El primer poemario de Marina Casas trabaja aquella afirmación de Paul Valery: “Escribir, resolver una nebulosa interior”. En el centro de la escritura de la autora aparece una identidad resquebrajada frente al sobre estímulo de la sociedad moderna, la dificultad en los vínculos; la ansiedad, la soledad y la apatía como respuestas que tampoco dan una satisfacción absoluta.
“Me habita/la nada misma/la rabia infinita” dice el yo poético, que asimila el vacío y el enojo como un huracán concéntrico que es capaz de devorarla. La batalla que la voz pareciera perder en el relato, la gana con una escritura fuerte y contundente que no se detiene demasiado tiempo en los devaneos reflexivos sino que apunta y dispara contra lo que considera su ética:
“Puedo donarle mi voz/a quien primero acepte/ cuánto duele/perder una palabra”.
La escritura se convierte entonces en vehículo transmisor, en impulso y deseo. Como sostiene Octavio Paz, lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla; y en ese juego que nos permite el lenguaje se posiciona Marina Casas. Señala al mundo para acusarlo, pero no desde la certeza sino desde la duda, aceptando el riesgo. Entonces se produce el choque entre el mundo interior y el exterior, y se desprende cualquier corteza que parecía fijada a la materia: el yo poético renuncia a la verdad absoluta y construye la suya, provisoria y atada a sus propias contradicciones. Los animales no saben contar trabaja una sensibilidad que le habla a una época en donde la velocidad y el consumo de lo que sea se presentan como metas. La incomodidad de la voz poética es por demás evidente:
“No hay nada que me pase/liviano como el río/ si creo que todo lo que me roza/ me pertenece“.
A continuación compartimos dos poemas del libro:
A veces me detengo
en el pasillo yendo
del living a la habitación
ida y vuelta, me detengo
me miro en el espejo que asoma desde el baño
para no olvidarme quien soy.
Para seducirme con mi propio cuerpo
con la astucia de mi piel que me resta
la mitad de los años que cargo a mis espaldas.
Quiero todavía sostenerme
poner dos broches en mis hombros
mantenerme erguida
como la ropa nueva en mi balcón
que a pesar de los vientos que la mueven
no se deja caer.
En la adultez enamorarse
se parece más
a una decisión
que a una mariposa
una pastilla
o el borde de una piel
para no enloquecer
la piel
que me haga borde
y sostenga
una espalda contra la mía
advertida
que si uno empuja de más
nos caemos dos.