En la última novela del escritor Carlos Bernatek, La noche litoral (Adriana Hidalgo), su autor construye uno de los personajes de la literatura argentina contemporánea más crudos y verosímiles: Ovidio. Hijo de las circunstancias, “Ovi” protagoniza el calvario de un desclasado. Como verdadero buscavidas de una Santa Fe que no puede abandonar (tampoco lo desea), sobrevive el derrotero por distintos “trabajos”. Expulsado de una posibilidad de progreso, el discurso con que Bernatek articula la novela, atraviesa por momentos, el grotesco, y el lumpen. Su estilo, podríamos decir, es un punto de encuentro entre el existencialismo y el realismo extremo. Los personajes viven en un ambiente de marginación, sumidos en el cinismo, la resignación y la angustia; esto hace que las historias, a su vez, fundamenten un tipo de crítica social contundente.
Novela que se ahorra en eufemismos, por momentos pedestre, desinhibida, pero real, tremendamente real. Un grupo de outsiders que aguardan, obsesivamente, un golpe de suerte. Uno que, tal vez, jamás llegará. Difícilmente se pueda imaginar un libro más argentino que éste.
-¿Cómo nació La noche litoral?
-Hace más de diez años escribí un cuento (está publicado en mi libro Voz de pez, de 2003). Las veces que lo leí en público, causaba mucha gracia: era una especie de esperpento que siempre me dejaba pensando sobre el texto. Tardé bastante en darme cuenta que lo que tenía era el discurso de un personaje, que obedecía a una tipología muy reconocible para mí. De ese modo me puse a trabajar, a construir el continente social, geográfico y temporal desde donde yo reconocía que provenía esa voz. Así fui armando la historia que transcurre en una Santa Fe aproximadamente actual, en los circuitos obsesivos que recorre Ovidio, el protagonista.
-En Rutas argentinas, las historias allí narradas ocurrían en el pueblo ficticio de Danel, una especie de Santa María, de J. C. Onetti. Pero aquí no. ¿Exageraría si creo que nombrar una topografía existente –con todo el lujo de detalles circunstanciales que ello implica, léase las inundaciones del 2003 o la voladura del Club del Orden-, por más que se trate de una ficción, es un acto de cierto coraje por parte del autor? Nombrar las cosas por su nombre.
-Obedece a distintas necesidades narrativas: un pueblo innominado es muchos pueblos, es un Frankenstein armado con diversas piezas. En La noche litoral no tuve esa necesidad; no hay otro sitio semejante ni debería ocultarlo por prudencia. Los hechos históricos ocurrieron. Es un modo de transparentar situaciones que requieren cierta honestidad, independientemente de que alguna alusión pueda molestar. Como todo lugar donde uno habita, surgen lo bueno y lo malo sin pretender denunciar nada, pero me pareció necesario despojar al libro de cualquier piedad tonta, condescendiente, del pintoresquismo, o de un localismo perdonavidas que tiene algo fascistoide.
-La novela está narrada en primera persona. ¿Qué matices te permitió explorar dicha decisión?
-Esa elección surge del protagonismo excluyente de Ovidio: todo pasa por su discurso, por su interpretación desesperada del mundo, una mezcla de lugares comunes del dudoso saber popular, con inferencias disparatadas de él mismo, de su lógica pedestre, lo que permite al lector construir lo ausente, lo no dicho. No había otra opción para mí que la primera persona.
-Se deslizan a través de la novela, juicios sumarios sobre la realidad. Aquí un par de ejemplos: “el trabajo nunca contribuye a la dignidad del individuo humano, sino a foguear su inmoralidad”; o “la decencia acá significa ser pobre y tolerar sin chistar”. ¿Pensás que tu libro podría operar, entre otras cosas, como una novela de mensaje?
-Ese tipo de sentencias, uno las escucha todo el tiempo: en la calle, en un taxi. Son parte de un lenguaje de clase, lugares comunes lúmpenes que el protagonista habita y no ahorra. Y acorde con ese discurso de la repetición, también se encarga de contradecir, esa actitud veleta tan presente en ciertos desclasados. No creo que allí resida algún mensaje: es algo que existe, que se oye y la novela se encarga de darle cuerpo, voz.
-Más allá de lo obvio, cuando te encontrás en el proceso de escritura de tus novelas, ¿qué trabajás con más interés?
-Cada libro tiene diferente centralidad. En La noche…en particular, el eje fundamental está en el lenguaje del protagonista. De ahí en adelante, el trabajo más arduo fue la inscripción de ese discurso en un contexto muy específico, para que la estructura ofreciera otros abordajes, otras lecturas más allá de la anécdota, de la brutalidad, la perversión o la obscenidad de lo estrictamente argumental.
-Siempre contemplando la literatura como nuestro eje de discusión, Carlos, ¿qué significa para vos el realismo, y cómo vincularías este libro en relación a esa nomenclatura tan imprecisa como rudimentaria?
-No lo sé con certeza. Me da la impresión de que no hay un único realismo, que lo real ofrece tantas variaciones como lo fantástico o lo delirante. La única claridad que se me ocurre al respecto es la que surge de los libros (ni siquiera de los autores, que tenemos propensiones diversas). Si me gusta un libro, no me importa mucho su inscripción genérica. Lo que sí me aburre es esta cosa abusiva de establecer círculos de pertenencia genéricos, como clubes de coleccionistas: tengo un rechazo visceral a esas logias masónicas que realizan repartos y apropiaciones como una tarjeta de crédito que anuncia corporativamente: “pertenecer tiene sus beneficios”.
-Algunas escenas son de corte tremendistas (con todo el respeto que se merece un Elías Castelnuovo). Por ejemplo la escena lumpen del coito con una mendiga tullida seguido, inmediatamente, por la ingesta de su perro… moribundo. ¿Qué pensás que gana una escritura que busca ese tipo de límites? ¿A tu juicio, cuáles pensás que son sus pros y sus contras?
-No lo pensé en términos de ganancia para el texto sino que forma parte de un cuadro sistemático de relaciones que definen al protagonista: una sexualidad deserotizada, atravesada por tabúes, perversiones y, a un tiempo, absolutamente ridícula, humorística de trazo grueso. Hay modos muy diferentes de narrar estas cosas; yo no creo hacerlo desde el regodeo, desde el efectismo; prefiero el grotesco que provoca un protagonista apto apenas para gestar este tipo de vínculos. Lo ilógico sería que tuviera relaciones “normales”.
-Ovi tiene una opinión muy dura sobre la cultura. ¿Vos también creés como él que es “impostura”?
-Yo trabajo en organismos culturales hace más de quince años. Podría decir unas cuantas cosas sobre el tema. La impostura es apenas una actitud más, es lo que observa Ovidio, un lego, alguien que observa la superficie de la ritualidad cultural, lo que no quita de que algunos funcionarios coincidan con su mirada. La cultura es algo bastante más complejo que eso.
-Si bien se trata de preguntas que corresponderían responder a la crítica, ¿creés compartir cierta similitud con Charles Bukowski? Te hago la pregunta concretamente pensando en el minimalismo con que narrás los episodios de Ovi, como así también su duro perfil.
-No creo. Bukowski, para los argentinos, es una mala traducción gallega que ridiculiza la posible profundidad de sus textos. El empleo argumental de una sexualidad explícita, en esta novela, aparece como una condición de honestidad: el discurso del personaje no podía aparecer condicionado por cortesías o elegancias sociales. Es su pensamiento, lo que se dice a sí mismo, o a sus escasas relaciones cercanas, una conciencia desinhibida. Antes que Bukowski, me interesa más el tratamiento que le dieron a la sexualidad marginal Carlos Correas u Osvaldo Lamborghini, aunque la novela no tenga nada que ver con sus obras.
-El litoral, sus calles, sus sitios emblemáticos, es decir, el contexto, es, en verdad, el que sugiere el sentido profundo de la novela. ¿Pensás que es así?
-El litoral –incluyo también al diario-, la ciudad y los aledaños, son partícipes necesarios, hablando penalmente. Pero ahora que se está traduciendo mi segunda novela al francés, pienso ¿qué se entenderá de todo esto allá? Quizá la entiendan como realismo mágico. En lo particular, conozco muy bien ese marco geográfico, lo recorrí y lo viví con mucha intensidad. Tengo una afinidad sentimental con la ciudad a la que llegué muy joven, en 1972. Y Ovidio es casi un prisionero deliberado de esa Santa Fe que narro, un reaccionario que aborrece cualquier otro sitio.
-La historia de Ovidio, el protagonista, refleja la vida de muchos desocupados que se encuentran sobreviviendo a la “cacería callejera”. ¿Cómo definirías a Ovi? ¿El lector debería, un poco, apiadarse de él?
-Quizá sea así. Pero hay en Ovidio algo distinto, una peculiaridad de ciudad chica: la cercanía de clase y de educación con sus pares pudientes en un sitio con una fuerte impronta tradicional. Los conoce desde el origen, sabe dónde y de qué viven, conoce sus rasgos. Eso no es posible en una ciudad grande, de ahí tal vez asome lo contradictorio de sus acciones y explicaciones, la lógica de la frustración que lo invisibiliza. El rechazo que puede producir el protagonista creo que se aligera a medida que avanza el argumento, quizá provoque algún grado de piedad. No me lo propuse, pero acepto y es válido que ocurra. En última instancia ¿quién no la merecería?
-El libro, además, es escenario de ciertos episodios que involucran a políticos que han encausado vidas, por lo menos, cuestionables. ¿Por qué se tiene la impresión en La noche litoral de que el pasado es siempre un territorio condenable?
-El nivel de miserabilidad política al que me refiero –que no es una condena a “la política”- creo que resulta reconocible, esa clase de tipos a que me refiero, y pertenecen a un presente bastante cercano. No me parece que condene al pasado de modo puntual, pero obviamente, el presente se construye también sobre los errores del pasado, sin eludir por ello esa idealización de un supuesto pasado heroico que debería, al menos, ser revisitada.
-Alcanzás con un lenguaje despojado e intenso, un humor tan personal como ácido. Un tono soez que podríamos acuñar como “Bernatek”. La ironía es una herramienta imprescindible para la evolución de tus historias.
-La ironía y el cinismo son parientes medio cercanos; una tiene mejor prensa que el otro, pero sus límites son brumosos. Yo no me propongo un determinado humor: me sale así como un acto reflejo; también en lo cotidiano. Son las herramientas con las que cada uno trata de sobrevivir. Lo soez, lo obsceno, lo incorrecto, provienen de otro sitio, de la necesidad del texto. Quizá me equivoque muy a menudo, pero trato de que una puteada se justifique, de que no esté “puesta”. Porque cuando uno pretende apelar al lenguaje de la calle debe ir precisamente a esos lugares; lo contrario sería un falseamiento, y siempre se nota. La marginalidad tiene su lengua, no la invento, la escucho.
-¿Te imaginás el libro llevado al cine por Trapero o Caetano?
-¡Ojalá: sería una triple X!
-¿Aceptarías escribir una versión libre del guión?
-Creo que hay que liberar al director de la presión de tener al autor encima. Me ocurrió con un cuento llevado a mediometraje en Santa Fe (Pajarito, la lluvia, por Mario Cuello). Cuando le entregué el texto, le di absoluta libertad para que hiciese lo que se le ocurriera. Ya no era mi cuento; era su versión. Cine y literatura son dos lenguas distintas, con afinidades, pero distintas. Hay un caso curioso con La naranja mecánica: Kubrick le dio al film un final distinto al de Burguess, simplemente porque el libro tuvo dos versiones: una europea y otra americana, con un último capítulo 21 que aparecía en una y no en otra. En realidad: Burguess y Kubrick “leían” cosas diferentes en un mismo texto. Aunque no pase algo semejante, estos maridajes difícilmente prosperan, y se han roto grandes amistades por esas apropiaciones. Yo siempre tuve al cine como una plataforma indispensable en lo que escribo; la noción de estructura de un relato, la de continuidad, la forma de iluminar una escena, el recorte fotográfico de cada cuadro y, fundamentalmente, el montaje, son básicos para lo que escribo. Tal vez por eso muchos de mis libros se identifiquen con esa mirada sobre la acción, propia del cine.