Violer d´amores (Editores Argentinos), de Américo Cristófalo, es una novela que parece construirse desde lo imprevisible, y por ello mismo, desde su primera hasta última página, no deja de asombrar. Es así cómo se evidencia la flexibilidad narrativa del autor, pues no encontramos ninguna brusquedad o censura en la progresión de los sucesos, fluyendo las páginas en un continuo acorde aunque torrencial.
Es una prosa arriesgada que atraviesa las demarcaciones genéricas para comprimir y expandirse, una y otra vez, en sucesivas exploraciones, en permanentes búsquedas. Estamos ante una narración errante, nómada, que se rehace, se reconstruye en un combate permanente con el lenguaje (la angustiosa conciencia de los límites del lenguaje). Desde el principio la narración da cuenta de la simultaneidad de hechos que tienen lugar en sus 126 páginas. ¿Poema en prosa?, ninguna clasificación operaría con justicia. De hecho, no es fácil precisar la composición de la obra, dada su complejidad. Cristófalo hace narración allí, en la imperiosa necesidad de traspasar las fronteras del código, de explorar lo que surge más allá de la sintaxis y la gramática. Pone el oído en los barrios proletarios de la ciudad de Buenos Aires: La Tablada, Villa Lynch, Villa Crespo… y crea su propia semántica de las palabras, su ritmo, el verdadero protagonista de esta pieza narrativa de respiración frenética.
Especular, expansivo, experimental, Violer d´amores pone de manifiesto el jadeo torturante de un estilo que no da tregua. Una experiencia narrativa obsesiva en toda regla.
-En el segundo párrafo del Finnegans Wake, de James Joyce, aparecen las palabras “Violer d´amores”. Vos las has tomado como título de tu libro. ¿Por qué?
-Unos amigos, Jaime y Nuria, se aparecieron con una edición de Finnegan’s para un cumpleaños. Ese año o el anterior habíamos estado en un curso de Martín de Riquer: provenzales, amor cortés, trobar leu, trobar clus, el poema sobre nada de Guilhem de Petieu, las querellas acerca del adulterio. Riquer era un hombre severo, de gigantesca erudición filológica; hablo de 1979. En ese párrafo Joyce nombra a Sir Tristram, el Tristán de Tristán e Isolda, lo llama “violer d’amores”. Tristán va y vuelve de Irlanda en barco. Me pareció un nombre que traía esos años. Primero fue personaje, Violer. A título llegó después. También resonancias reconocibles: una relativa al instrumento, la viola; otra de la que el libro quisiera hablar, de una lengua violada.
-Es un libro de lógica fragmentaria. Lo que significa que no cumple con las normas sucesivas de principio-nudo dramático-desenlace. Por otro lado, atenta contra la linealidad temporal. ¿A qué zona del lenguaje en particular apunta el libro?
-Está escrito por fragmentos de un diálogo difuso, especular, un monólogo de escenas desarregladas y preguntas. Un gran desorden. Pero no sé si la sucesión de ese desorden es lo que va contra los ritmos naturales de la novela, o si el tiempo, en movimientos irregulares de avance y retroceso, atenta contra alguna disposición. En caso de que fuera así, habría que definirlo como un hecho menor, el desorden dura poco, de última vuelve a componerse un hilo narrativo; tampoco sé si refiere una zona particular de lenguaje, sería mucho decir. La lengua de Violer es balbuceante, variable y de comicidad retraída, dice algo acerca de un ir y venir. Para enlazarlo con la anterior: de lo que una partida parece hacerle a la lengua y lo que retorna en la novela.
-Como consecuencia, es una novela que destruye toda respiración tradicional. Es posible identificar alteraciones en la puntuación gramatical, que llevan a pensar un poco en Lata peinada, de Ricardo Zelarayán. Pero también en Kerouac, en Leminski… ¿Creés que tu libro comparta resonancias con otras literaturas?
-Sí, esos nombres están; a Leminski lo conozco menos. Hay citas más o menos explícitas o sospechosas, no tanto de Zelarayán o Kerouac; Violer se toma una libertad de copista encubierto. Pero ya que decís “respiración”, subrayo esa fisiología que usó Viñas para hablar del modo en que las palabras toman y exhalan aire como un cuerpo, con el deseo de vivir. La sintaxis y la puntuación más que gestos de batalla, quieren ser obsequiosas, y hacer justicia a otra máxima de Viñas: apretar el bandoneón.
-El texto está articulado sobre consideraciones políticas respecto de lo que desencadena el exilio. Sospecho que se trata de un libro de larga gestación. ¿Tuviste la primera idea durante tus años en Barcelona?
-Los años de Barcelona no están contados, o están muy escasamente contados; habría que proponérselo, éramos pibes y la experiencia política de los setenta nos había abrumado, mientras la noche argentina de un modo u otro trabajaba sobre lo nunca del todo resuelto. Violer no cuenta el exilio, va y viene, se mueve confusamente en esa memoria que requirió tiempo; si algo pasa, pasa en el momento de salida, el viaje, y en el momento de regreso, que parece de culminación indefinida. Entre esa salida y una reparación que no conduce a nada. No lo mediría por su gestación, aunque tardé, empezó acá y hará tres o cuatro años. Uso ese nosotros incluyéndome en un círculo de amigos muy cercanos y entrañables que Barcelona había juntado. No me interesan los libros que excluyen el volumen político de la vida, la religión de una tecla maestra que despojaría el lenguaje de su lazo político. No estoy pensando en representaciones, pienso en el modo en que la lengua es ella misma esa dimensión. Y en el tedio de una finalidad sólo poética. Escribir es dar lugar a una huella existencial. Ahí, la cuerda política no puede faltar.
-En el plano argumental, hay ciertos destellos de anécdotas que parecen glosarse. Pero lo real, creo yo, entra en el lenguaje, en las frases dichas. En tu sintaxis hay un trabajo muy sutil con el oído. Más allá del plano estrictamente lingüístico, Américo, ¿qué tipos de quiebres pensás que la última dictadura militar hizo sobre la lengua rioplatense?
-Las historias que aparecen, se juegan en un desarreglo transitorio, son imágenes de un subsuelo que pide aire. Ahí entra el oído, diría que con voluntad de podar, de restringir la tentación de ofrecerlas a explicación, porque sería arduo y porque habría dejado de tratarlas como son: luminosas y oscuras, deformadas y de naturaleza cruda; ahí mismo está el trabajo de puntuación. Prefiero no decir “anécdota” si se entiende por anécdota un incidente curioso o por alguna razón destacable, hablaría de pequeñas escenas de una mitología mutilada. Hay una incertidumbre, una pregunta que Violer incluye de diversos modos, ¿adónde van, quieren manifestarse, hablan de un murmullo que falla, de un soliloquio idiota? En todo caso están en el cansancio que arrastra la novela global, una misma composición con variantes de intriga, variantes técnicas y destrezas de profesión, con mayor o menor grado de virtuosismo, pero igual o mimética de su costumbre, y subordinada a la ilusión de una legibilidad transparente. No sé si los efectos generales de la dictadura sobre la lengua son catalogables; quizá se pueda hablar de los efectos sobre el nombre y los modos de nombrar. En la biblioteca de Filosofía y Letras se conservan resoluciones con la firma de Videla y Harguindeguy, indicando qué libros debían retirarse (había que quemarlos, los trabajadores de la biblioteca los escondieron del fuego); en una se leía “todo libro que contenga en su título la palabra sociología”. Habría que hablar de los alcances de esa censura disparatada, de la clandestinidad y reconstrucción eufemística de lo que no podía decirse. Estamos ahí en un registro ya muy conocido. Recuerdo la impresión que de vuelta me causó una notoria inflación retórica en los lenguajes de la opinión pública, y un cambio también muy evidente en los modos del tratamiento entre personas, una extensión sorprendente del tuteo, del voseo entre desconocidos. Pero el centro más oscuro quizá haya que seguir pensándolo del lado de los daños que la dictadura ocasionó en la vida, de los que no estuvo ni está exenta la lengua. Chupado, capucha, pozo, bulto, las jergas de la tortura, jergas que ya tienen lugar en diccionarios, en muestras de museo; esas palabras están entre nosotros. Como nombrar indefinidamente a los muertos. Y preguntarse en un horizonte ampliado, cómo esos efectos llegan hoy en la lengua publicitaria dominante, en la autoayuda, en la lengua de los gerentes, de las corporaciones. Cómo llegaron a ser palabras del odio por el lenguaje.
-El tiempo verbal lo articulás a través de un presente continuo: al borde del suceder. El aquí, el ahora. ¿Por qué?
-Hay una memoria que no se obstina en preservar lo que fue sino su retorno. Hay que dejarla pasar, escribir sus frases; es quizá esa corriente de retorno lo que parece a punto de ocurrir y lo que exige una licencia presente. Las notas breves que proliferan, que no quieren prometerse como piezas de lo causado por o lo seguido de, fuerzan esa inminencia, y la exponen a decepción. Lo que sucede, o parece al límite de suceder, se disipa y vuelve.
-A la hora de escribir, ¿de qué modos tu experiencia como traductor ayudó a pensar tu literatura?
-El debate acerca de la traducción parece hoy, a juzgar por la extensión y relieve que ha cobrado, una modalidad a mano para pensar la literatura. Soy un traductor ocasional, traduje muy poco. No sé si detrás de Violer está la traducción. Sí en un sentido vasto, considerando cualquier movimiento de lenguaje como movimiento de traducción, pero no hay teoría y menos que menos el nombre de uno u otro especialista en traducción; sin embargo, me gusta evocar esos años, los años de Barcelona, de esa distancia con el suelo de la lengua, como una experiencia de traducción.
-¿Cómo abordaste el proceso de corrección en libro tan singular como éste?
-La corrección es un momento feliz, una siesta. Tiene la gracia de la extensión, del aplazamiento, de lo que podría seguir sin límites precisos. Violer se fue escribiendo por aproximaciones. En un tiempo lento y entrecortado. Los momentos de corrección fueron siguiendo ese mismo ritmo. Lo de siempre, retoques, agregados, un cambio de final. Pero no tuvo corrección en sentido editorial. Mi amigo Andrés Ehrenhaus publicó en 2016, y en una prestigiosa editorial chilena, una antología de cuentos suyos, El hombre de lenguas. En la presentación porteña contó una historia perfecta a propósito de la corrección. La lengua narrativa de Ehrenhaus está hecha de un evidente mestizaje, una promiscuidad de variaciones léxicas y sintácticas del español peninsular, el rioplatense y otras menos frecuentes. El corrector chileno, seguramente educado en técnicas de buen escribir, desestimando incluso el título, que ya contiene la solución, estandarizó todo lo que a su parecer eran anomalías, desvíos, errores. Ehrenhaus vio las pruebas y volvió al orden.
-En algún momento del libro, Violer se refiere a Bs.As. como “ciudad grotesca”. ¿Lo dirá por esa forma de amalgamar la realidad trágica y cómica al mejor estilo Discépolo?
-Sí, Discépolo, y otros que van en línea: Arlt, Marechal, Leónidas Lamborghini. El grotesco está como una topología inevitable cuando salís de la contemplación arraigada y te metés en esquinas de italianos, en fábricas de cigarrillos, en bares de Villa Crespo o Mataderos. El grotesco es el modo en que la historia de esos lugares nos afecta: son nombres de un amor recibido por Buenos Aires. Y en ese sentido, una versión de su risa y su tragedia.
-Violer y Wake, dos personajes bastante atípicos de la narrativa argentina. Son herramientas que ayudan a significar en particular ¿qué procedimientos narrativos?
-Violer y Wake son citas de Finnegan’s, pero también el contrapunto de voces argentinas, la payada del solicitante descolocado y el saboteador arrepentido, por ejemplo, esa conversación donde conviven tonos de la gauchesca con la perplejidad de Beckett. Tienen un barniz teatral que de algún modo suspende la fuga. Esa línea de dos, y esto es otra incertidumbre, sacude la perorata intimista del yo. Hay libros que para salir del cartón de la novela global van a parar directo a juicios del yo; y ahí luchan con insípidas ostentaciones de rencor, de refugio melancólico y autoconmiseración. Pierden distancia, humor, ganan en julepe. No creo que el juego fluctuante de las personas, hablar en segunda, en tercera o primera sin justificación, alcance a ser procedimiento narrativo, esos tipos saltan de una cosa a otra, no más. “Descolocado”, la palabra de Leónidas Lamborghini, va bien para ubicar ese exceso.
-¿Algún libro argentino que te haya entusiasmado últimamente?
-Este año: Gorgona, de Jimena Schere; Tomar las armas, de Horacio González; Los años felices, de Piglia; El fogonazo, de Ezequiel Sirlin
-Hace unos treinta años, la constitución de grandes empresas editoriales han modificado profundamente las cartografías literarias. ¿Pensás que tu poética se articule desde ese otro espacio alternativo que podríamos llamar “periferia”?, ¿por qué?
-Las corporaciones construyen formas de homogeneidad, ponen en funcionamiento dispositivos de rechazo de la diferencia, imponen mandatos de consumo y de lectura. Hablan una lengua de conectividad total, enchufan al lector en la comodidad de una práctica que exige vaciar el lenguaje de experiencia, una práctica que no necesita pasar por el lenguaje de otro. El discurso de las grandes corporaciones editoriales, que son los mismos conglomerados de la industria cultural y de la información, es el discurso de la comunicación, de la autoayuda; independientemente del hecho de que en sus catálogos haya todavía nombres y escrituras que desmientan esa lógica, e independientemente también del tamaño y poder de las empresas. Como aspiran a totalizar, les da lo mismo Montaigne que el último grito de la neurociencia. Una lengua de gerentes Bertelsmann está en el gobierno. No sólo ni principalmente en Argentina. La distribución centro–periferia parece entonces ineficaz para pensar esa realidad aplastante. Más acá, diría, hay que seguir, hay que retomar líneas de lectura, con más aire, con más libertad de lenguaje. Ir a Macedonio, ahí donde Macedonio dejó la novela, desarmar con él al novelista global (ese vargallosismo explícito o disfrazado de buenas intenciones), al escritor empresario de sí.