Con Prisma (Llanto de Mudo Ediciones), el joven escritor y editor Juan Manuel Candal entrega uno de los libros de cuentos más esperados y sólidos del año. Relatos ingeniosos (e indiscretos) cuyo hilo conductor atraviesa el amor y la voluptuosidad. Una lúcida indagación sobre lo erótico, con un estilo que va del humor amable a la ironía más acerba. El placer visto como la relación entre víctimas y victimarios. Unos personajes que nos resultan cercanos y a la vez extraños y que encarnan, en sus extravagancias y sus modestas aventuras, la ironía, la ternura, el apasionamiento y el rudo fluir de la vida. Y ese objeto del deseo fantástico, claro, real y mítico que es, y que siempre será: la mujer.
Prisma también fue el nombre de una de las primeras revistas dirigidas por Borges en los años veinte del siglo XX. Según la DRAE, significa “triangular de cristal, que se usa para producir la reflexión, la refracción y la descomposición de la luz”. ¿En qué consiste tu Prisma?
El título no es casual y surgió en el cruce de dos conceptos. Por un lado, la idea de una luz temática (la construcción de la identidad a partir de la sexualidad) descompuesta en varias voces y experiencias diferentes. Por el otro, está la idea de que una identidad (ya no sólo en el plano sexual) puede descomponerse en matices que, aunque complementarios, son también contradictorios. Los colores no tienen verosímil: el rojo es complementario del verde, pero ambos son también la cancelación del otro. Los discursos posibles sobre lo que conforma nuestra identidad son múltiples, y todo discurso tiene siempre una pretensión unívoca.
Leemos en una nota a modo de epílogo, que algunos de estos relatos fueron escritos en tiempos y circunstancias distintas. ¿Cuáles fueron las ideas que dieron vida a Prisma?
Empecemos en el año 2011. Tenía un vecino, en una de las tantas casas en las que viví en los últimos años, que se la pasaba mirando porno a todo volumen. A la vez, mi situación íntima de pareja se había vuelto casi monástica, y ese contraste —escuchar los gemidos de los parlantes del tipo que vivía arriba— mientras en casa practicábamos este celibato involuntario, prácticamente dictó uno de los cuentos del libro, pero también, en los meses posteriores a la separación inevitable, tuve mucho tiempo para pensar las abundantes aristas del comportamiento sexual. En todo aquello que hacemos y no hacemos. Yo no creo que seamos algo, creo que hacemos cosas. No me interesa la figura del fetichista, no me interesa clasificarlo, catalogarlo, me interesa el tipo obsesionado con las fotos y las telas, tratar de ver, por un rato, el mundo a través de sus ojos. Cuando noté que tenía, allá por el 2013, varios cuentos con el eje planteado en esta búsqueda, los separé del resto y ahí empezó a armarse Prisma.
Son relatos muy cinematográficos. Se desarrollan siguiendo un ritmo visual. Hay citas de películas también, como 2001 y de realizadores como David Lynch. Es evidente que tu relación con el cine no es en absoluto circunstancial. ¿Sentís que te pudiste apropiar de esa técnica a la hora de sentarte a escribir?
Cuando se publicaron mis primeros cuentos, la gente que los leía me comentaba “son muy visuales”. Después publiqué una novela y otra vez: “es muy visual”. Empecé a detestar ese comentario. ¿Por qué? Por estupidez, porque cuando algo me resulta muy natural y muy sencillo, desconfío de ello. No quiero encontrarme un día habiéndome convertido en un recurso. Al menos, eso pensaba entonces. Después me di cuenta de que no era un recurso: yo percibo naturalmente las cosas como imágenes, como relaciones de volúmenes, formas y colores, como gestos abstractos. No elaboro un discurso primero, no soy un escritor de ideas, cosa que a veces pienso que me hubiera gustado mucho ser, pero al final, lo que surge son estas imágenes y comprendí, en algún momento, que ese es mi proceso. Que todo empieza con una imagen-idea, algo brumoso que me mueve a explorar ese entramado. Creo que, en el fondo, luchaba también con el egresado de la carrera de cine que soy. Para bien o para mal, ese es mi título universitario: director/guionista de cine. Cuando empecé a publicar libros, quise ahogar al director, deshacerme de él. No pude, porque, en cierto modo, siempre había sido un director de cine, incluso antes de ver películas.
Hablando del séptimo arte. “Esto no es una película” narra el posible argumento de un peculiarísimo film. ¿Originalmente Sbaraglia (o Peretti) fueron los únicos actores que pensaste para esa súper peli?
Hay una película de Altman, The Player, que empieza con un virtuoso plano secuencia que nos conduce a través de las oficinas de varios productores de cine. Allí, guionistas entusiastas proponen “ideas” como es un senador más bien mal tipo, que viaja por el país, pero en el fondo tiene buen corazón; sería con Bruce Willis. Siempre me quedó esa secuencia en la cabeza, y un día, cuando trabajaba en producción de cine, me vi en una situación similar, explicando un guión muy complejo a unos financistas alemanes. De repente, este personaje se me vino a la cabeza, se me construyó como una voz, el monólogo entero, bien coloquial. Me gusta que esa coloquialidad juegue en contra de ciertas construcciones académicas, a la vez que, en la cabeza del lector, va formando la película que el tipo quiere hacer. En cierto modo, al terminar el cuento, el lector también ha visto la película, una película que no existe, pero que se puede recordar como si existiera. Confundir lo real y lo ficticio, caminar con un pie a cada lado de esa línea, es uno de los dispositivos que más me interesan. Lo de Sbaraglia y Peretti fue algo intuitivo, creo que porque son actores queridos y carismáticos.
¿Y para el rol de la joven?, ¿a qué actriz podríamos recurrir?
Curiosamente, para el papel de la mujer, no me imaginé a una actriz, sino a una paisajista que conozco en la vida real. No se me ocurre otra cara para ese personaje.
Pasan muchas mujeres, a través de las páginas de estos cuentos. ¿Existen límites para narrar los misterios femeninos?
Pero fijate que nunca intento narrar desde ellas, excepto el primer cuento, «Réquiem para un caleidoscopio», y confieso que ese cuento es casi una colaboración, porque hubo una escritora amiga que ayudó mucho a construir la voz de la mujer. Personalmente, no me gusta mucho cuando los hombres intentan recrear supuestos patrones de pensamiento femenino, creo que suelen caer en artificios vacíos. Una cosa que me gusta de este libro es que creo que, sideralmente, logra retratar otro tema que me interesa: la idea de la mujer como una amenaza. Y eso no es casual. El siglo XXI pertenece a la mujer, que se encuentra en un plano renovado y en toda renovación hay una energía más pura e incandescente que en el orden previo. En realidad, creo que la mujer ha sido siempre más fuerte y tiene más resiliencia que el hombre, pero antes el patriarcado funcionaba como una defensa, un escudo para las inseguridades y temores del género masculino. Ahora que esta armadura se termina de abollar, el hombre no sabe bien de dónde agarrarse, ni siquiera cuál es su naturaleza: ya no es necesario como proveedor ni como continuador de la especie. Creo que todos los hombres, lo reconozcamos o no, en cierta medida, le tenemos miedo a esta situación, y por ende, a las mujeres. Y eso era algo que sí quería retratar en el libro.
En cierto momento, uno de los personajes dice refiriéndose a las nuevas tecnologías: “¡No existe lo virtual! Todo es parte de lo mismo. Real es todo lo que te hace sentir cosas”. Una frase un tanto distópica, ¿no? ¿Creés que vamos a esa indivisibilidad entre lo real y la máquina?
Pero es que… ¿es distópica esa frase, esa idea? Digo, estamos llenos de elementos que hacen que la relevancia de lo presencial esté relativizada. Nos ponemos mal porque alguien que nos gusta nos borra de Facebook, quedamos en encuentros vía Skype y nos peinamos y vestimos como si fuéramos a tomar un café. Creo que lo importante de esa frase es que vivimos en una realidad ampliada —y no reducida— por la virtualidad, donde la división entre una cosa y otra ya no es tan clara, porque todo lo que tiene resonancia emocional es relevante, entonces, no importa si eso sucede en una esquina de Floresta o en un chat de Whatsapp, importa que sucede y es relevante. No sé si esto es una mala noticia necesariamente. Y respecto a la indivisibilidad entre lo real y la máquina, la respuesta más fuerte a nivel emocional la dio Spike Jonze con Her, me parece.
Cuando estás escribiendo, ¿sentís grandes preocupaciones?, ¿pensás en el efecto social que puede producir la literatura?
La verdad, nunca se me hubiera ocurrido pensar en un efecto social, debería ser alguien mucho más influyente para empezar a preocuparme por algo así. Pero mis preocupaciones —que son las mismas cuando escribo y cuando estoy en el subte o comprando en el chino— son el motor de la escritura. Mis preocupaciones, mis obsesiones, tienen que ver con los límites de la comunicación, con la imposibilidad de construir una imagen objetiva del otro, con los límites de la percepción, con el modo en que insistimos en pensar que hay una verdad cuando sólo existen aproximaciones, y por ende, uno de mis temas favoritos: la memoria como productora de ficciones por excelencia. Todo lo que recordamos es una ficción, incluso recordamos momentos que nunca existieron. Si no podemos siquiera estar seguros de percibir realmente a otra persona, ni a nosotros mismos, por supuesto, ¿cómo podemos abogarnos el derecho a decir que nuestros recuerdos son reales, son verdaderos?
¿Cuál fue la historia detrás de “Muerte de un editor”, y cuál su disparador?, texto que, por momentos se podría leer como un relato de terror, también.
Es curioso que me preguntes justo por ese cuento, porque hay más de una historia detrás. Tenía la mayor parte del libro reunida (recordemos que eran cuentos preexistentes) y me sentía incómodo con la idea de que fueran todos relatos actuales. Quería algo ambientado 30, 40 años atrás. Quería explorar esa época desde un lenguaje que fuera un puente entre esos dos puntos temporales. Por otro lado, llevaba unos años con ese título, «Muerte de un editor» en la cabeza (Inspirado por la canción de Leonard Cohen de 1977, «Death of a Ladies’ Man»). Para entonces, ya había pasado por mi primera experiencia como editor literario y a veces tenía la sensación de que era, metafóricamente, despedazado (por todo lo que se espera de uno, por los autores, los ilustradores, los correctores, los leguleyos: todos tiran desde su lado y de allí la imagen del editor desmembrado).
Dicho todo esto, la experiencia de escritura fue muy rara. Tenía el título, y sabía algunos de los nombres porque son juegos de palabras escondidos (como sucede en mucho de lo que escribo) y sabía que un autor viejo tenía un manuscrito cuyo título tenía un eco metaficcional. Empecé a escribir, dejándome llevar, fue casi una experiencia lisérgica o de ensueño, porque lo escribí de un tirón en una casa lejos de la ciudad un día de lluvia, completamente solo. Cuando lo terminé, salí a dar una vuelta y tuve la sensación de que era blando, de que le faltaba filo; al regreso de ese paseo, ubiqué lo que podríamos llamar pomposamente “la escena infernal” y eso trajo un par de modificaciones en la resolución. Nunca corregí ese cuento. Otros de los que aparecen en el libro tienen 8, 9, 10 revisiones. Pero con ese relato en particular sentía que la corrección era un arma de doble filo, que bueno o malo (y a veces me temo que tal vez sea un cuento malo, no te lo voy a negar), iba a desdibujar una esencia que no quería tocar. Estuve a punto de dejarlo afuera del libro, pero a último momento se lo pasé a una editora amiga, Laura Ponce, que me dio el visto bueno, y si el cuento está incluido, podemos culparla a ella sin remordimientos.
Cuando estuviste preparando la edición con los editores, ¿descartaste mucho material?
No. Creo que, o tengo mucha suerte con los editores, o les resulto misteriosamente convincente, porque nunca tuve una mala experiencia con ellos, ni una lucha brava sobre el contenido. En este caso, había habido un proceso previo de selección por mi parte, separando aquellos cuentos que no tuvieran que ver con el concepto de Prisma. Por otra parte, la gente de Llantodemudo me había invitado a participar a mediados de 2014 en el segundo número de la revista PALP, con un cuento que escribí especialmente para esa publicación. Como me gustó mucho el modo en que se manejaron, y descubrí que habían publicado a algunos autores por los que tengo bastante estima (Ramiro Sanchiz, Victoria Mora, Valentina Vidal), le escribí al editor y le dije: tengo un libro de cuentos ya cerrado, si te interesa la posibilidad de publicar algo mío, te puedo mandar los dos o tres cuentos que abren el libro y me decís si te interesa leer el resto. La respuesta fue pronta y entusiasta, así que todo sucedió de forma muy natural: mandé el resto, la respuesta volvió a ser muy positiva, y luego, sacando la tapa, todo quedó tal cual lo había propuesto yo (entre otras cosas, que no fuera un libro de cuentos demasiado equilibrado: quería que el lector pudiera pasar de un cuento largo a un microrrelato, y luego a una serie de diálogos sueltos, y después a otro texto denso; que los relatos se entrecruzaran, que el índice tuviera una determinada cadencia). No hubo objeciones. Creo que soy un tipo con suerte.
Más allá de lo obvio. ¿Qué pensás que te ofrece el cuento a diferencia de la novela?
Debo decir que me siento mucho más yo en la novela que en el cuento. Es una cuestión de intimidad. En la novela hay un espacio para la densidad y la exploración íntima de los personajes, tonos, situaciones, para ensayar búsquedas fallidas que tal vez merezcan retener su lugar en la narración. El cuento te ofrece la posibilidad de construir un artefacto más perfecto, es una apuesta clara y directa. Creo que este libro tiene algunos de mis mejores cuentos, o dicho de otro modo, no creo poder escribir un libro de cuentos mejor que este. Hay un relato en particular que resume todo lo que quise lograr en todos estos años como cuentista. No sé si ese cuento es bueno, pero es lo más parecido a mí mismo que puedo ser como cuentista. A la vez, es mi cuarto libro de cuentos, si le sumamos revistas y antologías, tengo medio centenar de cuentos publicados. Creo que agoté, al menos por ahora, todo lo que podía hacer con la forma del relato breve. Por otro lado, no es un libro de cuentos típico, fijate que hay una búsqueda de entramado general con el fin de que haya algo en el todo que sea más que la suma de las partes. Y además, uno escribe porque lee, y cada vez me enamoro más de la novela, de la gesta de largo aliento, porque a lo largo de la escritura de una novela uno también va transformándose, y esos procesos requieren tiempos más prolongados. Dicho esto, creo que Fabio Morábito construye pequeñas piezas fantásticas, y Francisco Cascallares es uno de los mejores exponentes del cuentista sólido de estos tiempos.
¿Qué poéticas de las que leés en la Argentina actual te interesan, o con cuáles creés tener mayor afinidad?, ¿por qué?
Yo sé algunas cosas nomás: no me gusta la escritura prolija hija del taller literario regurgitado (a veces leo a colegas con mucho taller encima y pienso: si a X lo/la sacudiéramos mucho y le sacáramos algo más crudo, ¡sería tanto mejor!); no me interesa el costumbrismo vacío de la nueva soledad cosmopolita. No me gusta el kiosquito de la marginalidad cool, ni me gusta lo bizarro sólo por ser bizarro. Me motiva leer a autores con una imaginación sólida y fértil, algo que no se encuentra tanto como la gente cree. Pero sobre todo, los libros genuinos, y los libros genuinos son aquellos que han sido escritos en medio de una marea de lecturas y ensueños personales que hacen que esa poética tenga una voz finalmente única e irremplazable. Muchas veces propongo el siguiente ejercicio: andá a tu biblioteca o a una librería, repasá a todos los autores argentinos de nuestra generación. Independientemente de tu gusto personal (o del mío), vas a ver que en casi todos los casos, si cada uno de esos libros no existiese, habría otro que podría reemplazarlo perfectamente. Muchos escritores son apenas variantes de otro, de un colega, y viceversa: son intercambiables. Y cada tanto, das con un libro que no tiene reemplazo: nadie, en estos años, escribió nada exactamente así. Incluso con fallos de lenguaje, lógica, o incluso excesiva autoindulgencia, estos libros reflejan un pensamiento y una percepción que han transitado otros caminos. Esos son los libros que me fascinan.
La literatura canónica actual pareciera basarse en un binomio incuestionable. ¿Piglia o Aira?, ¿por qué?
No lo sé, no creo en ese binomio. Pensaba el otro día que en el caso de Aira en particular, Ariel Idez lo clausuró definitivamente con su novela-parodia-homenaje La última de César Aira (Pánico el pánico, 2011). Si un autor joven —Idez— puede tomar todos los tics —repetidos hasta el infinito y más allá— de ese otro escritor, y crear una novela que se sostiene tan bien como las mejores entre las de Aira, entonces ese sistema ya no es fértil. Ojo, creo que Aira tiene novelas interesantes y que su método sirvió para repensar el modo en que se aborda la escritura, pero no abrió un campo nuevo en la literatura local, en todo caso puso en evidencia ciertas rigideces. Tampoco creo que Piglia sea un ejemplo de un camino fértil en la literatura actual, es más el canto de cisne de un recorrido previo. En realidad, no creo en un canon, algo que, por otra parte, está siempre mutando. Sí creo que el mejor escritor argentino de los últimos tiempos no tiene aún 40 años, es uruguayo, y se llama Ramiro Sanchiz.
Juan Manuel, publicás de manera periódica y escribís continuamente. ¿Cuál pensás que sea el común denominador de tu obra?, ¿el “dispositivo Candal”?
Creo que nunca me había puesto a pensarlo. Pero empujado por la pregunta, se me ocurre que, siendo un poco indulgente, existe algo así como una poética propia en lo que escribo, que anida entre la premisa grandilocuente y el tratamiento intimista. Está el aspecto de la narración visual que vos marcabas, y en mis mejores cuentos/novelas, una cadencia musical en el modo de hilar las palabras y los párrafos que es bastante ágil. A su vez, en su última novela, Houellebecq dice que no importa tanto que un autor escriba muy bien o muy mal, lo esencial es que esté él presente en sus páginas, y que esta condición se cumple mucho menos de lo que uno pensaría. Me gusta pensar que yo, mejor o peor, incluso el peor de todos si cabe, estoy presente en mis libros: mis libros son también yo, yo soy ellos: en algún punto somos la misma cosa.