Con su último libro de investigación, La terrible esperanza (Colisión Libros), la Lic. en letras y periodista, Marta Vassallo, presenta una obra esclarecedora sobre la violencia política argentina en los años 60 y 70. A través de tres ensayos – y sin perjuicio de las normas de contexto sobre los acontecimientos referidos-, la autora propone una revisión fundamental de ese trágico itinerario combinando elementos analíticos y testimoniales.
Publicación destinada a alentar debates, Vassallo busca, así, perspectivas para establecer un futuro conciliador en relación a ciertas zonas significativas del pasado. Nuevas y valiosas visiones para desplegar la cultura de la memoria.
-Lo primero que llama la atención en La terrible esperanza, es la forma en que pensó el libro. ¿Qué le permitió el tríptico como ángulo de reflexión?
-Más que el resultado de un plan previo, el tríptico resultó de la cantidad de aspectos de la militancia de los años 70 que iban surgiendo a medida que leía bibliografía y que pensaba en la cuestión. Algunos de esos aspectos fueron descartados, porque no lograba concluirlos, porque me atascaba en la investigación, porque conservaban su confusión a pesar de mis intentos por elaborarlos. Quedaron en pie estos tres ensayos. El tema del ensayo inicial, “Violencia, sangre y sacrificio”, es también el germen del conjunto del trabajo. Tal vez al comienzo la cuestión del concepto de la historia y la defensa de la izquierda peronista del segundo ensayo, “Entrar en la historia”, aparecían mezclados con algunas cuestiones planteadas en el primero. Conforme desarrollaba el primero vi la necesidad de tratar las cuestiones por separado, en ensayos de naturaleza distinta. El tercer ensayo es como la última versión de un tema que me ocupa desde los años 80, sobre el que escribí ya en una revista que se llamó “Unidas”, en 1986: cómo procesar la participación de las mujeres en las organizaciones político-militares.
-Otro rasgo esencial de su propuesta es el nivel de síntesis que el libro alcanza, sin jamás perder la densidad conceptual. ¿Le resultó complejo dar con esa dialéctica de síntesis?
-Creo que la síntesis es una tendencia característica de mi escritura. Debo hacer un esfuerzo a veces para desarrollar más los conceptos, para no contar con sobreentendidos. A propósito de estos ensayos, que condensan muchas cuestiones complejas, me pregunté a menudo si no debía cambiar el estilo, desarrollar más y muy ordenadamente todos los problemas aludidos, pero cuando intentaba hacerlo sentía que malograba el acierto de algunos pasajes que me satisfacían, y lo dejé así.
-¿Cuánto tiempo le demandó la etapa de investigación entre búsqueda bibliográfica y redacción del texto?, ¿se enfrentó con trabas a través del proceso?
-Calculo que la mayor parte de las lecturas y la búsqueda de materiales me llevó cinco años, pero esa tarea estaba muy distribuida con otras: el trabajo en la redacción de Le Monde diplomatique, compromisos varios, vivir… Hubo lecturas que hice mucho antes, sobre las que volví. Las trabas exteriores tuvieron que ver con dificultades para acceder a ciertas personas, a ciertos datos. Las trabas interiores, las más significativas, tuvieron que ver con ir perdiendo la ilusión de la posibilidad de una palabra “definitiva” sobre esos años, las dudas sobre el sentido de añadir más palabras sobre una cuestión muy tratada cuando yo escribía, especialmente alrededor del año 2006, cuando se cumplieron 30 años del último golpe militar, dudas que entraban en conflicto con la necesidad que sentía de decir algunas cosas, de polemizar con ciertos discursos que se iban instalando.
-La derecha política siempre ha considerado no cuestionar a los vencedores, “ni en su objetivo ni en su metodología”, escribe. ¿Lo que contó para ellos siempre fue el resultado?
-Me refiero a la derecha política triunfante con ese golpe de 1976. Creo que en general la política es “resultadista”. Pero me parece particularmente notoria la autolegitimación sistemática de los sectores de civiles que naturalizan el liberalismo económico como si se tratara de la “normalidad”, omitiendo que esa lógica de mercado llevada a lo absoluto fue introducida sangrientamente en el país a través de esa dictadura; en muchos casos se ven obligados a hacer una condena superficial del accionar de los militares, como si se pudiera disociar ese accionar de los intereses a los que servía. Esa condena superficial es una concesión oportunista a una condena social instalada, y en los últimos años empieza a mostrar sus grietas y su carácter encubridor.
-¿Por qué cree que en los 70 se necesitó de la violencia para el cambio revolucionario?, hablo concretamente de la opción por las armas.
– No puedo decir que “se necesitó” la violencia, dado que ese cambio revolucionario no se produjo, la violencia no lo garantizó. No estoy de acuerdo con reducir “violencia” a “opción por las armas”. Trato de explicar que el cambio revolucionario, que sólo se concebía violento, estuvo en el horizonte de la política occidental desde la Revolución Francesa hasta la caída del muro de Berlín, y que es en ese marco donde hay que inscribir la acción revolucionaria de esos años. Trato también de aclarar que la idea de que la violencia era necesaria para tomar el poder era un denominador común de todas las manifestaciones de la izquierda, la cual en los primeros años 70 constituía todavía un territorio bastante circunscripto, a diferencia de la actualidad, cuando creo que la izquierda debiera ser reinventada; y que en todo caso si hubo una polémica dentro de la izquierda fue en torno de si la revolución cubana, la primera revolución socialista triunfante en la región, era un modelo para la región. Dicho de otro modo, si la guerra de guerrillas era la estrategia más adecuada para asaltar el poder en América Latina. Oponerse a la guerra de guerrillas como metodología no significaba abjurar de la violencia política, que puede cobrar muchas otras formas.
-A diferencia de la juventud actual, aquella generación veía a la violencia como una forma de dignidad. ¿Qué motivos articularon este cambio abismal con respecto a los jóvenes de hoy?, ¿un mayor nivel de nihilismo, tal vez?
– Un sector de aquella juventud, estaba lejos de ser toda, veía como una forma de dignidad a la violencia dirigida a derribar regímenes de explotación para sustituirlos por sociedades que no estuvieran basadas en la explotación. Considero que la actualidad es una época sumamente violenta, y que los jóvenes no son una excepción a eso, pero no se trata de una violencia dirigida a una transformación colectiva, sino de una violencia que parece indicar una crisis profunda en las relaciones interpersonales y en las creencias y valores que pueden dar forma a la vida. Creo que hay una dosis importante de nihilismo en el mundo contemporáneo, pero que ese nihilismo está estrechamente vinculado con la violencia que lo caracteriza.
-En un pasaje del libro, escribe: “la izquierda peronista ha sido como la cuadratura del círculo”. ¿Cuál cree que es la principal fuerza que hace posible esta atomización?
-Yo no digo que la izquierda peronista sea la cuadratura del círculo, digo que así la concebían la izquierda no peronista por una parte, y la denominada ortodoxia peronista por otra. La tesis que defiendo es que la izquierda peronista fue en la historia política argentina la fuerza que más cerca estuvo de cumplir el rol de una auténtica izquierda. Y que quienes mejor vieron eso fueron los sectores más lúcidos de la derecha liberal. De ahí su particular ensañamiento con ella.
-Más adelante sostiene que el mundo tiende a negar la historia. ¿Podría glosar la idea?
– El mundo no, el mundo es inabarcable para mí. Digo que el pensamiento occidental contemporáneo en sus tendencias prevalecientes resulta hostil a la historia. Se ha producido una ruptura con el pasado, liderada por una derecha innovadora, descolocando a quienes se habían acostumbrado a asimilar derecha a un conservadurismo vuelto hacia atrás en el tiempo. Por el contrario, la preservación de los intereses de los sectores dominantes requiere una gran innovación para tener éxito. La tecnocracia no es afecta a la historia, más bien tiende a convencernos de que no hay vida posible sin la lluvia de artefactos de todo tipo de los que nos obliga a rodearnos, y de que nada nos une a quienes vivieron y viven en otras condiciones, con otros valores, aun en la austeridad. La historia enseña, entre otras cosas, que la humanidad ha vivido, se ha desarrollado, ha cuestionado su propia condición, en las más dispares situaciones, a veces en situaciones de despojo, enseña que a pesar de todo algo nos une a los antepasados, no me refiero a un vínculo biológico, de sangre, sino sobre todo a esa experiencia de intemperie, esas preguntas que no encontraron respuesta. Frederic Jameson tiene la tesis de que la posmodernidad es la lógica que corresponde a la tercera fase del capitalismo. “Solo podré mostrarlo, escribe, en el caso de un gran tema: la desaparición del sentido de la historia, el modo en que todo nuestro sistema social contemporáneo empezó a perder poco a poco su capacidad de retener su propio pasado y a vivir en un presente perpetuo que anula las tradiciones…” “la desmitificación tiene su propia ‘astucia de la historia’, su propia función interior y su misión oculta en la historia universal: destruir las sociedades tradicionales y dejar el globo bien barrido para las manipulaciones de las grandes corporaciones…” Son citas de El giro cultural. No puedo dejar de vincularlas con el horror a la totalización, a los denominados “grandes relatos”, inoculado por Jean Lyotard, apuntando particularmente a los sistemas de pensamiento de Hegel y Marx. Descartados esos sistemas y todo el legado de pensamiento que los constituyó, la historia se desvanece como un mal sueño. Ni hablar, los posibles sujetos, los eventuales agentes hacedores de la historia.
-Otra zona interesante implica la discusión teológica que atraviesa un capítulo. Hablo concretamente de la figura del sacerdote Carlos Mujica, quien sostenía que el sistema menos alejado de la moral del Evangelio era el socialismo. ¿Su caso fue un ejemplo de militancia extrema?
-Fue un ejemplo de algo que sólo la Teología de la Liberación representó en el seno del catolicismo: la fusión entre la fe cristiana y la necesidad de erradicar las causas de la pobreza, encarnó la idea de que la moral cristiana no se cumple cabalmente si no se lleva a cabo una lucha a fondo contra la injusticia en la tierra. Pero el suyo es el drama que desarrolla Dostoievski en El gran inquisidor, ese capítulo de Los Hermanos Karamazov donde Cristo reaparece en la Europa de la Contrarreforma y las quemas de herejes, y las autoridades clericales lo consideran el primero de los herejes.
-Con rigor antropológico que la caracteriza, Marta; su opinión política y moral acerca de la guerra de guerrillas, el guevarismo.
– Perón, cuando estaba proscripto, definió bien a la guerra de guerrilla: “Es la guerra del débil contra el fuerte”. Mi generación accedió a la política fascinada por ese enfrentamiento entre David y Goliat, que se vio en el triunfo del movimiento 26 de julio contra la dictadura de Batista y contra la sistemática ingerencia norteamericana en Cuba; en la lucha anticolonial de los países de África contra sus metrópolis; en el triunfo del Vietcong sobre el ejército de Estados Unidos. Ernesto Guevara encarnó para la militancia juvenil un ideal político muy difícil de alcanzar y al mismo tiempo irrenunciable; siempre me ha resultado un personaje difícil de abordar, en parte porque es imposible encontrar un análisis de su vida y su pensamiento que no esté sesgado por algún interés, en parte porque hay zonas de ese pensamiento y esa vida que nos han sido ocultadas (su pensamiento económico cuando fue Ministro de Hacienda en Cuba, el hecho de haber sido entregado por el Partido Comunista de Bolivia…); pero además porque percibo en él algo inescrutable, que escapa a la política.
No creo que haga falta insistir en que el foquismo no dio ni en Angola ni en Bolivia los resultados políticos que anunciaba; pero más allá de eso Ernesto Guevara encarnó una forma suprema de fusión entre convicción y vida, de voluntad de lucha contra la opresión que se resistió a quedar atrapada en la polarización obligada de la guerra fría. Y de valentía. Está por encima de mis posibilidades “evaluar” a Guevara, apenas atino a transmitir lo que significó para nuestra adolescencia “Tenía el fuego sagrado”, le dijo Perón a Rodolfo Walsh hablando de Guevara. Quienes no vieron arder ese fuego tal vez sean más aptos para la tarea de juzgarlo.
-¿Tras la transmutación ideológica de los años 60 y 70, cree que la idea de superar la dicotomía “civilización y barbarie”, haya sido hoy resuelta?, ¿por qué?
-No está en absoluto resuelta. Seguimos siendo mayormente el país que configuraron Sarmiento y Roca. Un difundido sentido común acompaña en la actualidad ese caballito de batalla de la derecha según el cual buscar una integración regional, y no seguir los dictámenes de las entidades internacionales, no identificarse con los modelos neoliberales de Europa y Estados Unidos, es “aislarse del mundo”, es “ir hacia atrás”. En la ciudad de Buenos Aires, al menos, no sé si en todo el país, se escucha hasta el hartazgo la comparación entre los inmigrantes europeos, “que venían a trabajar” y los actuales, paraguayos, bolivianos, peruanos, que “vienen a robar”. Todo eso tiene que ver con un deslumbramiento ante los modelos norteamericano y europeo, que hace preferir la dependencia, la comodidad de vivir en una periferia adonde lleguen los resplandores del centro, antes que la audacia de generar un modelo propio, donde la apertura al mundo no sea servidumbre, sino crítica y creatividad. La historia y la cultura argentinas siguen atrapadas en la jaula de oro de la dicotomía “civilización o barbarie”. La Presidenta hace una recuperación inédita de la historia argentina y de algunas figuras de esa historia, pero no tengo para nada claro el alcance de su influencia, por ejemplo, no sé si los escolares saben hoy quién era Felipe Varela, o cómo se reclutó a los gauchos para que fueran a la guerra del Paraguay, o lo que esa guerra significó. O si tendrán que descubrirlo, si es que les importa, como lo tuvo que hacer nuestra generación, siendo ya adulta, en textos y documentos cuyos autores y curadores, como Rodolfo Puiggrós, Eduardo Luis Duhalde, Rodolfo Ortega Peña, Norberto Galasso, siguen siendo estigmatizados por la academia.
-Éste es un libro de investigación. Pero también un documento de carácter testimonial, pues Ud. fue militante política entre los años 1972 y 1977. ¿Podríamos, en parte, considerar La terrible esperanza como un ajuste de cuentas a ese tiempo padecido en El Atlético?¿Cómo vive hoy su condición de sobreviviente?
-No me gusta la noción de “ajuste de cuentas”. Me parecen una gran cosa los juicios por crímenes de lesa humanidad, han puesto en un lugar único al Estado argentino. He ido a atestiguar cuando me llamaron. Me niego a los ajustes de cuentas.
En cuanto a la condición de sobreviviente la vive cada cual a su modo. Ya no fuimos más los de antes, pero yo tampoco soy la misma de la época de la dictadura y el exilio. Yo no puedo librarme, tampoco sé si quiero, de las experiencias de la derrota y el terror que nos marcaron, que abrieron un parteaguas en nuestras vidas. Algunas veces, sobre todo viviendo en el exterior, he fantaseado con abrirme un camino en otra parte, como si no hubiera vivido nada de eso, como si hubiera aprovechado la vida en otra latitud, ignorando esto. Pero era mera fantasía, fue imposible. Echo de menos la intensidad de esos cortos años, las formas de comunicación y solidaridad, la presencia de tantos interlocutores insustituibles. Pero a la vez vivo con alivio el hecho de que las circunstancias han cambiado tanto que no cabe concebir una repetición, en todo caso hay que aprender a ver las nuevas posibles formas del conformismo y a concebir las nuevas posibles formas de la voluntad de transformación. Yo he optado por no negar esa etapa, pero hacerla fructífera, no un factor de estancamiento en el tiempo, o de resentimiento contra el país. Buena parte de ese esfuerzo se canalizó políticamente, mayormente en formas de militancia social. En momentos políticos muy difíciles, incluso en momentos personales difíciles, tengo una pesadilla recurrente, que es que estoy siempre en el campo de concentración. Pero estar en el campo de concentración no es necesariamente estar siempre en el mismo espacio, es sentir que aunque su perímetro se ensanche, cambie de forma, vaya yo donde vaya y haga lo que haga no puedo sustraerme al control de los represores, burlar su voluntad. Racionalmente, sé que hay muchos factores sociales que prepararon la existencia de los centros clandestinos y que persisten: las cárceles, los prostíbulos, los psiquiátricos. ¿Les importa a muchos su existencia tal como es? Más bien la reclaman. En ciertas etapas estas cosas me han hecho dudar de la existencia de la historia y aun de la política. Después me he inclinado por elaborar una concepción de la historia y de la política que no nos encierre en la fatalidad de reiterar lo vivido. Hay un conflicto interno fuerte entre el dolor de la pérdida y la necesidad de concebir formas nuevas de vida y de voluntad de transformación.
-¿El dolor por el pasado es transpolítico?
– Si por transpolítico se entiende que está más allá o más acá de la política, que la trasciende, por supuesto. No solo el dolor, muchos componentes de esta memoria histórica lo son. Poner la vida, afrontar la muerte, hay experiencias que no caben en la política, la desbordan. La búsqueda de justicia del cura Mugica, la muerte de Federico Acuña, sobrino de Martínez de Hoz, en el CCD El Vesubio, contada por testigos sobrevivientes ante los tribunales que juzgan los crímenes de lesa humanidad, la muerte de Victoria Walsh y un compañero contadas por un soldado conscripto que participó del enfrentamiento… no son reductibles a la política aunque la tengan en su centro. Ahí hay una dimensión nueva, una desmesura. El mundo desencantado que habitamos nos “protege” contra esa desmesura: uno de los cambios a los que nos obligaron los hechos, fue a intentar delimitar el territorio de la política: no contendrá la fe, el éxtasis, pero tampoco la devastación. Claro que si volvemos a escuchar a Hugo Chávez diciendo: “Yo ya no soy yo, ya no me pertenezco…” algo de aquel estremecimiento vuelve, y no hay desencanto que lo neutralice.
-En líneas generales: ¿qué diferencias ve entre la participación de las mujeres en la militancia de los años 70, y las de la sociedad actual?
-La participación actual de las mujeres en las organizaciones políticas y en los movimientos sociales está impregnada, lo quieran o no, del feminismo cuyos principios y propuestas se difundieron en el país a partir de los años 80, con la instauración del marco democrático. Independientemente de cómo respondan las militantes a ellas, no pueden eludir las cuestiones sobre la discriminación sexista, las formas específicas de violencia hacia las mujeres, la maternidad, la contracepción y el aborto, las leyes matrimoniales, la dinámica familiar, la educación sexual, la orientación sexual, la explotación de la prostitución. Para avanzar en esos terrenos se dispone de un marco legislativo que no teníamos antes. En la militancia de los años 70 no había tal impregnación. No porque no existiera el feminismo, que en el mundo desarrollado tuvo un magnífico apogeo en los años 60 y 70 con la irrupción de la denominada “segunda ola”. Sino porque en la juventud militante de los primeros 70 prevalecieron por sobre los postulados de los movimientos contraculturales del mundo desarrollado los modelos anticoloniales y antiimperialistas procedentes de los países tercermundistas en guerra contra las metrópolis europeas o contra el imperialismo de Estados Unidos. El ensayo que cierra este libro apunta a intentar un procesamiento de la participación de las mujeres en las organizaciones revolucionarias que no descarte su carácter rupturista y su desafío a las concepciones vigentes de la femineidad aunque no haya sido formulada en términos feministas.
Por otra parte, la militancia actual de las mujeres comparte con el conjunto de los militantes las enormes diferencias que separan una época de la otra. En los sesenta y comienzos de los setenta se trataba de abrir el camino a la política en tanto actividad prohibida, entre un golpe militar y otro, y con la persistencia de la proscripción del peronismo que era la fuerza política mayoritaria. La política consistía en una acción desenmascaradora de las políticas dictatoriales que no se presentaban como políticas, sino como la necesaria restitución de un orden natural alterado por la participación de las mayorías. Hoy el problema no es la prohibición de la política sino su descrédito. Se trata para los jóvenes de ejercer la política, enfrentando a los poderes fácticos que apuntan a prescindir de ella, para lo cual hay que luchar contra las razones de ese descrédito. Creo ver una ventaja para los jóvenes de hoy en el hecho de que la profunda crisis de la política occidental no ofrece modelos cerrados entre los cuales optar, sino la posibilidad de “hacer camino al andar”, de inventar.