Un riff distorsionado irrumpe en la sala, y llega al escenario el contorno oscurecido de una mujer. La figura es la de Juana Molina, que se encuentra a la merced de un juego de claroscuros, lo que es totalmente apropiado: todo lo que la artista bonaerense hace se sitúa en la difuminación de límites. La escena corresponde a Friggatriscaidecafobia, un concierto especial que intercala proyecciones y una puesta en escena elaborada. El título designa la fobia a los viernes trece, que es cuando sucederá la próxima iteración del recital, en el C Complejo Art Media.
Si esto suena poco ortodoxo, es porque nada de lo que hace Juana Molina responde a convenciones. En veinticuatro años de trayectoria, nunca se mantuvo en diálogo con las modas vigentes. Al contrario, solo respondió a las influencias que se imprimieron durante su formación musical. Ella cita a su padre, Horacio, que le regaló una guitarra de pequeña. También a los discos que ponía Chunchuna, su mamá. Además figuraban Ravel, la música de ascensor en la casa de su abuela y las emisiones de radio que la acompañaron durante su exilio en París, a donde huyó con su familia para escapar de la dictadura militar. Juana no parte desde la emulación. Si hubo subsecuentes puntos de encuentro con otras renegadas como Trish Keenan o Lætitia Sadier, es porque todas desembocaron naturalmente allí.
De regreso en Buenos Aires, asumió trabajos en televisión para conseguir la autonomía financiera que le permitiera seguir haciendo música. Pero se volvió exitosa, “demasiado”, como bromeó en alguno de sus dos KEXP. Entre 1991 y 1993, su programa Juana y sus hermanas le brindó una exposición inusitada, la clase de notoriedad que para cualquier otra persona sería irrenunciable. Estos años de quiebre también enmarcaron el momento en que conoció a Federico Mayol, su futuro marido y colaborador. Embarazada y postrada en su cama, tuvo una epifanía. “Tuve una visión del futuro, de mí misma muriendo vieja y resentida, mirando MTV y odiando a todos, diciendo ‘yo podría haberlo hecho, y mejor’” le confesó en 2006 al New York Times. Con treinta y dos años, Juana Molina decidió retornar a su vocación real.
Semejante cambio fue castigado, no en menor parte por la cantidad de mediaciones que obstaculizaron las intenciones de Juana y su llegada al afuera. Ella quería tocar canciones, pero debió hacerlo ante un público que, por un lado, cercaban sus oídos a los únicos tres sonidos que habían asimilado; y por otro, ya se había determinado a encuadrarla en un lugar. La recepción fue cruel, y la audiencia local se le presentó como una manifestación corpórea y amplificada de nuestros peores pensamientos intrusivos. Desnuda en el escenario, no tenía manera de escudarse detrás de sus personajes. Que Juana haya decidido seguir a pesar de todo es sintomático de que su sentido de validez residía dentro suyo; o por lo menos, de que la necesidad de componer la desbordaba. Ambas insignias de una artista en cualquier caso. Y perseveró en un contexto de pocas referentes mujeres visibles, y menos que menos de ejemplares produciendo trabajo similar, lo que en retrospectiva se presenta como un acto político bastante radical.
Pese a lo que sugeriría el título, su debut Rara (1996) fue un disco relativamente recto y cancionero, coherente con el rock alternativo e independiente que dominaba Estados Unidos por aquellos años. Sin embargo, Juana se ha desentendido de él en repetidas ocasiones, atribuyendo el motivo al involucramiento de Gustavo Santaolalla como productor, no porque haya quedado disconforme con su trabajo, sino porque prefiere que el proceso compositivo sea en solitario. En todo caso, se sentía enajenada de su propia obra. Las cuerdas de un tema como “Buscá bien y no molestes” están en las antípodas del minimalismo que caracterizaría buena parte de la obra de Juana.
Molina tomó las riendas del asunto con el sucesor, Segundo (2000). Un paréntesis: en cada ciclo de prensa que puede, Juana responde que este álbum es el mejor que hizo. Donde otrxs artistas asegurarían que su mejor trabajo es el más reciente, el que tienen que promocionar y vender, ella nunca dejó de sostener que este es su álbum propio favorito. Si Juana no adscribe a imperativos estilísticos, menos obedece a los mandatos del comercio.
Segundo es la masa madre de todo lo que haría Juana Molina más adelante, representa el momento en el que dejó asentadas las bases compositivas de su identidad musical. Es la aparición de la repetición como recurso estético fundante, uno que sería injusto catalogar de ostinato, porque de obstinado no tiene nada. Juana induce trances, superponiendo capas de sonido, pero siempre al servicio de avanzar sus canciones hacia delante. Segundo también inauguró la asociación creativa de Juana con Alejandro Franov, con quien colaboraría más tarde en A & B (2004).
Tres cosas (2002) mantuvo el maridar de lo acústico y lo electrónico que caracterizó a su predecesor, lo que le valió a Juana la designación de folktrónica, etiqueta que, aunque bienintencionada, minimiza la singularidad de su música. Sin embargo, fue una obra decididamente más accesible: un disco más melódico, de timbres puros y arpeggios cristalinos. La atención no tardó en llegar, y al año Juana Molina estuvo en boca de artistas como David Byrne, que la descubrió buscando recomendaciones por Amazon y, acto seguido, la invitó de gira por Estados Unidos. Tres cosas fue listado por el New York Times como uno de los discos del año. Argentina, siempre buscando la legitimación afuera, cerró la boca, tomó nota y galardonó a Juana con un Gardel.
Traducir sus drones en vivo representó una dificultad para Juana, una que logró solventar ni bien conoció a la pedalera Boss RC 20-XL. Ahora, los motifs que abrían sus canciones eran sustituidos por loops, en lugar de ser disparados secamente desde una pista de audio. Esta técnica fue incorporada a la composición de Son (2006), una obra de belleza diáfana y la culminación de todo lo que había aprendido hasta entonces, dando por cerrado el primer período de su discografía.
La evolución vino de la mano de Un día (2008), un LP apoyado en la fuerza del tema homónimo que fue el hitazo, la clase de canción por la que alguien paga una entrada para ver a unx artista en vivo. Pese a la contundencia del track, el disco fue por lo demás lánguido, más ocupado en sostener acordes y referenciar a Marosa di Giorgio. “Voy a cantar las canciones sin letras que cada uno podrá imaginar,” enunció aquí, y procedió a hacer exactamente eso, cediendo la voz a lo que suena como su versión del scat. Juana tiene una relación complicada con las letras: según ella, sustraen el carácter abstracto de la música. Si bien ha reiterado constantemente la primacía de lo melódico sobre lo lírico, su desempeño como letrista es fantástico. Sus observaciones son la poesía de lo cotidiano.
Dado que su música elude toda categorización, Juana Molina ha sido frecuentemente comparada con Björk, un paralelo que le calza todavía menos que la etiqueta folktronica. “Me siento más cercana a ella que a Britney Spears,” satirizó en alguna ocasión. Pero si hay algo que ambas comparten, además de su idiosincrasia, es la habilidad para rodearse de talento joven. Del mismo modo en que la islandesa entabló una asociación artística con Arca y The Haxan Cloak, Juana se rodeó de dos músicos tan fértiles como Diego López de Arcaute y Odín Schwartz para cristalizar su visión.
Cuando llegó la primavera del 2013, Wed 21 se sintió como un momento consagratorio para Juana Molina: la llegada del merecido reconocimiento. En su esencia, Juana no había cambiado, pero la cultura sí, y el recambio generacional llenó sus shows de jóvenes que acogían su propuesta con entusiasmo. Wed 21 no solo representó un quiebre comercial, sino que sacudió los cimientos mismos de su aproximación a la composición. Con una Gibson SG colgando, la dinámica de las canciones mutó. En lugar de acumular secciones rítmicas o melódicas, Juana empezó a dispararlas todas en simultáneo, ateniéndose a la duración de canciones pop. Wed 21 fue un Caballo de Troya, invitaba al baile mientras hablaba sobre el Mito de Er y conjuraba imágenes del mar desenvolviéndose.
Halo (2017), el último LP de Juana Molina, dio otro giro de ciento ochenta grados, fue su Kid A. Nocturno, introspectivo, abstracto, una colección de poemas tonales dinamizada por tracks gigantescos como “Sin dones” y “Cara de espejo”. “Paraguaya”, el maravilloso opener, encontró su versión punk en Forfun (2019), un EP de reversiones y el pretexto detrás de Friggatriscaidecafobia. Con Odín fielmente a su lado y ahora con Pablo González ocupando la batería, Juana está lista para dar el próximo paso. No importa a dónde vaya, se puede argumentar que Juana Molina fue la artista argentina de la década por afano. Digna de ser canonizada junto a Charly, Cerati y Spinetta.
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Juana Molina se presenta este viernes 13 de marzo en C Complejo Art Media (Corrientes 6271, CABA), entradas disponibles a través de Ticketek. Los miembros de la Comunidad Indie Hoy tienen beneficio 2×1 en el ticket: más información.