Historias de Cabeza Partida (Ediciones del Bien), de Kekena Corvalán, articula una madurez narrativa que se despliega muy conscientemente entre la diferencia de querer “describir” y “mostrar” una mirada. La autora no subestima al lector queriendo decirlo todo, el suyo es un discurso exento de conclusiones sumarias, pues procura de este modo una obra en movimiento que avanza dando cabida a una pluralidad de sentidos. El hecho de que el sello Ediciones del bien –a cargo de Julia Cipriani Corvalán y Magalí Tylkovitch- haya nacido con la publicación de un texto conjetural como este, promete abrir una cartografía de lecturas diferentes. Modos nuevos de leer. De poner el acento de una manera creativa y singular.
–Historias de Cabeza Partida transita un espacio de indagación performática. ¿Qué inquietudes buscaste sondear en él?
-Básicamente la certeza de que el escribir es poner el cuerpo, dialogar desde una forma de andar y sentir el mundo, porque toda actividad intelectual es una actividad sensible y tiene un modo de experimentar la piel propia y ajena. Creo que lo performático es ineludible al estar en el mundo, para todas las personas; para mí está asociado a todas mis prácticas: la docencia, la investigación teórica, la curaduría en artes visuales, la escritura crítica y poética…
-Entiendo que la primera versión era mucho más extensa a la hoy publicada.
-Porque la primera versión tenía vocación teatral, y precisaba entonces ir hacia algún lado sensato y contentar a mis profesores, (risas)… Fue escrita en 1995, cuando yo estudiaba Dramaturgia en la entonces EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático), carrera que dirigía Mauricio Kartún, y teníamos una sala de teatro donde ensayábamos situaciones y textos, entonces tenía más vueltas, que obedecían a una escritura desde la exploración espacial y se adaptaban a momentos específicos que íbamos inventando en los ensayos. Cuando me crucé con las directoras de Ediciones del Bien, ellas comprendieron perfectamente lo que estaba de más para esta maravilla que finalmente editaron, es increíble cómo lograron hacer algo tan justo, tan propio y tan bello, desde el diseño, desde la forma, captaron el alma de mi trabajo de escribir como nadie hubiera podido hacerlo.
-¿Recordás el procedimiento de escritura?, ¿pudiste desarrollar un método para controlar esa pulsión tan singular que es tu estilo narrativo?
-No, no tengo método, escribo compulsivamente, desde chica. Yo siempre digo que lo único que aprendí a hacer en realidad en toda mi vida se resume en dos cosas: escribir y desear, y para ninguna de las dos tengo método…
-El texto está íntegramente atravesado por una trinidad de miradas: la correspondiente a Cabeza Partida, Cabeza Partida Bebé, y quien narra la historia. Se da así un verdadero desdoblamiento de la voz. Operación, vale decir, que abre una zona inquietante del discurso metafísico.
-Sí, metafísico, existencial, pero ficcional, siempre hay un pacto ficcional, no solo en toda literatura, es inherente al acto creador. Toda práctica artística produce una opacidad particular, que nace de esa contradicción: es terriblemente biográfica pero a la vez es siempre mentirosa, es una narración, un cruce, es decir, la instauración de una subjetividad posible, plena de voces.
– La figura de la mujer es capital. Ni femenina ni feminista.
-Yo soy feminista, sin dudas. Pero no sé qué le pasa a mi escritura, seguramente ella te lo dice mejor que yo, si es o no es.
-Hay mucha corporalidad en tu lenguaje.
-Este yo que dice yo, que se demora de algún modo, en este tiempo y espacio insostenible, es una voz incorporada, hecha carne, no tengo dudas de eso.
-El acto de enterrar y desenterrar se repite en varias ocasiones. Más allá de lo obvio, ¿qué tipo de reflexión te brindó esa metáfora en particular?
-La de rito de pasaje, la de entrar y salir, la del juego de la memoria, creo que viene por allí el tema, olvidar y desolvidar, evidenciar y desevidenciar, eso hacemos, eso es vivir.
-Resalto un pasaje particularmente ilustrativo: “C.P. se arregla el pelo de un modo distinto, a semejanza de un racimo de glicinas”. Si bien sos una investigadora visual con un perfil marcadamente teórico, C.P. es un texto profundamente literario, que muchas veces, se ancla en lo poético.
-Es que la palabra y la imagen son inseparables, impensables por separado, por más que nuestro logos griego (y sobre todo judeo cristiano) quiera pensarlo como antitético. Yo tengo doble formación, en Letras y en Historia del Arte, y me cruzo con mucha gente que me pregunta por qué no me especializo en un ámbito. Y yo les explico que claro que me especializo, esa es la zona donde me paro… ¿a quién se le ocurre pensar que una palabra no es imagen y que una imagen no es palabra? Yo creo sinceramente que ya esa división se está disolviendo. Lo poético es un método de exploración, y su medio puede ser un poema o una instalación visual.
-El libro es un viaje por la imaginación de la narradora. Propone una ilación que se teje y desteje como cajas chinas, donde se articula una particularísima escenificación de la memoria.
-Sí, mi memoria feliz olvidada, como diría Cabeza Partida. A mí me interesa esa demora del recuerdo en el cuerpo, y del cuerpo en el tiempo… sí, como vos decís, estoy aquejada de una metafísica grave… Me parece que liga con el otro tema, que me encanta que nadie destaque, pero que para mí es el tema de este librito, que es el tema del amor…
-¿Te considerás más una artista del performance o teórica?
-Me considero una teórica, pero pensando la práctica ligada a la teoría como un acto profundamente poético. Yo estoy sentada en un banco de tres patas: lo poético, lo teórico, lo político. Creo que el post-género pasa por ahí, por escribir poesía, teoría y ensayo al mismo tiempo sin ruborizarse, porque no hay otro modo de hacerlo que así.
-¿Tus próximos proyectos?
-Estoy escribiendo un libro de arte latinoamericano, digamos teórico, y otro libro donde dejo vivir mis búsquedas poéticas. En todos ellos, pongo el cuerpo.