La obra de Ezequiel Alemian (1968) en comparación con la mayoría de sus contemporáneos resulta tan inusitada como polifacética. Publicó poesía (La ruptura, La devastación, Siete poemas, Me gustaría ser un animal), narrativa (El síndrome de Bessalko, Intentaré ser breve), crónicas (Rayar) y libros visuales (El talibán, El tratado contra el método de Paul Feyerabend, El libro blanco de la revista Time). Cada publicación posibilita un nuevo sistema de relaciones (premisas) entre el texto y su lector articulando un planteamiento libre de nomenclaturas.
Una introducción (Mansalva), su último libro, es una colección de 11 relatos cerebrales donde precisamente conviven y se interrogan diferentes textualidades. Surgió como sugerencia de su editor, la de compendiar escritos publicados en diferentes medios gráficos con algunos inéditos. El resultado es un excelente muestrario sobre el verdadero alcance especular que puede su prosa. Una narrativa siempre desentendida de las convenciones.
-Te hago la misma pregunta que le formulaste a Jean Echenoz: ¿en qué intentaste focalizarte con Una introducción?
-Es que esos libritos de Echenoz, los últimos sobre todo, los biográficos, transmiten una extrañeza muy particular, porque en ellos parece haber una especie de disociación entre la tensión narrativa y el foco del relato. Al cabo, a uno le queda la impresión de que es esa disociación lo que está en primer plano. Como si el autor estuviese haciendo jugar los lentes de la narración, generando el fantasma de varios focos posibles. “Una introducción” lo armé un poco con la idea de que cada relato fuese diferente de los otros precisamente en su manera de focalizarse. De hecho, dejé algunos relatos afuera porque me parecía que insistían sobre cuestiones de dinámica narrativa que ya habían sido exploradas por otros relatos. Tal vez habría que preguntarse qué es un foco. No lo sé. Lo pienso un poco como una especie de regulador rítmico de la escritura, tácito, una suerte de corazón dinámico. Como un desregulador rítmico del relato, también. Depende de cómo funcione, de cómo se lo haga funcionar. Un desacompasador de elementos narrativos.
-El libro es muy diverso formalmente. Más allá de lo referencial, ¿cómo encuadrarías Una introducción en relación a tu obra?
-“Las cosas” es un texto que escribí a pedido de Cecilia Szalkowicz, para una muestra de fotos que ella iba a hacer; me mandó un par de imágenes y a partir de eso me largué a asociar. “Paraguay” lo escribí para Timo Berger, que quería un relato para una antología “fluvial” que estaba haciendo en Alemania. “Sí” es un texto que tiene ya diez años, que escribí para una revista digital, como material periodístico. Es una cobertura, la cobertura de una charla de Alain Robbe Grillet. El “Diario del Mundial” fue un trabajo puntual, de hace más de ocho años. Cada día, durante el campeonato, subía un par de entradas. Está tal cual. “¿Qué quiere decir con esto?” lo armé para una lectura de poesía en una plaza, a la que me invitaron. Si Francisco Garamona, editor de Mansalva, no me hubiese propuesto armar un libro como este (originalmente, iba a incluir el “Diario del Mundial” y un par de relatos), jamás se me habría ocurrido juntarlos en un volumen, con una especie de unidad. Escribo de manera irregular, cosas diversas, sin esa idea de organicidad que da la idea de estar haciendo una obra.
-Con primo Ponce de “Las cosas”, es interesante cómo abordás la presencia de la ausencia, el modo que se ven perpetuadas sus pasadas acciones en los objetos.
-Para mí “Las cosas” es un intento de hacer coincidir una organización de la circulación de los objetos con una organización de la circulación del relato. Finalmente, puede pensarse como un relato sobre la política.
– “Paraguay” es tu texto más informativo. ¿Qué valor tiene para vos el dato duro en una narración?, ¿por qué?
-Bueno, lo de “informativo” tiene que ver con un tipo de textualidad, con un gesto informativo, si querés, y no con lo real. La descripción dura que se hace de Paraguay de ninguna manera coincide, referencialmente, en extensiones, temperaturas, economías, población, con el Paraguay real. Pero es esa gestualidad informativa, su energía, la energía de sus elementos, lo que intenta darle verosimilitud al texto. El dato duro es un elemento minimal. Como esos cubos de hierro de los escultores minimalistas. Es lo literal, también. La letra, el número, el signo. Un elemento de pulsación gráfica. Pura energía, sin concepto. Eso es lo verosímil.
-Si bien tu estilo de prosa es llano, el mismo es producto de una gran densidad analítica. Tus libros hacen siempre un planteo donde el sesgo parece estar en los mecanismos operativos de la deducción. Es decir, hay una fuerte mirada racionalista.
-Hacer pasar la narración por argumentación, narrar como si se estuviese demostrando algo, como si narrar fuese demostrar, decir algo, es una cosa con la que no me siento cómodo. Prefiero siempre hacer la operación inversa: hacer pasar la deducción por narración.
-“En Cuba” es el relato más tradicional de la colección, donde podría decirse que el MacGuffin es Alina. ¿Qué valía tiene para vos hoy, en un sistema literario, la trama?
-“En Cuba” es la transcripción lo más limpia posible de una situación insólita y a la vez iluminadora en la que me vi envuelto una vez que viajé a la isla a pasar unos días en La Habana. En ese sentido, uno podría decir que es el más vivencial de todos los relatos. Que la percepción de lo que es una trama tradicional, optimizada, coincida con el relato de una situación absolutamente espontánea es bastante sorprendente. Lo más formalizado y lo menos formalizado parecerían superponerse. A lo mejor no es más que una casualidad, y el relato la celebración de esa casualidad.
-En “Nueve notas sobre Camille Corot” analizás al precursor del impresionismo desde diferentes perspectivas. ¿De él te interesó su método pictórico más que sus resultados?, ¿por qué?
-De Corot me gustan sus cuadros, sus paisajes, esos espacios ni urbanos ni campestres, como de las “afueras”, que de a poco van sucumbiendo. Corot era un gran caminador, un viajero infatigable de las cortas distancias, de los alrededores. Empezó viajando en carro, y cuando aparecieron los trenes se cambió de medio. Murió fantaseando con el proyecto del canal de la mancha. Esa sensibilidad por el cambio, como si ese cambio histórico, continuo, pudiera percibirse en el espacio, en el aire, es lo que me gusta de Corot. La técnica de esa sensibilidad por el cambio, que hace que ese cambio se esté produciendo todo el tiempo delante tuyo. Creo que si ese cuento tuviese que escribirlo hoy, en vez de Corot preferiría indagar un poco en Alfred Sisley, que me parece todavía más intenso. En Sisley entiendo mejor esa cuestión de lo sobrenatural que le atribuían a Corot.
-“¿Qué quiere decir con esto?”, es un texto enteramente dialogado entre entrevistador y entrevistado, pero lo que se dice, rara vez guarda una relación causa-efecto. ¿En particular qué fue lo que te atrajo de esa estructura textual desfasada?
-Es un poco como en “Los campos magnéticos” de Breton & Soupault. Siempre hay un desfasaje en dos oraciones. El relato está en ese desfasaje. Un relato es un desfasaje. ¿Para qué lee uno? Para desacomodarse, para ceder, para entender menos.
-¿Creés, como Robbe-Grillet, que la imaginación siempre tiene una base real?
-Cuando estuve en Cuba, se cuenta en el Diario del Mundial, empecé a escribir un diario de sueños, con la idea de escribir 1001 y armar un librito que se llamara, evidentemente, “Las 1001 noches”. Me pasaba que si leía cada entrada por separado, efectivamente tenía toda la lógica del sueño. Pero si leía varias entradas seguidas, a través de diversas resonancias, empezaba a develarse otra lógica, porque perfectamente se podía seguir, en los mismos sueños, el relato de mis experiencias diurnas. Era un diario de viajes escrito en sueños, pero casi como si uno pudiese obviar el hecho de que fueran sueños.
-Por cierto, y a más de sesenta años de la publicación de Las gomas, ¿cuál es tu apreciación sobre “la escuela de la mirada”?
-No tengo una apreciación general, porque tampoco tengo una idea general de la “escuela de la mirada”. Meses atrás leí una obra maestra de Robert Pignet, “Alguien”, de 1965, y hace unos días un libro absolutamente maravilloso de Claude Simon, “L’Acacia”, de 1989. Tengo en mi mesita de luz “Dans le labyrinthe”, de Robbe Grillet. Tiene un comienzo espectacular, pura poesía, es como ir deslizándose en una alucinación. Está bien eso de “escuela de la mirada”, pero leo ese comienzo y son palabras, comas, suspensiones. Una descripción no es lo que se ve, son las palabras con que está tramada.
-Pensás que la literatura ¿debe mostrar, o demostrar la realidad?
-Hay una frase que dijo una vez Damián Selci, que dice algo así como: “la literatura no nos interesa, la regalamos a la literatura”. Es una frase muy interesante. Es la frase anti autonomía por excelencia, me parece, ¿no? Ahora, si regalamos la literatura, ¿qué es lo que nos queda? ¿Cuál es el marco? A medida que se pierde el marco, se pierde la ley. ¿No? Es una cuestión un poco abstracta. ¿Por qué tenemos que pedir que nos impongan una ley?
-Para cerrar, una reflexión sobre el futuro de la novela.
-Creo que la reflexión válida sobre la novela es la que hacen los mismos novelistas. Uno puede teorizar con ejemplos innumerables sobre la desintegración y muerte de la novela y de pronto aparece un escritor monstruoso con unos libros sorprendentes que te hace repensar todo. Aldo Busi, por ejemplo.