Juan Domingo Aguilar es oriundo de la ciudad española de Jaén y es poeta. Sus palabras, como su mirada, están cargadas de claridad, nostalgia y pasión política. Escribió La chica de amarillo y Nosotros, tierra de nadie, obras ganadores de diversos premios literarios. Preocupado por su tiempo y por la necesidad de escribir para entender la vida y crear un bunker contra las desgracias impertinentes de nuestra sociedad, Anticine, su último libro publicado por Edual, se vuelve una salida, un escape a través de imágenes serenas, vibrantes y lúcidas. Una invitación a sentarse ante la pantalla y ver pasar los fotogramas de nuestra generación.
Uno de los poemas de Anticine clama que el exceso de ternura se convierte en bomba atómica. ¿Podemos hablar de un mundo que perdió la ternura?
Absolutamente, de hecho más que “podemos” creo que tendríamos que usar el verbo “debemos”. Debemos hablar de un mundo que perdió la ternura. Durante años nos han educado en una serie de valores que defendían que la ternura era una muestra de debilidad, que ser tierno, empático o tener otra sensibilidad nos hacía ser inferiores o como diría Alejandro Zambra: a ustedes no los educaron, los entrenaron. Nos han entrenado en ser los mejores y los más preparados sin importar qué ni a quién dejáramos por el camino, nos han entrenado en reprimir nuestras emociones y en contener las lágrimas los domingos por la tarde cuando oscurece y nos sentimos solos. Nos han entrenado para decir “estoy bien” cuando en realidad estamos destrozados, tan agotados que no somos capaces de aguantar el ritmo diario si no es a base de ansiolíticos -sé bien de lo que hablo, España es el país del mundo que más medicación de este tipo consume-, nos han entrenado para mirar a otro lado y no ver a todos los que sufren en silencio. Nos han educado para no quejarnos y cuando lo hacemos nos llaman “flojos”, en lugar de defender junto a nosotros la necesidad de un sistema público de salud que abogue por la salud mental. Nos entrenaron para formar parte de un sistema basado en pisarnos los unos a los otros para llegar antes, en lugar de pararnos y llegar a la vez. En definitiva, nos han educado para mentir y en una mentira. Si la ternura no ha sido erradicada de este mundo todavía, es porque sobrevive escondida en pequeños gestos diarios de resistencia: el beso en la mejilla que damos a un amigo mientras lo abrazamos a la salida del trabajo, la mano que tendemos a una señora de setenta años para ayudarla a subir su carrito de la compra al autobús y acompañarla hasta el asiento, decir “buenos días” cuando nos montamos en un autobús al conductor, o dar las gracias cuando compramos algo de fruta a la cajera del supermercado. Sonreír y ser amables en ciudades caníbales e inmersas en unos niveles de precariedad emocional desconocidos hasta ahora se convierte en un acto de resistencia, quizá el más importante en una sociedad que cada vez tiende más al egoísmo y a la desconexión. Parafraseando a Roque Dalton, diría que quizá la ternura no basta, pero sí salva.
¿Por qué el cine?
¿Por qué el cine? Todos podemos imaginarnos a nosotros mismos, una tarde lluviosa de otoño, entrando a una sala de cine como quien regresa al útero materno, buscando una mano tendida, un abrazo o una sonrisa, un espacio seguro, porque todos necesitamos hablar con alguien, aunque sea al otro lado de la pantalla. Es una imagen tópica, lo sé, pero no por ello menos real. Al igual que el tierno y vulnerable Baxter de Jack Lemmon en El apartamento, al que le bastaba una raqueta de tenis y unos espaguetis para ser feliz siempre que fuera junto a la persona que amaba, o la dulce y solitaria Cecilia de Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo, todos en más de una ocasión hemos deseado resguardarnos en un pequeño escondite en el que poder ser otro a salvo del ruido. Con todas nuestras fuerzas hemos ansiado abandonar nuestras vidas en esas butacas rojas, incluso cruzar la delgada línea que separa ficción de realidad durante unas horas como en el segundo caso. Ya hay libros de poesía sobre cine, muchas antologías por ejemplo que se basan en escenas o películas, que utilizan el mundo del cine como hilo conductor. Mi objetivo era otro: abordar cualquier temática con el cine como pretexto. Y, sobre todo, conseguir que cine y poesía dialogaran, trabajar a través de ese sentimiento y vocación común que de alguna manera los une. En la poesía muchas veces es más importante lo que se calla que lo que se dice, al igual que en las películas a menudo, como decía Hitchcock, tiene más potencia lo que imaginamos que lo que se ve, lo que intuimos que ocurre que lo que verdaderamente sucede. Y ahí es donde entra la idea principal de este libro: invitar al lector a sentarse, acompañarlo sujetándole la mano a lo largo de una larga e ininterrumpida proyección que narre la propia historia de cada uno de nosotros, de nuestra familia, de nuestra infancia, de la precariedad vital (y digo vital porque engloba el plano laboral, social y emocional) que protagoniza nuestra experiencia desde que nos alcanza la memoria. Que narre las despedidas que preceden a cada uno de los fundidos a negro de nuestro día a día. No es un libro social, ni un libro político, ni su intención es encontrar solución para los problemas que nos atormentan. No, su objetivo es funcionar como el fotograma de una época y una generación, al igual que las películas caseras de Super-8 que mis padres, mis tíos y mis abuelos proyectaban cuando éramos pequeños sobre sábanas blancas, iluminando las largas noches de verano en un pequeño pueblo de interior.
Tu poema “Selfie” parece ser un grito hacia una generación miedosa y narcisista…
Ese poema siempre suscita preguntas alrededor del miedo al futuro, pero diría que es más bien un grito hacia una generación que siente el fracaso como algo ligado a su ADN. No es que seamos más narcisistas, ni más blandos, ni que nos quejemos por cualquier cosa, es que los problemas que estamos viviendo son muy distintos y estamos aprendiendo a exteriorizarlos, a querer que cambien. Por primera vez intentamos hablar de manera abierta de ciertos temas, sobre todo en cuanto a vínculos afectivos, familiares, sexuales, ciudadanos, temas emocionales o de identidad, que hasta ahora ni se mencionaban porque lo que imperaba era guardarse todo, apretar los dientes y seguir hacia delante, cargando todo por dentro como una cruz. Sobre todo en sociedades como la española, con esa fuerte carga de silencio que impone la religión católica tras cuarenta años de dictadura. No digo que nuestros problemas sean más o menos graves que los de las generaciones anteriores. No olvido que nuestros abuelos vivieron la guerra, pero sí creo que la de nuestros padres y los boomers tuvieron las cosas algo más fáciles. Ellos podían decidir si querían tener hijos, si querían comprar una casa o vivir de alquiler, por ejemplo. Eso a nosotros no nos pasa: ¿Cuántas parejas asentadas no pueden plantearse ir a vivir juntos porque ni siquiera podrían pagar el alquiler? Enlazando con el final del poema, no solo es que no estemos preparados para ver nuestras caras convertidas en las de nuestros padres, es que aunque lo estuviéramos, no podríamos ni aunque quisiéramos por una serie de limitaciones socioeconómicas. Hay autores algo más mayores que nosotros que han hablado de este tema ya, no es nuevo, lo que sí es nuevo es el punto de vista. Ellos nos han dicho los últimos años que no habían podido comprar una casa y que estaban condenados a vivir de alquiler toda su vida. ¿Cuál es la diferencia con nosotros? Que yo encaro la treintena siendo lo que ahora denominan un “joven adulto” y no es que no pueda comprarme una casa o pedir una hipoteca o esté condenado a vivir de alquiler. Es que yo directamente, y muchos como yo, no podemos acceder a un alquiler propio porque trabajamos en empresas en las que cobramos cuatrocientos euros y estamos condenados a vivir en una casa compartida con cinco personas a una hora del centro. Nos prometieron que íbamos a ser la generación más preparada, que íbamos a dominar el mundo y lo único que hemos conseguido es abrazar la precariedad.
Hablemos de la noción de poema como “bunker”…
Concibo al escritor como una especie de exiliado permanente, en el sentido más vilamatiano posible, alguien que debe escribir como si no tuviera país, pero sí memoria. Del mismo modo en que una película es un lugar habitable, un mundo en el que esconderse cuando la cosa se pone fea fuera, un libro de poemas es una casa en la que refugiarse. El cine y la poesía son memoria y al mismo tiempo representan dos de las herramientas más poderosas para luchar contra uno de los principales antagonistas al que debemos hacer frente a lo largo de nuestra vida: la nostalgia. “Si existiera algo así como un manual de instrucciones para hacer frente a la nostalgia, sería entonces algo parecido a un poema”, recuerdo que me dijo una vez una de mis mejores amigas. Algo parecido a un poema y a una película, añadiría. En ambos casos, sobrevuela sus páginas o sus fotogramas la misma duda: ¿Cómo vivir? Y lo más probable es que en ninguno de los dos encontremos respuestas, pero sí consuelo.
¿Qué relación encontrás entre la “robotización” de los sentimientos en la era digital y las cifras de depresión en aumento en España y el mundo?
Este tema está directamente relacionado con lo que comentábamos antes de la ternura. Somos una sociedad cada vez más conectada, pero, paradójicamente, más aislada que nunca. A nadie le importa lo que le ocurra a la persona que tenga sentada al lado en el metro, de hecho si te fijas cada vez que te montas en el vagón, la mayoría de los viajeros lleva la cabeza clavada al suelo o a la pantalla de su teléfono móvil y auriculares en los oídos. Este es un ejemplo muy gráfico de hasta qué punto mandamos señales hacia los demás de que no se acerquen, de que no queremos ser molestados. Con las relaciones sentimentales y todo lo que implican, tanto a nivel de amistad como amorosas o sexuales, ha ocurrido algo parecido: nos hemos convertido en una masa enorme que engulle todo a su paso, que solo quiere consumir durante un rato un cuerpo del mismo modo que consume un trozo de pizza o un capítulo de una serie y no nos basta, porque cuanto más vacíos nos sentimos, más queremos devorar. El término “consumismo emocional” creo que puede ser uno de los más acertados para hacer referencia al fenómeno del que hablo y que nos rodea por todos lados. Ser responsable emocionalmente con nuestras relaciones afectivas es otro de los pocos actos de resistencia individuales que, creo, nos quedan. Es evidente que esa “robotización” que comentas se relaciona con el aumento de las cifras de depresión en nuestros países, de hecho hablo desde la experiencia personal, yo he sufrido varias temporadas de depresión y llevo muchos años ya con medicación a veces de manera más prolongada y otras más puntual, porque la depresión es así, no te levantas de un día para otro y ¡oh, sorpresa, se ha ido! No, es algo con lo que hay que aprender a convivir. La ansiedad es un monstruo que da mucho más miedo que los que salen en las pelis, igual que da miedo –aquellos y aquellas que la padezcan y la hayan tenido que exteriorizar en una familia poco acostumbrada a hablar de las cosas en general sabrán de lo que hablo– escuchar lo que opina de ella parte de la sociedad que cree que se cura con “dos guantazos bien dados”. Como cuando hace unos meses un diputado estaba demostrando con datos objetivos que diez personas se suicidaban al día en España y que teníamos que doblar el número de psicólogos en la salud pública porque la salud mental no podía ser un lujo para quien se lo puede pagar, y la reacción desde la bancada de la extrema derecha fue un “¡vete al médico!”, junto con unas sonoras carcajadas. Este tipo de planteamientos completamente retrógrados que se reproducen en muchos hogares de nuestros países y no solo en sus cámaras parlamentarias, junto con factores como esa sobreexposición continuada, las expectativas creadas sobre nosotros, la falta de apoyo ante el fracaso, la falta de tolerancia propia ante la derrota, la potenciación del egoísmo y la comparación constante por culpa de la sobreexposición en redes sociales –que funcionan como escaparates de una tienda–, son consecuencias derivadas de un sistema caníbal que nos asedia continuamente de manera violenta, ya sea a nivel emocional o social, de un sistema que nos mastica y escupe tarde o temprano a todos. La potenciación del éxito absoluto e inmediato y el rencor que genera es algo que no entiende de latitudes geográficas, algo característico de una generación entera. No podemos vivir inmersos en un capitalismo vertical y emocional continuado, consumiendo emociones y personas como si fueran envases de yogur, desconfiando del otro, percibiéndolo como enemigo y no como compañero. Vivir o, más bien, sobrevivir así es agotador.
Anticine está disponible en librerías.