Las referencias que existen en torno a un artista de culto suelen ser arbitrarias e injustificadas. Pero, si hay alguna posibilidad de acercamiento a una definición, se podría decir que una obra de culto es incomprendida en su época, que es apreciada entre los artistas a pesar de mantenerse inaccesible para un gran público no especializado y que no es posible de encasillar porque habita en los márgenes del canon. Todas esas definiciones le cuadran a Carlos Eduardo Feiling, un rosarino que se hizo lugar en la literatura porteña con una voz efusivamente transgresora, hasta su fallecimiento a los 36 años.
De familia de origen británico (por eso sus cercanos lo llamaban Charlie) rompió con una prolífica trayectoria académica para dedicarse a la producción literaria. Durante los noventa publicó cuatro libros en cinco años. Su obra está estructurada en la fluidez en la que conviven los lenguajes, incluso despojando de formol al latín, y en ingresar prematuramente en conversaciones que se sostienen en el lector del 2023. Hasta hace poco, resultaba contraintuitivo considerar actual a Feiling: era imposible encontrar algún ejemplar que circule en el mercado de usados y resultan incómodas las elecciones narrativas del autor, que atraviesan la mitología griega y el lunfardo anglosajón.
Sin embargo, dos reediciones volvieron a poner al autor en diálogo con la narrativa contemporánea nacional, con la que puede compartir biblioteca por su vanguardismo estético y su rigurosidad formal. “Charlie Feiling redefinió los límites de lo experimental y lo clásico en una especie de formato único”, describió mejor el escritor Luis Chitarroni en el prólogo de Amor a Roma, compilación de sus poesías publicadas en 1995 y reeditada en el 2023 por el sello La Bestia Equilátera, que también reeditó la novela El mal menor.
Amor a Roma sintetiza el espíritu de la narrativa de Feiling, en donde conviven cierta jactancia de erudición con vulgaridades etílicas, atravesadas por una acidez humorística que sobrevive por no tomarse nada muy en serio, más allá del ejercicio lingüístico. De la masturbación hasta personajes de la antigua Grecia, el autor invita a recorrer sus intereses en donde, detrás de cierta banalidad, se detecta una profunda devoción a las posibilidades del lenguaje y al formato poético, que pretende que la obra sea leída más de una vez para que el verso se materialice en sentimiento.
Otros de los rescates valiosos fue su primera novela, El agua electrizada, publicada nuevamente por la editorial La Parte Maldita. Leída tres décadas después, representa un concreto retrato de los noventa: el consumo superficial junto al trabajo de ocho horas de una clase media desclasada; la neurosis atravesando las calles bajo la amplia sombra de la dictadura que aún lo oscurecía todo; la desolación de los testigos de lo macabro y su convivencia con una impunidad estatal que golpeaba el optimismo juvenil. Feiling decide afrontar este clima con una novela policial negra en donde la justicia queda en las manos de los únicos que aún están limpios: los marginales.
Aunque la denotada autorreferencialidad en toda la novela puede representar un cierto rasgo hasta de inmadurez justificada (¿quién no quisiera ser el detective de un crimen en su propia historia?), su primer libro consigue significatividad respaldada en su decisión de fortalecer los elementos propios del género y, al mismo tiempo, corromperlos con la transgresión estética. El protagonista tiene debilidad por el alcohol y el sexo, es sensible en su intimidad pero arrogante en público y avanza en la investigación movilizado por un interés personal y un extremo aburrimiento, consiguiendo pistas por tantear a vecinos chismosos y por tolerar golpizas.
Así, el personaje queda inmerso en medio de intereses de sectores poderosos y violentos a los que transforma con la sordidez de un humor cínico (“con admirable consideración hacia los vecinos, primero lo amordazaron”), que desacomoda tanto como la fluidez con la que irrumpen fragmentos completos en inglés y latin. De culto o no, El agua electrizada se convertirá en un emblema de la novela policial argentina y es imposible de soltar.
Entre cuerpos que aparecen muertos sin explicación y lo ordinario del crimen organizado por el Estado, Carlos Feiling escribe y ríe: soñar con una Justicia es el paso previo a la organización colectiva que ya sucedía y, diez años después, efectivizó un cambio. En el borgeano instinto de tejer interacciones entre la mitología helénica y la oralidad porteña, el autor halla en la hibridez del lenguaje un misterio que no precisa resolverse porque ya se habita.
“Nosotros mismos ignoramos que alguna vez supimos el valor de cada verso“, se transparenta Feiling porque, en tiempos aciagos, ¿qué queda más que la narración? Allí radica la potencia de redescubrirnos en autores del pasado: destapar el amontonamiento del dato armoniza los egos y configura, con la impertinencia de un british porteño, la posibilidad de un porvenir donde la forma no se escinda del contenido y que todo, todo, sea susceptible a un chascarillo.