Uno de los planteos centrales de la novela Ficus, de Iair Kon, pareciera caerse de esas primeras líneas en las que se enuncia la cercanía entre el departamento en el que transcurre la narración y la avenida de doble mano que se abre hacia las dos posibilidades que serán, también, las del protagonista: “Te podés internar en la ciudad o huir a toda velocidad de ella”. En esta oportunidad elegirá la primera: internarse, ir hacia la profundidad que une tanto como distancia. Concretamente, el protagonista se aislará por unas horas junto a Clara, su ex mujer, en un departamento del barrio de Saavedra; lugar que llamará trinchera, pero también refugio.
La avenida marcará una división equivalente a esa línea invisible entre el olvido y la memoria, los bordes por los que se recortan los recuerdos, los pequeños detalles, gestos, caricias, el sonido de una risa, las miradas, los instantes de ese “cuando el mundo nos parecía un lugar abarcable” que expresará –siempre para sí- desde esa voz interna, que no se anima a preguntarle a su interlocutora “¿Te atreverías a decir que ese momento en que los libros se apilaban sobre la mesa y yo te acariciaba con el pie debajo de una frazada que mantenía el calor del pequeño radiador a aceite era un momento que podía llenar al vacío la palabra felicidad?” Estadios de reflexión de un experto en retórica, de un buscador de la palabra que solo podrá encontrar mientras escribe, o mejor, mientras elucubra, rumea y deja fluir un monólogo interior con el que cuestiona el concepto de intimidad.
El encuentro con los libros marcados por Clara y la presencia-amenaza de su cuaderno de notas lo llevarán a preguntarse qué es lo que lee Clara en esos libros, qué es lo que señala y encuentra en las lecturas, qué es lo que significan para ella, pretendiendo entrar, justamente, en un territorio tan inasequible como lo es el de su propio pensamiento. Y así es como a la imposibilidad de salir del departamento se le suma la de conocer la intimidad de la mujer que tiene enfrente, con la que tuvo hijos, un pasado, una vida común. (¿Será que la intimidad es eso que habita el espacio indefectiblemente vedado al que jamás podremos acceder de las personas que amamos?).
El Ficus que crece desmedidamente sobre la vereda del edificio dará cuenta de esa fuerza natural que ejerce presión rompiendo el suelo donde intentan hacer equilibrio los personajes. A lo largo de la historia no será posible olvidar que el suelo es inestable, que tiene movimiento y que puede hacerlos caer de un momento a otro.
El libro tomará la forma de la historia, la del encierro, y se mimetizará con el escenario en un único párrafo abigarrado, neurótico, sensible, intelectual, existencialista y reflexivo que se entrelaza en una lógica de asociaciones y temas que delicadamente se van dejando el lugar unos a otros. Tanto el espacio que habitan los personajes como el narrativo son uno solo, un ámbito cerrado en el que la literatura y la experiencia de lectura se fusionan en un devenir sin pausas ni puntos aparte que le dejará al lector la posibilidad de marcar un pulso, establecer los silencios, detener el vértigo de una prosa delicada y veloz, de esa búsqueda y encuentro con la palabra, de esa zona narrativa de la que se vuelve difícil salir a tomar un poco de aire. El encierro que es libro es el libro que es encierro.
Es interesante la ramificación que se da a través de las menciones de otros libros, que equivalen a lugares tan concretos como puede ser una ciudad o un pueblo. A partir del recuerdo del asesinato de una rata, el personaje dirá que “alguien, en otra novela, será capaz de aniquilar una comunidad entera de palomas con veneno para ratas”; o hablará de La mujer rota, de Simone de Beauvoir, valiéndose de un recurso externo para disgregar sobre una de las complejidades que atraviesa el personaje de Clara, jugando con la idea de roto, de mutilación y, por supuesto, de pérdida; como así también se irá estableciendo un diálogo inevitable con la prosa orgánica y visceral de Clarice Lispector.
Como regalo final seremos testigos de la llegada del protagonista a una dimensión todavía más profunda del entramado y de las raíces de ese omnipresente Ficus, alcanzando el lugar de lo esotérico y lo místico. Será en ese nuevo lugar -que a la vez “es el mismo el mismo el mismo”- el que hará las veces de fuga, de salida de la mente, de la razón, el que se batirá a duelo con el fluir de la conciencia. La llegada a lo oculto, a lo enigmático, a lo incomprensible, propondrá un nuevo juego, esta vez, con el misterio y la necesidad de creer en algo que esté más allá de lo tangible y concreto. El protagonista braceará casi desesperado en busca de una espiritualidad concisa que nada tiene que ver con la moda. Sabremos que el personaje va a convertirse en un huidor serial, más ahora es incapaz de atravesar con su voz esa cortina invisible, esa línea divisoria entre el Amor y el Amor, esa avenida ruidosa y ese árbol amenaza que sostiene un vínculo en el que “Toda pregunta, Clara, lleva en sí misma la respuesta”.