Más de una vez, Jorge Luis Borges se enfrentó a sí mismo en la ficción. No solamente por sus recurrentes alegorías a los espejos, sino por las oportunidades en donde escogió ingresar como protagonista en sus narraciones y explicitar parte de sus malhumores y costumbres. Sin embargo, existe un relato donde el encuentro es aún más vertiginoso y crucial: el cuento “Veinticinco de agosto, 1983”, del libro La memoria de Shakespeare.
Allí, un Borges sexagenario persigue y alcanza -en la materialidad brumosa y concreta que se vivencia en los sueños- a un Borges de 80 años. En un cuarto de hotel, el encuentro entre los dos Borges no provoca que ninguno de los dos se disipe ni una alteración de efecto mariposa. Solo mantienen una breve conversación en la que se miden: ¿cuál de los dos es la mejor versión? ¿El entusiasmado o el experimentado?
Acontece una revelación: “Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo”, dice el más anciano de los dos. A partir de entonces, inicia una enumeración de elementos que sintetizan gran parte de la esencia de la obra borgeana: los inicios cómplices y los finales implacables, la construcción de universos de sentidos en un solo párrafo, la elección de la palabra precisa atravesada por debates filosóficos inacabados, la exaltación de las lecturas que lo hicieron ser quién fue, las narraciones criollas que se insertan y disputan la tradición de la literatura universal.
El Borges de 80 años dice, en referencia a ese libro futuro: “Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes“. Entonces, ¿a qué páginas se refiere Borges en su enumeración?
Los laberintos
“Los dos reyes y los dos laberintos” en El Aleph
Un rey babilónico solicitó a arquitectos y hechiceros realizar un escandaloso laberinto de bronce que fuera imposible de superar. Luego, traicionó a un rey árabe y lo envió allí. La venganza llegó después de que el árabe -con ayuda divina- logró salir del laberinto y le enseñó el suyo: el desierto. “La confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres”, define Borges sobre el laberinto más difícil de superar: el de una inquebrantable vastedad.
Los cuchillos
“El encuentro” en El informe Brodie
“Las armas, no los hombres, pelearon”, se lee en este relato ambientado en una gran comida celebrada en una quinta de alta sociedad, en donde dos jóvenes acaudalados se dejaron llevar por las provocaciones estimuladas por el alcohol para retarse a un duelo a muerte. La materialidad cobra espíritu en las armas escogidas al azar del depósito de la vieja casona. Ninguno de los combatientes sabía que “en su hierro dormía y acechaba un rencor humano”.
El hombre que se cree una imagen
“Las ruinas circulares” en Ficciones
Borges describe a un hombre cuyo propósito de vida es trazar a otro ser humano imaginario hasta el más delicado detalle. Configura su respiración, sus órganos, su sangre. Hay un fragmento como síntesis del argumento del cuento: “Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder”. El final habilita una pregunta en tono metafísico y existencialista: ¿Y si somos nosotros los soñados?
El reflejo que se cree verdadero
“El espejo de tinta” en Historia Universal de la Infamia
Narra la historia de un hechicero que, para sobrevivir al más cruel de los gobernadores de Sudán, le revela un conjuro que permite ver “todas las apariencias del mundo”: Europa, animales, tesoros, navegantes, artistas y guerras. Las construcciones visuales concluyen cuando el tirano mandatario pide ver la ejecución del hermano del hechicero, que él mismo ordenó.
El tigre de las noches
“Tigres azules” en La memoria de Shakespeare
El tigre es el animal que más atrapa la atención de Borges en cuentos y poesías. En “Tigres azules” resume su atracción personal (“siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del Zoológico; nada me importaban las otras”) y las citas literarias que más recuerda (“Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del Mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como un símbolo de terrible elegancia”). En este texto, un aventurero protagoniza un viaje por junglas asiáticas en busca de un espécimen único que lo acompaña en sus sueños.
Las batallas que vuelven en la sangre
“La otra muerte” en El Aleph
Los combates de nuestra historia expresan el nulo valor que tienen los muertos anónimos y cómo las hazañas individuales se tergiversan en los laberintos de la memoria y la verborragia. En este texto, en el que Borges hace convivir universos sobrenaturales con la Argentina gauchesca, se postulan “dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente que murió en Masoller en 1904”: un combatiente que aguardó lo suficiente para merecer otra batalla.
Juan Muraña ciego y fatal
“Juan Muraña” en El informe Brodie
El protagonista de esta historia es uno de los míticos gauchos justicieros que llegaron como anecdotario popular a la infancia de Borges, en donde las aventuras habitaban en su “Palermo del cuchillo y de la guitarra”. Estos personajes que escogían una vida en la que “no se puede medir el tiempo por días” representaban una imagen idílica que garantizaba el resguardo de la plebe y, en simultáneo, una insignia que abanderar en casos de justicia por mano propia.
La voz de Macedonio
“Macedonio Fernández” en Textos recobrados 1956-1986
“He conocido a muchos hombres justamente famosos; ninguno de ellos me ha impresionado como Rafael Cansinos-Asséns y como Macedonio Fernández”, inicia el texto de quien fue una de las principales referencias de Borges como símbolo de artista desenfadado ante los comentarios ajenos y las superficialidades del éxito. Ese “tenue y suave señor gris” que “se había entregado, único en su siglo tal vez, a la curiosa ocupación de pensar” fue un confidente literario que le aportó una perspectiva filosófica, pero también un respaldo para pensar en la magia que escondía la tradición gauchesca. Borges, hijo de sus lecturas, es el principal reseñador de un intelectual que prescindió del marketing para volverse inmortal.
La nave hecha con las uñas de los muertos
“En Islandia el alba” en La moneda de hierro
La mitología europea antigua es un centro de atracción del autor, que le dedicó una poesía al relato de Naglfar, un barco hecho enteramente de las uñas de los dedos de las manos y de los pies de los muertos. En la inmensidad del Mar Labrador, el amanecer es “un gran muro suspendido” donde solo los seres marítimos, los animales del hielo y los espíritus de los caídos se animan a navegar.
El inglés antiguo repetido en las tardes
“Two English Poems” en Obra poética 1923-1985
Los poemas íntegramente escritos en inglés por Borges -donde aprovecha para manifestar melosos paseos- no llegan a reflejar la importancia que tuvo ese idioma para él: reconocido traductor, era bilingüe y dio conferencias en universidades estadounidenses. Un elemento vuelve aún más estrecho su vínculo con el anglosajón: las clases de inglés antiguo fueron la principal excusa para frecuentar a María Kodama, su última esposa.