El título “La edad atómica” podría leerse en concreto como una apelación literal a un mundo que, incesantemente se encuentra al borde de su propia autodestrucción; desértico, hundido en la desidia de una indiferencia silenciosa; o también, a una edad en la cual nuestra percepción –sea por Internet o por demás medios de comunicación masiva- se ha particularizado en lo diminuto, en la retensión de lo breve, en la fugacidad que aprecia pero no registra. “Hablo de la Edad atómica”; la frase ocupa una página entera y sin embargo, no permite aclarar en cuál de estos polos podría situarse una obra que dialoga constantemente en la ambigüedad, siendo uno visto como un hecho de realidad objetiva y el otro como una consecuencia del anterior, en nuestra forma de percibir y sentir. Sin embargo, el dialogo entre ambos no se muestra nada pesimista: “Solo hay dos maneras de vivir / la primera es disfrutar sin parar / la segunda no la conocemos”, proclama este autor mexicano, en una fuerte reivindicación hedonista que fluye despreocupada por toda la obra.
Gerardo Grande es un poeta mexicano que en su reciente paso por Buenos Aires, compartió poemas y entrevistas en algunos medios digitales, así como lecturas en presentaciones de libros y eventos como el XXIII Festival Internacional de Poesía de Rosario, junto con autores como Elvio Gandolfo, Washington Cucurto y Pablo Katchadjian. En su paso, este autor nacido en 1991 en el DF difundió su tercer libro de poemas, “La edad atómica”, publicado por la editorial española “La bella Varsovia.”
“Poesía de carne y hueso / furia y amanecer”, comienza el texto que da nombre a la obra y eso puede parecer una definición adecuada de hacia dónde se dirigen estos poemas; largos, veloces y pacientes a la vez, dotados de vivencia de viaje, recorridos tumultuosos y solitarios, relaciones afectivas defectuosas, profundamente humanas y errabundas: un día tras otro, un lugar tras otro. Escenarios desérticos, carreteras, beats iterativos, casi bailables nos introducen en mundos que se encuentran lejanos pero en este mismo: en el México de “La edad atómica” caben recorridos de América Latina hasta Saturno, cuartos de hotel, playas quemadas por el sol del amanecer. Una gran multitud de paisajes oníricos que, de tan vivos, parecieran despojados de cualquier metáfora, con una fuerte impronta psicodélica. La naturaleza del poemario se desenvuelve con una madura lucidez y con una fuerte cuota de temporalidad que va y viene: la niñez, el fin de la inocencia, la adolescencia y un actual presente que se disuelve en la velocidad de constantes rupturas sintácticas y semánticas. Pero que a la vez funcionan, en su conjunto, como un diario de carretera post-apocalíptico que pretende interpelar al lector; evocando amores y odios vivos y virtuales.
Con rasgos que apelan por igual al futurismo y a la ciencia ficción, una fuerte influencia beatnik, sin embargo, remite a lo más salvaje y luminoso de su literatura –de Jack Kerouac a Gregory Corso- apadrinando estos poemas viajeros; sin por eso subyugar un estilo netamente propio, que vibra entre una lírica narrativa y la total –por momentos- disolución del sentido. Así se percibe “La edad atómica”: dinámica, mutante y plena.