Pongo en duda todo lo que sigue a partir de ahora. Me animo apenas a deducir, intuir, que en el primer poema del último libro de Fernanda Mugica, la que habla no pudo terminar de decir lo que quiso decir (“que la tortuga estuvo conmigo/toda la vida/eso quise decirte”) porque se cayó por la escalera y ese impacto en el cuerpo le impidió seguir hablando. Leí mil veces ese poema, me producía como una fascinación, un magnetismo, pero no entendía de qué hablaba. ¿Ese es el truco? ¿No entender? ¿O yo soy medio lela? Ese tipo de preguntas aparecen muchas veces al leer poesía. Creo que es la gracia, pero no siempre pasa, entonces cuando pasa es confirmar esa sensación de “Ah, esto es poesía”. Bien.
Recién una vez que me detuve a leer el primer poema con paciencia como para escribir esto pude notar que quizás, a lo mejor, en una de esas, esa era la breve historia que se contaba -la de la chica que cae por la escalera y pierde el habla a causa de la conmoción- y yo no me daba cuenta. Luego volví a leerlo y creí que estaba loca, ¿de dónde habré sacado eso? ¿de dónde habré sacado que había una historia ahí?. En esa escena hay una interrupción. Pero quizás no fue la caída por la escalera, quizás fue que se salió el revoque de la pared, o que creció el pasto en las vías, o… En una primera leída el poema parece una concatenación de sucesos inconexos, fragmentos de imágenes, piedras, zombies.
“Cada palabra dice lo que dice y además más, y otra cosa”, decía Alejandra Pizarnik, y a esta altura parece obvio, pero ¿cuáles son esas cosas en la poesía de Fernanda? Las metáforas y las comparaciones son extrañas, los poemas encadenan sucesos que no parecen tener nada que ver entre sí, ¿de qué está hablando? Esa es la pregunta que surge una y otra vez al leer Un billete de mil australes encontrado en un libro de Carl Sagan, reciente libro de esta poeta y docente de Letras, nacida y criada en Mar del Plata, que fue publicado luego de obtener una mención en el Primer Concurso Nacional de Poesía de la Editorial Municipal de Rosario en 2017.
No es importante entender un poema, sino experimentar alguna sensación, asociar, abrir lugares en el cuerpo. Pero cuando efectivamente no entendés, entender se vuelve una necesidad, unas ganas de ir un poco más allá de la sensación física, un deseo de acceder al núcleo del poema -el núcleo duro- del poema. Un poco lo que hace Fernanda en “El núcleo duro”, noveno poema del libro, y en varios más, es dejarse llevar por la marea de pensamientos y enhebrarlos hasta que terminan escritos en la hoja. Esbozar una idea, no desarrollarla, pasar a otra porque una palabra o un sonido o algo le hizo acordar a otra cosa, y así. Un poco como funciona nuestra cabeza. Por ejemplo: “ahora quizás lo peor seas vos/o cierta manera de quedarte callada/cuando colisionan tus perfiles/y no hay uno que sea verdadero/a veces necesito pronunciar mentalmente la palabra concha”. ¿Qué tiene que ver ese último verso con lo que venía antes? Los poemas son mentales, sí, muy mentales, conectan chispas que van formando un recorrido, como un mapa para leer un cerebro invadido por el rayo uraniano, que de repente irrumpe y logra emparejar la idea más trivial a la más genial. También hay sensaciones con más superficie, pero se convierten velozmente en ideas porque apenas son nombradas, y a veces hasta enumeradas con cierta displicencia. No todo es así, sin embargo, algunos poemas son más narrativos, cuentan una historia o una escena con texturas posible de tocar, de imaginar. Aparece el mar, la ciudad de Mar del Plata (siempre en invierno). Pero en algún momento algo se corta, te descoloca mal.
“Éramos muy difíciles pero no merecíamos/ lo que estaba pasando. En algunos momentos/ no querías decir más. Relajabas la boca/y nos comunicábamos como los animales/ domésticos-un ladrido al pasar y volver de inmediato/a nuestra vida armada en otra especie”. Hay ladridos en otros poemas también, como una forma de comunicarte, pero no, pero sí. Ahora que ya diseccioné un poco más estas páginas, veo que es recurrente el tema de querer decir vs. no poder decir. En esa distancia, supongo, se escriben los poemas.
Usé un montón de palabras pero me siento trabada, con todo el peso del cuerpo sobre el culo en el escalón, como imagino a la chica que cae de la escalera y no puede seguir hablando. Todo está dicho con un lenguaje entrecortado, serpenteante, como esa escalera, como las ideas que van y vienen y son rebeldes y no se atan al cuerpo, que temblequean como una gelatina en “el baile silencioso en tu cerebro”. Y hay aún más para decir sobre el libro, como que habla de la relación con las máquinas, con la madre, sobre las cosas que arrastramos de nuestros ancestros a los que nos unimos en un tejido inextricable, y cómo eso nos hacer ser quiénes somos y a su vez nos desdobla. En un intento de separarnos de nosotres y de nuestro pasado nos sacamos la cabeza, la llevamos a la playa, a pasear a Camet (sí, a ese nivel de absurdo llega todo, porque ojo: hay humor también). ¿Así se podrá? ¿Podremos separarnos definitivamente de nuestros pensamientos?