Pocas veces en la historia del rock ha sucedido que una banda se presente en escena con la preconcepción de su obra. Es decir, con un conjunto de rasgos definidos, dados de una vez y para siempre, en una especie de big bang entre la sensibilidad y la creatividad musical.
En general, las bandas tienden a cincelar los tramos de su carrera en un halo de eclecticismo de confluencias de registros y géneros, imbuidos de inspiraciones coyunturales o movilizados por tedios de la invención, a través de lo cual buscan una identidad que siempre termina siendo parcial y epocal. Por el contrario, The Smiths, como toda banda que necesitó solo unos pocos años de inspiración, pertenece a ese pequeño grupo de artistas que desde el minuto cero supo encontrar su marca y su proyección. La voz, el sonido y los tópicos de su disco debut se mantuvieron en sus efímeros pero míticos cinco años de actividad.
La primera mitad de los 80 estaba marcada por un contexto en que la cultura de masas se debatía por ideales extremos, los ídolos del cine cultivaban la autosuficiencia del sueño americano, y las valías oscuras de un lado y luminosas del otro definían la tónica del rock con subgéneros del post punk como el dark o el glam.
Delante de este telón, The Smiths supo dejar atrás la presuntuosidad del rock progresivo de los años 70 y nos enseñó a vivenciar la diversidad inherente al ser humano de una manera erótica y apacible, recuperando sentimientos tradicionales del formato canción como la seducción y los amores peculiares, pero sin caer en cursilerías y en romanticismos automatizados que tanto se imponían en aquellos años por la influencia de la balada rock y de la telenovela, con sus estructuras sentimentales que empezaban a ser icono de la cultura pop de los 80.
No sé si estoy feliz o triste
Una banda de chicos venía dando que hablar en la incipiente ola de Mánchester por su participación en noches en pubs como Salford Lads Club. Lentamente se convertirían en una de las pocas apariciones que implicaron un cambio de paradigma dentro de la escena rock de los 80, cuya diversidad y barroquismo era el excedente de una época en donde las bandas reformulaban ecos de los 70 subiendo el volumen de las baterías y lustrando el brillo de las guitarras entre sintetizadores y la fiebre del teclado-ambiente con letras de pasiones nítidas y posturas absolutas.
Por el contrario, Morrissey sabía cultivar el romanticismo sutil, los matices de alusión elegante y de claroscuros poéticos, superando las antinomias. Sin melodramas edulcorados, pero con un lirismo que abrazaba los contrastes, en “Hand In Glove” cantaba: “El sol brilla a nuestras espaldas/ No, no es como cualquier otro amor/ Este es diferente porque somos nosotros /Guante en mano/ Podemos ir donde queramos/ Y todo depende de lo cerca que estés de mí/ Y si la gente mira/ Que nos miren/ Oh, realmente no lo sé/ Y realmente no me importa/ Besa mis sombras”.
Con Morrissey como estandarte y fetiche de los Smiths, nacía el primer líder “aesthetic” del rock: andrógino y un poco intelectual, con una voz que cantaba entre lamentos, pero con la extraña cualidad de no hacernos sentir tristes o angustiados del todo. No había en el cantante una necesidad de recurrir a la extravagancia de la que echaron mano estéticas contemporáneas más estrambóticas como la de David Bowie o Robert Smith.
Actuando como un chico adepto a las lecturas y a las testosteronas dosificadas, supo cultivar un acantilado de identidad para juventudes que incluso entenderían su mensaje décadas después. De esta forma se transformaría en el referente ineludible del indie de los 2000, para hacernos transitar en ese hilo a veces tenso y opaco, y otras sorpresivamente fresco y despreocupado, bailando entre la melancolía y la felicidad.
Desde el momento en que Johny Marr respondió al aviso de Morrissey y fue a verlo a su casa en los suburbios de Mánchester, el joven guitarrista comenzaría a frasear un sonido propio construido por arpegios pop in eternum. Su estilo sería el acompañamiento ideal para el baile etéreo del frontman y sus letras secretas, redefiniendo así la masculinidad en el rock al explorar la puesta escena desde el enigma y la delicadeza, las flores y las camisas de colores.
Esta nueva bohemia urbana con dosis de melancolía y candidez justa se distanciaba de los “chicos de la acción” del glam, que empuñaban sus guitarras apabullantes, con herencia de Bad Boys metaleros que subyacía en sus maquillajes suntuosos y ropas femme fatal. “Ella es demasiado dura y yo demasiado delicado” cantaría Morrissey en “Pretty Girls Make Graves“.
Pero el primer disco de The Smiths también supo nombrar vivencias más complejas que las cristalinas de la música popular de aquellos años con la exploración de sentimientos que no estaban presentes en el rock, como el “happy sad”, producto de la invención de un género híbrido compuesto con letras oscuras que se acompañan de melodías templadas y a veces bailables que estetizan una especie de melancolía sosegada. Esto se aprecia desde la primera canción del álbum, “Reel Around the Fountain“, que cuenta la trágica y polémica historia de niños que fueron secuestrados; o la sordidez lírica de “The Hand That Rocks the Cradle“, que pincela los pasajes de la vida un hombre solo con su hijo pequeño.
Aquella vieja errancia
La bohemia beat de escritores como Jack Kerouac era otra de las fuentes literarias en las que Morrissey abrevaba. Sin embargo, el cantante sabía dosificar esta influencia ciertamente áspera y marginal, en ocasiones ácida, con sus trazos de ternura y romanticismo, como canta en “Miserable Lie“: “El amor es solo una miserable mentira/ Has destruido mi vida de flor/ No una, sino dos veces/ Has corrompido mi mente inocente/ Conozco el aire místico barrido por el viento/ Significa: me gustaría ver tu ropa interior […]/ ¿Qué obtenemos por nuestros problemas y dolor?/ Solo una habitación alquilada en Whalley Range”.
El universo homoerótico fue otro de los grandes tópicos inaugurados por The Smiths en el rock, algo que supo obnubilar al argentino Federico Moura. Canciones como “Hand In Glove” o “What Difference Does It Make? han sido interpretadas por sus seguidores como la expresión de Morrissey al amor por su compañero de banda Johnny Marr.
Esta estética se ilustra notablemente en la portada del disco que Morrissey diseñó con una fotografía del actor Joe Dalesandro de la película Flesh, en la que actúa de un hombre que ejerce la prostitución en un film de poética posmoderna que intenta romper con prejuicios, tabúes y correcciones políticas en clave de comedia y humor absurdo. La obra además serviría de influencia directa para la letra de “The Charming Man”, el primer hit de la banda: “En una ladera desolada/ ¿La naturaleza me convertirá ya en un hombre?/ Cuando en este auto encantador/ Este hombre encantador”.
Flores en la Dark Street
Con todos estos preceptos, la banda estaría lista para presentar su disco en mayo del 84 en Rockpalast, el legendario show televisivo alemán, con la irrupción de un Morrissey como un dandy pop, embelesado en su identidad. El cantante saldría a cantar con el pelo corto, un ramo de flores en el bolsillo trasero del jean y sus icónicos anteojos Ray-Ban Clubmaster que adoptarían los fans del pop hasta entrados los 2000.
En aquel vivo, The Smiths se mostraba aceitado y, a pesar de ser su primer año tocando, la química entre Morrissey y Marr ya alcanza un ápice. Con muchos ensayos encima y una inspiración prolífica, parecía que la banda ya tenía compuestos gran parte de sus himnos. Canciones como “Heaven Knows I’m Miserable Now“, “Girl Afraid“, “Barbarism Begins At Home”, que serían incluidos en discos siguientes, fueron presentados esa misma noche primaveral de 1984 en Berlín.
Si algo queda claro en retrospectiva es que los 80 necesitaban un túnel de salida a tanta asfixia o embate lúgubre, en donde descansar de cierto pesimismo o antagonismos que bandas como The Cure, Bauhaus y Siouxsie and the Banshees imprimieron al rock. The Smiths, entonces, serían los encargados de abrir un nuevo pasadizo con más color y densidad que la dark wave.
Oscar Wilde, un referente literario ineludible para Morrissey, escribe en su libro El crítico como artista: “Pienso en un hombre común que por azar escucha una llamativa pieza musical y de pronto se da cuenta, sin imaginarlo, de que ha pasado por flagelos terribles, subido a la cima de lo sublime y ha vivido una pasión desenfrenada, o ha tenido que decir que no a una vida espléndida […]. La belleza tiene tantos significados como el hombre tiene estados de ánimo. La belleza lo revela todo porque no expresa nada. Cuando se muestra a sí misma, nos muestra todo un mundo lleno de brillos multicolores”.
Así, incluso aunque queden nublados domingos británicos por delante que encuentren cauce a melancolías londinenses, siempre podremos preguntarnos qué habrá sido de las flores coloridas que usó Morrissey aquella noche en Rockpalast, en Berlín, la ciudad del sueño dark.