Imaginación y autobiografía
Creo que En la colonia agrícola hay un yo plantado de forma más determinante, la figura de una serie de episodios autobiográficos. Aunque ese yo ya estaba en mis libros anteriores –me parece que no puedo escribir sin yo–, en este caso la estrategia es más evidente. Me interesaba rodear la idea de lo autobiográfico, sobre todo su indeterminación, porque toda autobiografía, al igual que toda escritura –creo que ya está de más decirlo– es artificio puro; no hay autobiografía sin invención. Eso tampoco se dio de forma tan planeada. Como todos, escribo lo que puedo. Siempre es curioso ver cómo se forma un libro. En mi caso, no existe un proyecto previamente definido, sino más bien una coincidencia entre poemas que empieza a expandirse, a formar otra cosa, hasta que el libro está ahí.
Yo tenía trece años./Iba a la escuela/ ponía la mesa/ y no paraba de pedalear./ Tanto/ que cuando mi mamá/ hizo su última transmisión/ desde la tierra/ y se despidió del mundo/ en la nave espacial de su cama,/ yo estaba subido a mi bicicleta/ pero mirando al cielo/ para verla despegar.
Cuadernos de provincia
Desde que era chico tuve que acostumbrarme, como todos, a ver morir a otros. Ese fue un sentido concreto de la pérdida para mí, aunque hay varias formas de perder cosas, incluso crecer puede ser pensado como una serie de pérdidas. Creo que los primeros años de una vida son un abismo, uno se inventa su propia infancia –uno se inventa su propia vida, todo el tiempo, incluso su vida presente–, la modela con tiempo, le agrega detalles, le da la forma de un relato privado con lagunas pero también con ciertos hitos, con momentos fundamentales; la infancia es un montaje raro, un conjunto de imágenes confusas, de flashes y de frases que nos dijeron otros. Esa función aleatoria de la memoria siempre me llamó la atención, como si la cabeza grabara algunas partes y borrara otras, al azar: me acuerdo de marcas de golosinas que desaparecieron, de los pantalones que usaba mi papá, pero no demasiado de mi comunión o del último año de la escuela primaria. La poesía es una forma de darle forma a toda esa materia, de ordenar esa confusión, de inventar algo con restos.
Colección de imágenes
Siempre escribí poemas como reacciones a cosas vistas, para mí la percepción, la visión, está en el comienzo del poema, aunque después se trate de otra cosa: los poemas se escriben. El pasaje del ojo a la escritura me preocupa, aunque también pienso que el ojo ya está modelado por una expectativa, por una forma de mirar, de pensar y de escribir. Tengo una obsesión con las imágenes, las colecciono, quiero tener cada vez más, imágenes de cualquier cosa: de partes de mi casa, de los que hablan conmigo, de los platos que hay en mi cocina. Me hubiera gustado tener una cámara diminuta, o un celular, durante toda mi vida, para congelar cosas. Es una ambición muy ingenua, lo reconozco, sobre todo porque la cabeza es como una cámara, una máquina de crear sus propias imágenes privadas. Crecí en una ciudad chica, ya sabemos lo que dicen de esas ciudades, ya se habló mucho de la vida de provincia. Evidentemente la vida en ese lugar en el medio del campo me formó como individuo, pero no sé si hay un tono ligado a ese paisaje. Con el librito sobre la colonia agrícola no quise hacer nada nuevo, sólo reconstruir –inventar– episodios sobre la forma de vida en una ciudad del interior, y que esos episodios sean, al mismo tiempo, graves pero también un poco cómicos. Quería que haya algo de humor, aunque no sé si logré; me sorprende que algunos lean esos poemas como algo terrible. Todas las vidas son un poco terribles, pero al mismo tiempo tienen momentos cómicos, dan un poco de risa.
Apuntes para una mitología familiar
Cada uno tiene su mitología familiar, y es increíble el poder que tiene esa mitología en el futuro. En la colonia agrícola es, en parte, la exposición de esa mitología familiar. Una mitología modesta. Heredé muchas cosas, todos ocupamos el lugar del heredero: desde gestos hasta formas de percibir el mundo. Esas herencias son privadas, incluso inconscientes, y siempre es un shock reconocerse en un padre o una madre, saber que uno repite algo que ya estaba. No creo que haya algún aprendizaje en la escritura en relación con esa herencia; yo no aprendo nada de la escritura, más que un conocimiento deficiente de la escritura como técnica; creo que todos los que escriben terminan aprendiendo, por la repetición misma, algo de eso.
Traducir, leer y escribir
En realidad, no me considero traductor. Traduje poco, textos más bien breves, y desde hace tiempo trabajo en la traducción de un libro de Baudelaire. Pero la palabra traductor me queda un poco grande. Un traductor puede traducir con compulsión, y creo que yo no soy capaz de hacerlo. Leo o intento leer poesía en otras lenguas, no porque crea que en la lengua “original” esté la verdad, sino por la textura de esa lengua, que siempre aparece como un jeroglífico. Pero también soy un lector de traducciones, amo las traducciones, el ejercicio de manipulación, de reescritura y de reinvención que supone toda traducción. Aunque existan traducciones peores y mejores, grandes traducciones y traducciones mediocres, la traducción me parece un ejercicio grandioso.
necesito más tiempo/ o tal vez yo ya soy así: un chico que sabe patinar/ un chico que sabe disparar/ pero que escribe siempre/ lo mismo/ y siempre igual.
La recuperación de la escritura
Uno escribe por diferentes motivos, especialmente por una especie extraña de gusto y de goce –porque la escritura es muchas veces un ejercicio penoso, complicado–, pero también por necesidad: para mí intentar escribir algo es la reacción natural y espontánea ante las cosas más diversas.
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Santiago Venturini recomienda “1979” de Smashing Pumpkins:
“La escuchábamos con mis amigos a los catorce años, y aunque no sabíamos mucho qué decía la letra, sabíamos que hablaba de nosotros”.
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Santiago Venturini. Santa Fe, 1981. Trabaja como profesor e investigador universitario. Ha traducido y publicado en diversas revistas a Philippe Jaccottet, Jules Supervielle, Pierre Reverdy y Philip Larkin. En 2007, ganó el “VIII Premio de poesía joven” de la Fundación Gloria. Es autor de El exceso (Torremozas, Madrid, 2008), El espectador (Gog y Magog, Buenos Aires, 2012), Vida de un gemelo (Iván Rosado, Rosario, 2014) y En la colonia agrícola (Iván Rosado, Rosario 2016).