En El cuervo – probablemente el mejor poema de Marcelo Díaz (1981) – hay dos misteriosas muertes, la de Brandon Lee y la del padre del autor (figura con la que Díaz insistirá más adelante), ambos sucesos repentinos, ligados arbitrariamente y dispuestos de manera poco común:
“Minutos más tarde mi padre/ por una incandescencia en su cuerpo/ parecida a un fósforo encendido/ moría en su habitación”
Poemas, o trayectos, o trayectorias, o circunvalaciones, o proyectiles, bienvenidos al apocalipsis, bienvenidos al fin del realismo.
Texto molecular y al mismo tiempo mapa para astronautas perdidos en ese delgado o grueso límite que une o separa el estar despiertos del estar dormidos:
“Ayer nomás hicimos un nudo de oro o un amuleto/ pero la alteridad por dentro del cielo estrellado/ es un accidente de las simetrías (…)”
Poemas/ Lagunas, en los que nuestra conciencia sobre su claridad es tan infinita como infinita es la ignorancia sobre su hondura:
“Debería agradecer el equilibrio de los trópicos/por darnos la garúa condensada/ en forma de último elemento. /Si uno muere, muere el nombre/ y una parte significativa de la lengua”
Poemas temerarios:
“La pelota de básquet con la que Kobe Bryant/ cometió una falta en el foro del oeste/ es la pieza de un tablero mayor contenido/ en las múltiples conquistas de la memoria”, ráfagas de un recuerdo en los que el padre aparece y desaparece, no vuelve, está ahí, a la espera, merodeando el verso, las palabras, agazapado.
Casi sobre el final, una clave, o anti- clave de las formas:
“Aunque no se entienda/ Tuve una cadena como un temblor dorado/ y en una noche crucial/me quemé en su nombre”, la síntesis que disloca al arte y la gloria.
El fin del realismo
Marcelo Díaz
Viajero Insomne Editora, Buenos Aires 2014