Cómo funciona la voz de Bléfari en este territorio creado por la banda? De una manera insustituible. ¿Por qué? Porque es la pieza que falta para volver necesarias estas canciones y comprender que acá su poesía cobra vuelo desde lo mínimo (algunas canciones son uno o dos versos) y aprovechando sus capacidades expresivas. Su voz surfea las oleadas sonoras que genera la banda.
¿Cuántas vidas puede tener un disco? Hora de no ver tuvo una segunda vida en el 2005 cuando salió en una caja recopilatoria de la historia discográfica de Suárez y le sumaron dos canciones: “Violencia familiar” y “Corazones en la marea”, una preciosísima muestra de lo que era capaz Suárez cuando quería meter épica, pop y experimentación en una misma canción, y lo lograba.
Y unos años después salió en vinilo por Calar Music, el sello argentino con base en San Francisco comandado por Cristian López (que reeditó entre otros el único disco de Dios, que también salió por FAN, sello de Suárez, y fue producido por Gonzalo Córdoba). Todo esto no hace más que mostrar la importancia de este disco (la primera edición en CD fue de mil copias y se vendieron rápidamente en pocas disquerías porteñas) que fue tan influyente para las bandas independientes que vinieron después.
Quizás la más directa sea El Mató a un Policía Motorizado, pero no es la única y la lista crece día a día (sea reconocida directa o indirectamente). Con Hora de no ver comienza una historia, la de Suárez, que treinta años después representa un camino ejemplar (en cuanto a estética, riesgo, capricho, exploración y dignidad) dentro del rock argentino.