Un viaje puede transportarnos por un mapa o también a modos de descentrar los territorios. La concordia, la segunda novela de la serie que Carolina Sborovsky (Concordia, 1979) inició con El bienestar, nos permite una inmersión narrativa en el interior de la provincia de Corrientes, por espacios escasamente representados en la literatura argentina mientras lanza en tono confesional un retrato de cómo se motoriza la sensibilidad de una joven (Inés, la protagonista) cuando se enfrenta con sus propias elecciones de vida.
Ese norte que, cuando es narrado y leído, toma un cuerpo 4D: el canto de las aves armoniza con los relinchos; el humo del asado abruma el rostro; el movimiento de las 4×4 levanta nubes de tierra que llenan las páginas. Cada elemento característico es protagonista de la trama y se apodera del clima de la novela. Estas postales que ofrece la autora -sin prejuicios ni dogmas unitarios- nos llevan a sudar el clima correntino y a caminar a través de las voces del norte, llenas de vitalidad e insolencia.
“Una terminal de pueblo, entre el lumpenaje que merodea las plataformas y los perros hociqueando; seguir, medio encandilada, a través de un cordón de tierra, hasta por fin meterse en el campo tendido de la estancia. Le parece que salió hace tanto tiempo y al mismo tiempo que no termina de llegar”.
La protagonista se encuentra atravesada por la incomodidad de no sentirse parte de un lugar que buscó con insistencia. Está permanentemente descolocada por este intento de recuperar una juventud añorada y por el vacío que le provoca lo que supo ser y que, en la arbitrariedad de la memoria, no le deja de doler. Nadie vuelve intacto de un viaje así, más aún cuando existe un estadío estático en un limbo: Inés no se siente cómoda ni en el campo ni en la ciudad, ni en el pasado ni en el presente, ni con su novio ni con sus polvos pasajeros.
Entre la falsa empatía y los dardos por la espalda, los personajes toman forma enfrentados por un desprecio sutil pero cargado de lirismo que discuten el imaginario que existe sobre lo insípido de la cotidianidad en las provincias: un capataz desconfiado y ventajero, una amiga de la adolescencia que cambió sus gustos, un hermano que se mantiene lejano hasta en el dolor, un novio que nunca es capaz de acompañar. Todos se suceden mediados por la extrañeza de no saber encontrarse y desarmados por una geografía para la cual sus códigos sirven poco.
“Le gustaría tener un cigarrillo para encender, por la mera satisfacción de estar haciendo algo por primera vez. Y aunque no le gusta el humo encara a un grupito de chicos que vagan de tarde. […] Al fin uno saca un Marlboro del bolsillo del jean. Ahora Inés les pide fuego. El chico la mira con desconfianza, pero a ella no le importa, porque así, con esa bocanada, decide incorporar un hábito”.
Es placentero leer el resultado del trabajo que le implicó a Sborovsky la elección de cada palabra, el juego permanente de contrastes (“devoraban con disimulo”) y la construcción de personajes complejos en pocas carillas. Pero, más aún, la significatividad se inyecta en la condición azarosa de la naturaleza, en donde se puede pasar una amena tarde de cabalgata hasta que un disparo revienta en el aire. Lo ajeno que nos resulta ese territorio nos llegan ahora más claros a través de la literatura en modo de flashes cuando los desafíos por procurarse la supervivencia motorizan la trama.
Aunque se ubica en una corriente de escritores jóvenes (Quirós, Almada, Closs) que buscan materializar en las letras la densidad cromática del noreste argentino, La concordia no intenta interpelar desde el costumbrismo. La novela elude la banalización de la calma y la belleza de lo campestre y propone preguntas que nos atraviesan, cualquiera sea el momento o el espacio que estemos transitando: ¿cuán extranjeros somos a la hora de vivir juntos? ¿Cuánto tiempo somos capaces de atesorar lo incordioso? ¿Qué nos resulta atractivo de compartir la incomodidad? Estos misterios que nos enfrentan cuando afrontamos la intemperie de la adultez son la columna vertebral de una novela que manifiesta que la narrativa argentina es un cuerpo que late más allá del centro del país.