Hace muchos años, en una galaxia muy lejana, Julio Cortázar hablaba de las diferencias entre los cuentos y las novelas invocando metáforas tan pintorescas como “monstruo poliédrico” y la condición de ser “cerrado” o “redondo”. Seguramente, como suele decirse, ha pasado mucha agua bajo el puente, pero, más o menos, parece fácil distinguir entre cuentos y novelas, incluso más allá de las etiquetas que, por conveniencia, suelen colocar las editoriales. Al menos podría decirse que las novelas parecen ser lugares donde pasan cosas, mientras que los cuentos se sienten como cosas que pasan en lugares; esto es otra suerte de metáfora, por supuesto, y cabría pensar qué quiere decir que “pase algo” en un texto. En La máquina del tiempo, de H.G.Wells, por poner un ejemplo digamos sencillo, evidentemente pasan cosas, y muchas. Del mismo modo, cabría pensar que no pasa gran cosa, al menos en comparación, en La pasión según G.H., de Clarice Lispector. ¿O sí? Cualquiera, evidentemente, es capaz de responder que en La pasión… sí pasan cosas, que de hecho podría pensarse que pasan muchas cosas, que reclama para sí una forma diferente de contar novelas, que parece resumir la tradición de la alta modernidad que etcétera, etcétera.
Hay, también, quien reclama “que se cuente una historia” o que debemos “volver a la anécdota por sobre todas las cosas”; del mismo modo no faltará quien dé por sentado que la historia de la literatura (aunque al incorporar a esa señora las cosas se complican bastante… o, mejor dicho, a esas dos señoras) ha superado la exigencia de que las novelas (acaso no sea tan así con los cuentos) estén dominadas por lo narrativo, la trama y bla bla bla.
Quizá esta sumatoria de reparos sea pertinente a la hora de leer Agua del mismo caño, de Natalia Zito. Para empezar, una primera lectura, una lectura que resbale, digamos, por sobre los textos, hace fácil sentir que se trata de un libro de relatos, que se lee como un libro de relatos. Cada uno de los textos es presentado bajo un título –como en un libro de relatos-, cada uno de los textos notoriamente no deriva en los asuntos de los demás a modo de continuación o precedente de acuerdo a una lógica narrativa y, además, las situaciones presentadas son fáciles de distinguir y confrontar, de modo que saltan a la vista y permanecen en la memoria los perfiles y los asuntos de “Mareo” y “De civil”, por ejemplo, acaso los mejores del libro. A la vez, es cierto que hay dos personajes (Eduardo y Marta) que se repiten en cinco cuentos (“En el piso”, “El tren arranca de nuevo”, “Que Mat-Rat haga lo suyo”, “El clásico americano” y “Cinco vueltas”), que por eso mismo es significativo el título del último de los mencionados, que está claro que se trata de variaciones sobre un mismo tema narrativo (el intento de suicidio de Eduardo y la constelación de cosas que podríamos pensar como sus causas) y que “Cinco vueltas” viene a cerrar el círculo inaugurado por “En el piso”. Entonces, conciliando ambas ideas, podemos concluir que Del mismo caño es algo así como lo que en ciertas épocas de la historia del rock se llamó un álbum conceptual, una colección de cuentos, digamos, especialmente cohesiva.
Zito escribe, notoriamente, en esa tradición del cuento que se separa del molde Quirogiano o Cortazariano y explora las avenidas inauguradas (o consolidadas, mejor dicho) por el Joyce de Dublineses y transitadas por el Salinger de Nueve cuentos o, más cerca de las coordenadas geográficas de la autora, por el Daniel Mella de Lava. Es decir que los relatos de este libro construyen una atmósfera más que una historia, que su enrejado de palabras -generalmente austero y no pocas veces visceral, aunque casi siempre medido, contenido y, por lo tanto, tenso- nos permiten intuir, a través de pequeñas revelaciones y pequeños ocultamientos, un estado del alma y/o de la mente asociado al protagonista del relato y también, por qué no, a su entorno inmediato. Cuentos (sí, digamos cuentos y no tanto el poco jugado relatos) que parecen decir muchas cosas y que, al terminarlos, se vuelve necesario ir hacia atrás para determinar exactamente qué se nos dijo; cuentos que invariablemente inquietan, que incomodan. Hay cierta atmósfera onettiana, incluso, enroscada alrededor de lo que podría leerse como el eje temático del libro: historias de pequeños fracasos, de callejones sin salida, de miserias cotidianas desprovistas de pasión y carcomidas por la ironía que parece adherirse a sus protagonistas como algún tipo especialmente insidioso de parásito. En este sentido, de hecho, es que el libro de Natalia Zito se parece todavía más a su ilustre predecesor joyceano: donde el irlandés construía palabra por palabra la parálisis que, entendía, dominaba a sus compatriotas, la argentina arma su vacío, su desencanto, su desesperanza, su dolorosa y en última instancia inútil –para los personajes, no para la autora- lucidez.
Hay, también, otra manera de leer Del mismo caño, acaso más interesante. Después de todo, entonces, quizá se trate de una novela. Aquí se trataría de una novela no lineal, una novela sin una trama, una novela que no cuenta una historia, pero sí un gran lugar en el que pasan cosas, un lugar al que entran (y difícilmente salen; de hecho, como en aquella canción de Morrison, pareciera que en el mundo de Natalia Zito no one here gets out alive, nadie sale vivo, a la vez que nadie padece el verdadero fuego, o al menos, mejor, ese fuego que haga gritar como suponemos que gritaba Prometeo en su montaña o como se lamentaban los personajes que iba inventando/encontrando/postulando Dante por ahí en su descenso –y eso, quizá, lo vuelva un tormento, un infierno todavía más atroz, algo así como el que proyectaba el Belacqua de Beckett, que hacia lo imposible por no salir de lo que parecía el Purgatorio) los personajes del libro, una construcción de un sujeto (el que padece el tema principal de todas las secciones) escindido en diversos nombres, un lugar que parece detener, congelar –como en las cinco variaciones sobre el suicidio- el instante mismo de la muerte en tanto liberación. Porque, de hecho, esa liberación no sucede. Y eso, digamos, es lo que cuenta la novela de Natalia Zito. O lo que no cuenta, porque no se puede contar, un poco dándole una vuelta interesante a los reparos sobre contar algo sobre nada que dominaron al Mario Levrero tardío (en El discurso vacío en particular).
En cualquier caso, los episodios (los cuentos) no vinculados literalmente al ciclo de Eduardo y Marta parecen desarrollar los temas propuestos por estos, de un modo casi diríase musical, como en la exploración de temas en una secuencia variacional. O, si se prefiere, parecen detallar el escenario (de creciente complejidad, y en ese sentido también es una novela este libro, en tanto permite a su lector sentir un avance, una progresión hacia sus últimas páginas) que pueblan esos dos digamos fantasmas que colisionan o casi colisionan en los cinco momentos de la secuencia variacional. Acaso se pueda hablar, entonces, de una novela experimental, aunque el término parece invocar asperezas e incomodidades que poco tienen que ver con el trazo fluido de Natalia Zito; su manera de explorar un tema e hilvanar secciones, capítulos o cuentos a su alrededor es interesante en sí misma, más allá de lo contado, más allá de la peripecia, donde la haya, de los personajes. Eso lo vuelve, quizá, un libro engañosamente simple, en el sentido de ocultar bajo la superficie complejidades y desafíos.
En última instancia, Del mismo caño responde satisfactoriamente (aunque su respuesta no sea programática, no sea en realidad una praxis posible de la novela o del cuento) a la pregunta de cómo volver a escribir sobre ciertos temas, de cómo hablar de ciertas cosas; si la pregunta eterna es cómo contar, entonces, aquí Natalia Zito nos dio una respuesta inquietante y, además, para repetir un término arriba asociado a los personajes del libro, especialmente lúcida.
“Agua del mismo caño” se presenta este sábado 7 a las 20.00 hs en Besares Club de Cultura, junto con “Cómo escribir sin obstáculos” y “Niños fritos“, otros recientes títulos de la colección Lluvia Dorada editada por Panico el Panico.