Aunque en rigor de verdad al comentar un libro deberíamos ceñirnos estrictamente a esa obra y si fuera posible esforzarnos por olvidar la trayectoria personal y literaria del autor, cuando éste es célebre y por añadidura recorre el mundo envuelto en su leyenda, es difícil prescindir de todos estos elementos que a la vez falsean y completan nuestro juicio.
Cuando en 1949 apareció en París “El Diario del ladrón” el tema obligatorio de los corrillos literarios y aun mundanos fue la personalidad fascinante pero también repelente de su autor: Jean Genet. Se lo llamaba corrientemente “el escritor ladrón”; había cumplido varias condenas por robos y además se jactaba de su apasionado homosexualismo. Su estilo admirable lo hacía comparar con Maurice Sachs, otro escritor entonces de moda, cuya vida licenciosa y conducta reprobable solo estaban a la altura de su deslumbrante talento de escritor. No obstante, podemos admitir que a Sartre se le fue la mano cuando, pocos años después, lo comparó con Santa Teresa, pues así como ésta había llegado a la cima de la perfección en la humildad, Genet había alcanzado la sima de la abyección.
Aunque la literatura y el arte deberían prescindir de las modas por ser dos de las más puras actividades humanas, son sin embargo, las presas más vulnerables de la moda. Así como el siglo XIX exigía de sus escritores leyendas de vidas fastuosas, de virilidad descomunal, de amores románticos unidos a suspiros, tisis, tuberculosis y un soberbio desinterés por los bienes materiales (que por lo general ya poseían por herencia), esta segunda mitad del siglo XX pone los ojos en blanco en cuanto le explican que el creador ha pasado hambre, es hijo natural, fue un niño expósito, cometió hechos delictuosos y aborrece todo orden constituído: estas parecen condiciones esenciales para tener talento. Los demás juegan con la literatura. Genet, “comediante y mártir” prefirió la comedia al martirologio y no desdeñó acercarse a las camarillas literarias; aun lo veo en la recepción de académico de Jean Cocteau con un traje gris muy claro y una corbata roja mal anudada sobre la camisa rosa de cuello entreabierto, sentado en las gradas, a los píes de los académicos, con un evidente deseo de llamar la atención. Actitudes inútiles, puesto que basta su obra extraordinaria para situarlo no solo en las gradas sino en el sitial de cualquier Academia. Su obra explota con acierto el resentimiento social, no el suyo, sin duda, puesto que no tiene motivos para estar resentido: la sociedad le obsequia con creces lo que hace veinte años creyó tener que robarle; hoy tiene éxito, fama, dinero y prestigio. Todo esto lo merece pero sabe que es más fácil obtenerlo blandiendo una bomba molotov que tratando de admitir que aunque la vida no haga partir con el mal pié, si volvemos no tardamos en ocupar el lugar que merecemos.
Ya en “Las criadas”, Genet demostró con eficacia las injusticias sociales; lo hizo también con inteligencia y con ese sentido teatral que demuestra en todas sus piezas: sus personajes castigados por el destino no son mejores que los mimados por la suerte, son casi siempre peores, porque así es la vida y la realidad, porque lo natural es envenenarse, amargarse, soñar con la venganza y la revancha.
Fin de la primera parte.